Authors: Agatha Christie
—Pues Bournemouth entonces, o la isla de Wight.
Miss Marple guiñó un ojo al doctor.
—Siempre he pensado que una población pequeña resulta más cómoda.
El doctor Haydock tomó asiento de nuevo.
—Me siento curioso ya. ¿En qué ciudad de la costa ha pensado?
—Pues... Había pensado en Dillmouth.
—Un lugar muy bonito, pero aburrido más bien. ¿Por qué Dillmouth?
Durante unos segundos, miss Marple guardó silencio. Había vuelto la mirada de preocupación a sus ojos.
—Supongamos —dijo— que un día, accidentalmente, usted da con un hecho indicativo de que muchos años atrás (dieciocho o veinte) fue cometido un crimen. Tal hecho es conocido solamente por usted; nadie ha sospechado nunca nada, ni dado ningún informe sobre el particular. ¿Qué haría usted en tal caso?
—Un crimen «dormido», ¿eh?
—Exactamente.
Haydock reflexionó unos instantes.
—¿No ha actuado la justicia erróneamente? ¿Nadie ha sufrido las consecuencias de ese crimen?
—Por lo que se sabe, no.
—¡Hum! Un crimen «dormido». Veamos... Yo dejaría que ese crimen continuara así. Sí. Eso es lo que haría. Todo lo que tiene que ver con el crimen es peligroso. Y éste quizá lo fuera en alto grado.
—Es lo que me temo.
—La gente afirma que el criminal siempre repite sus crímenes. Esto no es cierto. Hay quien habiendo cometido uno sabe arreglárselas para no ser localizado, dedicándose luego con todo cuidado a pasar inadvertido. No voy a afirmar que un ser así consigue vivir feliz el resto de sus días, pues existen muchas clases de castigo. Exteriormente, sin embargo, todo le va bien. Tal vez esto sea aplicable al caso de Madeleine Smith, o al de Lizzie Borden. No hubo pruebas contra la primera, y la segunda fue puesta en libertad. Pero hubo muchas personas, en cambio, que juzgaron a las dos mujeres culpables. Podría citar otros nombres. Son personas que no reincidieron... Un crimen les facilitó lo que deseaban y se dieron por satisfechas. ¿Cómo habrían reaccionado de verse luego en peligro? Me imagino que su criminal, mujer u hombre, era de ese tipo. Cometió un grave delito, huyó, y nadie sospechó de él... Ahora ponga a alguien haciendo indagaciones, revolviendo cosas, apuntando en una dirección u otra para al final, quizá, dar en el blanco. ¿Qué hará un asesino? ¿Permanecerá inactivo mientras se estrecha el cerco a su alrededor? Nada de eso... Si no hay ningún principio básico implicado, yo diría que debiera usted desentenderse del hecho —El doctor volvió sobre una de sus primeras frases—: Deje que ese crimen siga «dormido».
Añadió, con firmeza, tras una pausa:
—Y ésas son mis órdenes: desentiéndase del caso por completo.
—No soy yo quien está directamente relacionada con el asunto. Es una pareja encantadora... Déjeme contárselo todo.
Haydock escuchó atentamente su relato.
—Extraordinario —dijo cuando ella hubo terminado de hablar—. Una sorprendente coincidencia. Un caso notable. Me imagino que ya ha descubierto sus diversas implicaciones...
—Desde luego. Pero no creo que a ellos les suceda lo mismo.
—Esto puede acarrear muchos momentos terribles. Se arrepentirán, seguramente, de intervenir en un asunto así. Cuando se remueven las aguas encharcadas ya se sabe lo que suele ocurrir. No obstante, me hago cargo del punto de vista de Giles. ¡Diablos! Pese a todo, yo no podría hacerme el indiferente tampoco. Ya que ha sido espoleada mi curiosidad y...
El doctor se interrumpió, obsequiando a miss Marple con una severa mirada.
—Así pues, de ahí arranca su empeño en buscar excusas para ir a Dillmouth. Quiere mezclarse en algo que no es de su incumbencia, ¿eh?
—Ciertamente, no me atañe, doctor Haydock. Pero me preocupan esos dos jóvenes. Tienen pocos años, carecen de experiencia; confían demasiado en la gente, son crédulos. Estimo que es mi obligación permanecer allí para cuidar de ellos.
—Para eso quiere usted ir allí, ¿eh? ¡Para cuidar de ellos! ¿No se puede desentender por completo de los asuntos criminales, mujer? ¿Ni siquiera de un crimen cometido en el pasado?
Miss Marple sonrió.
—Bueno, pero usted opina que unas semanas de estancia en Dillmouth supondrán un beneficio para mi salud, ¿verdad?
—Lo más probable es que representen su fin —replicó el doctor Haydock—. En fin, de todos modos no va a hacerme caso...
Camino de la casa que ocupaban unos amigos suyos, los Bantry, miss Marple se encontró con el coronel, que avanzaba con la escopeta en las manos, seguido por su perro. El hombre la saludó cordialmente.
—Me alegra el verla de nuevo por aquí. ¿Cómo está Londres?
Miss Marple contestó que Londres estaba bien. Su sobrino le había llevado a unas cuantas representaciones teatrales.
—Apuesto cualquier cosa a que no vio más que piezas dramáticas. ¡Lo que daría yo por ver una buena comedia musical!
Miss Marple le explicó que había asistido a la representación de una obra rusa muy interesante, si bien habíales parecido demasiado larga.
—¡Una obra rusa! —exclamó el coronel Bantry, despectivo.
Una vez, hallándose en un hospital, le habían dejado una novela de Dostoiewsky para que se entretuviera...
Informó a miss Marple que encontraría a Dolly en el jardín.
A la señora Bantry podía encontrársela siempre en el jardín. La jardinería constituía su pasión. Tenía como libros favoritos los catálogos de bulbos; su conversación se centraba siempre sobre las primaveras, los arbustos de flores y las novedades alpinas. Lo primero que vio miss Marple de su amiga fueron sus enormes caderas, cubiertas honestamente con una gran falda de tejido gris, de un gris bastante desvanecido.
Al oír unos pasos que se acercaban, la señora Bantry enderezó el cuerpo con unos cuantos crujidos de huesos y algunos parpadeos. Su pasatiempo predilecto hacía acentuado su reumatismo. Después, se pasó un pañuelo manchado de tierra por la sudorosa frente, saludando a la recién llegada.
—Me enteré de que habías vuelto, Jane —dijo—. ¿Qué te parecen mis espuelas de caballero? ¿Has visto las gencianas? Me han dado mucho quehacer, pero se desarrollan bien ya. Lo que necesitamos es que llueva un poco. Hace un tiempo muy seco... Esther me dijo que estabas enferma, en cama —Esther es la cocinera de la señora Bantry y su «oficial de enlace» con la población—. Me alegro de que no fuera cierto.
—Me sentía más cansada de la cuenta —notificó miss Marple—. El doctor Haydock opina que necesito un poco de aire marino. Me encuentro muy deprimida.
—No pensarás en irte de aquí ahora, ¿eh? —inquirió la señora Bantry—. Esta es la mejor época del año para el jardín. Tus setos habrán empezado a florecer.
—El doctor Haydock ha dicho que eso es lo más aconsejable en mi caso...
—Bueno, Haydock no es tan estúpido como otros médicos —admitió la señora Bantry, a regañadientes.
—Oye, Dolly: ¿qué fue de la cocinera que tuvisteis antes de Esther?
—¿Es qué necesitas una? No te referirás a aquella que bebía tanto...
—No. Pensaba en la que sabía hacer unas pastas deliciosas. Recuerdo que su marido trabajaba de mayordomo.
—¡Ah! Tú hablas de la «Ternera» —contestó la señora Bantry, identificando ahora a la mujer aludida—. Tenía una voz profunda y lúgubre, dando siempre la impresión de que de un momento a otro iba a echarse a llorar. Era una cocinera excelente. Su esposo era un tipo gordo, más bien perezoso. Arthur decía que se dedicaba a aguar el whisky. No sé... Es una pena que de una pareja de servidores sólo sea aprovechable siempre uno de los cónyuges. Uno de sus patrones anteriores les dejó algún dinero y entonces abrieron una casa de huéspedes en la costa del Sur.
—Me lo figuraba. ¿No fue eso en Dillmouth?
—Ciertamente. Viven en el número 14 de Sea Parade.
—Como el doctor Haydock me sugirió la costa para reponerme, pensé en ese lugar... ¿Se apellidaba él Saunders?
—Sí. Una idea excelente, Jane. No podía ocurrírsete nada mejor. La señora Saunders te atenderá bien y como estamos fuera de temporada no te cobrará mucho. La buena cocina y el aire del mar harán que te repongas en seguida.
—Gracias, Dolly —dijo miss Marple—. Espero que sea así.
—¿Dónde crees que estaba el cuerpo? ¿Aquí? —preguntó Giles.
Él y Gwenda se encontraban en aquel momento en el vestíbulo principal de «Hillside». Habían regresado la noche antes y Giles no cabía en sí de gozo. Estaba tan contento como un niño con zapatos nuevos.
—Más o menos —repuso Gwenda. Subió unos peldaños de la escalera, mirando hacia abajo, pensativa—. Sí, aproximadamente...
—Agáchate —le ordenó Giles—. Ten en cuenta que solamente tienes tres años.
Gwenda se agachó, obediente.
—¿No pudiste ver en realidad al hombre que pronunció las palabras?
—No recuerdo haberle visto. Debió de colocarse un poco más hacía ahí. Únicamente vi sus garras.
—Sus «garras» —repitió Giles, frunciendo el ceño.
—Eran garras, unas garras grises. No había nada humano en ellas.
—Un momento, Gwenda. No pienses ahora en «Los crímenes de la calle Morgan». Los hombres tienen manos.
—Pues él tenía garras.
Giles miró a su esposa, perplejo.
—Ese detalle habrá sido fruto posterior de tu imaginación.
Gwenda inquirió, lentamente.
—¿No crees tú en la posibilidad de que todo esto sea una fantasía más? He estado pensando en ello, Giles. Es más que probable que todo haya sido un sueño. Puede ser... Los niños tienen pesadillas así, que les asustan, que recuerdan una y otra vez. ¿Será esta la explicación que buscamos? Resulta que en Dillmouth no hay nadie que te hable de un crimen cometido en la localidad, de una muerte repentina, de una desaparición misteriosa o cualquier cosa extraña en relación con esta vivienda.
Giles hacía pensar ahora en un chiquillo, en un pequeño a quien de pronto le fuera arrebatado su juguete favorito.
—Supongo que pudo haber sido una pesadilla, en efecto —reconoció a disgusto.
Unos segundo después, su faz se iluminó.
—No, no es posible —dijo—. No lo creo. En sueños, pudiste ver un cadáver, las garras de un mono... Ahora bien, no pudiste soñar aquella cita de
La Duquesa de Malfi
.
—Quizá la oyera de labios de alguien, recordándola en sueños más tarde.
—Me figuro que no es natural eso en un niño. Quizá la escuchaste en unos momentos de gran tensión, y en ese caso volvemos a nuestro punto de partida... Un momento, un momento. Ya lo tengo. Lo que tú soñaste fueron las garras. Tú viste el cuerpo y oíste las palabras, asustándote mucho. Luego, sufriste una pesadilla en la que figuraban las garras de mono... Probablemente, a ti te daban miedo los monos.
Gwenda continuaba dudando.
—Ésa puede ser una explicación, supongo...
—Yo quisiera que recordaras algo más... Baja hasta aquí. Cierra los ojos. Piensa... ¿Recuerdas algún detalle?
—No. No se me viene nada nuevo a la cabeza, Giles... Cuanto más pienso en ello, más lejos lo veo todo. Quiero decir que empiezo a dudar, que empiezo a decirme que no vi nada realmente. Lo del teatro, lo de la otra noche, debió de ser un arranque transitorio, de tipo nervioso.
—No. Hubo algo. Miss Marple piensa como yo. ¿Qué hay sobre «Helen»? Tú has de recordar algo relativo a Helen, no tienes más remedio.
—No recuerdo nada, en absoluto. Sólo es un nombre.
—Puede no ser siquiera el que de verdad se corresponde con todo.
—No. El nombre era Helen.
Gwenda se mostró obstinada en este punto.
—Pues si tan segura estás de eso, forzosamente debes saber algo acerca de ella —razonó Giles—. ¿La conocías bien? ¿Vivía aquí? ¿Se hospedaba aquí, en todo caso?
Gwenda estaba comenzando a mostrarse nerviosa.
—Te he dicho que no sé nada.
Giles siguió por otro derrotero.
—¿Qué más eres capaz de recordar? ¿Te acuerdas de tu padre?
—En cierto modo. Teníamos una fotografía suya. Tía Alison solía decirme: «Ese es tu papá.» No lo recuerdo aquí, en esta casa...
—¿No te acuerdas de ningún criado, de ninguna institutriz?
—No, no. Cuando más me esfuerzo en recordar, más confuso lo veo todo. Las cosas que sé no se hallan a la vista, como lo de echar a andar automáticamente hacia aquella puerta. Yo no recordé que hubiera existido una puerta en la pared contigua al comedor. Tal vez, Giles, si no me forzaras mucho, irían surgiendo otros detalles. Así no lograremos nada. Han transcurrido muchos años.
—Algo acabaremos logrando... La misma miss Marple era de esta opinión.
—No aportó ninguna idea para facilitar nuestro camino —señaló Gwenda—. Y sin embargo, a juzgar por la expresión de sus ojos, tuve la impresión de que su mente albergaba más de una. Me pregunto qué camino habría seguido ella.
—Supongo que no diferiría mucho del nuestro —manifestó Giles, convencido—. Tenemos que dejar de formular especulaciones, Gwenda, para ordenarlo todo sistemáticamente. Ya hemos empezado... He echado un vistazo a los registros de defunciones de la parroquia. No figura ninguna «Helen» de la edad requerida entre ellas. Bueno, es que no hay una sola Helen dentro del período estudiado... Ellen Pugg, de noventa y cuatro años, es el nombre más aproximado. Debemos pensar ahora en el modo de abordar el asunto que pueda resultar más eficaz. Si tu padre, y evidentemente, tu madrastra, habitaron en esta misma casa, debieron comprarla, o tomarla en alquiler.
—Según Foster, el jardinero, aquí vivieron los Elworthy, y antes que éstos los Findeyson. Unos y otros precedieron a los Hengrave. No hubo nadie más.
—Puede ser que tu padre comprara la casa, viviendo en ella durante algún tiempo, para venderla más tarde. Pero yo estimo como más probable que la alquilara, amueblada, seguramente. En tal caso, valdría la pena ponernos en contacto con los agentes de la propiedad inmobiliaria.
Esto no suponía un complicado trabajo. Sólo había dos agentes en Dillmouth. Los señores Wikinson eran relativamente nuevos allí. Habían abierto su oficina once años atrás. Operaban principalmente con los pequeños
bungalows
y las casas de reciente construcción del extremo más alejado de la ciudad.
Los otros agentes, Galbraith y Penderley, eran los utilizados por Gwenda para la operación de compra de la vivienda. Al visitarlos, Giles los puso al tanto de su historia. Él y su esposa se hallaban encantados con «Hillside» y con Dillmouth, en general. La señora Reed acababa de descubrir que había vivido de pequeña realmente en Dillmouth. Recordaba algunas cosas de la población, y también de «Hillside», pero tenía sus dudas... ¿Podrían averiguar por sus registros ellos si la casa había sido alquilada a un comandante apellidado Halliday? Esto debía de haber ocurrido dieciocho o diecinueve años atrás...