Authors: Agatha Christie
El señor Penderley extendió las manos, en un expresivo gesto de excusa.
—No me es posible informarle, señor Reed. Nuestro registros no tienen tantos años, es decir, los referentes a alquileres de casas amuebladas o por cortos períodos de tiempo. Lamentamos no serle de utilidad, señor Reed. Hubiera podido ayudarle en este sentido el señor Narracott, un empleado nuestro de avanzada edad que falleció este invierno. Tenía una memoria magnífica. Perteneció a la firma por espacio de treinta años, casi.
—¿No hay ninguna otra persona en las mismas condiciones?
—Nuestros otros empleados son más bien jóvenes. Desde luego, podría recurrir al señor Galbraith. Se retiró hace varios años.
—¿Existe algún inconveniente en que me entreviste con él? —preguntó Gwenda.
—No sé, no sé... —El señor Penderley dudaba—. Sufrió un ataque cardíaco el año pasado. No es ya el hombre vivaracho, despejado, de antes. Ha cumplido ya los ochenta, ¿sabe?
—¿Vive en Dillmouth?
—¡Oh, sí! En «Calcutta Lodge». Es una bonita y pequeña propiedad situada en la carretera de Seaton. Sin embargo, no creo...
—Es un disparo al azar —dijo Giles a Gwenda—. Ahora, nunca se sabe... Nada de escribirle. Nos presentaremos allí. Nuestra gestión será personal.
«Calcutta Lodge» estaba rodeada por un cuidado jardín. El cuarto de estar en que fueron introducidos se caracterizaba también por el gran orden imperante en él, pero albergaba una cantidad excesiva de muebles. Los metales brillaban. Sus ventanas contaban con unas pesadas cortinas.
Una mujer de mediana edad, delgada, de recelosos ojos, se adentró en la estancia.
Giles explicó rápidamente el motivo de su visita. De la faz de miss Galbraith desapareció la expresión de desconfianza.
—Lo siento. Me parece que no voy a poder complacerles —respondió—. Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces.
—A veces, hay detalles insignificantes que se quedan grabados en la memoria de una manera indeleble.
—Bueno, por mí misma, naturalmente, nada puedo informarles. Nunca tuve nada que ver con el negocio. ¿El comandante Halliday, dijo usted? La verdad es que no recuerdo haber oído pronunciar tal apellido por aquí, dentro de Dillmouth.
—Pudiera ser que su padre sí lo recordara —propuso Gwenda.
—¿Mi padre? —miss Galbraith denegó con un movimiento de cabeza— Repara en muy pocas cosas actualmente y su memoria registra bastantes fallos.
Gwenda fijó los ojos, pensativa, en una mesita con adornos metálicos de bronce, poniendo la vista luego en una fila de elefantes de marfil que parecían desfilar por la repisa de la chimenea.
—Me figuré que él podría recordar algo porque mi padre vino aquí directamente desde la India. Esta casa se llama «Calcutta Lodge», ¿no?
—Sí —repuso miss Galbraith—. Mi padre estuvo en Calcuta durante algún tiempo. Tenía negocios allí. Luego llegó la guerra, y en 1920 ingresó en esta firma de Dillmouth. Su gusto hubiera sido volver a la India. Pero a mi madre no le agradaba la perspectiva de vivir fuera de su país. Por otro lado, el clima de la India no es saludable precisamente. Pues no sé... Quizá prefieran hablar con mi padre. No sé qué tal se encontrará hoy...
Miss Galbraith condujo a la pareja a una especie de estudio que quedaba en la parte posterior de la casa. Aquí vieron, acomodado en un gran sillón de cuero, a un anciano caballero con el labio superior cubierto por un frondoso bigote blanco, que recordaba al de las morsas. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado. Miró atentamente a Gwenda con un gesto de aprobación al hacer su hija las presentaciones.
—Mi memoria no es ya la de antes —manifestó con voz más débil—. ¿Halliday, ha dicho usted? No, no recuerdo este apellido. En Yorkshire, estando en el colegio, conocí a un chico... Pero, bueno, de eso hace ya más de setenta años...
—Creemos que alquiló «Hillside» —apuntó Giles.
—¿«Hillside»? ¿Era la casa llamada así entonces? —El único ojo del señor Galbraith que parecía estar dotado de movimiento se cerró y abrió varias veces—. Allí vivió Findeyson. Era una mujer magnífica.
—Es posible que mi padre alquilara la vivienda amueblada... Él acababa de llegar de la India.
—¿De la India, dice usted? Me acuerdo de un hombre... Era un oficial del ejército. Conocía al bribón de Mohamed Hassan, quien me engañó
con motivo de una operación de alfombras. Su esposa era joven... Tenían una pequeña.
—La pequeña era yo —repuso Gwenda, sin vacilar.
—¿Sí? ¡Válgame Dios! ¡Cómo pasa el tiempo! Bueno, ¿cómo se llamaba? Quería una vivienda amueblada... A la señora Findeyson le habían recomendado que pasara el invierno en Egipto o en otro país semejante. ¡Bah! ¡Tontería! Bueno, ¿cómo se apellidaba ese hombre?
—Halliday —dijo Gwenda.
—Cierto, querida... Halliday. El comandante Halliday. Un gran tipo. Su esposa era muy bella, muy joven, de rubios cabellos. Deseaba estar cerca de su familia... Sí, era muy linda.
—¿Quienes eran sus familiares?
—No tengo la menor idea. No, en absoluto. Usted no se parece a ella.
Gwenda estuvo a punto de responder: «Es que ella era tan sólo mi madrastra», pero no quiso complicar la cuestión. Inquirió a continuación:
—¿Cómo era concretamente?
De pronto, el señor Galbraith repuso:
—La vi preocupada. Tuve esa impresión. Pues sí, una gran persona el comandante. Se interesó por mí al saber que había estado en Calcuta. No era como esos sujetos que jamás han puesto los pies fuera de Inglaterra, tipos con una estrechez de miras extraordinaria. Yo sí que he visto mundo... ¿Cuál era el apellido de ese oficial del ejército que buscaba una casa amueblada?
El señor Galbraith era como un viejo gramófono con la aguja girando sobre un disco desgastado por el uso.
—«Santa Catalina». Eso es. Se quedó con «Santa Catalina»... seis guineas por semana... mientras la señora Findeyson estaba en Egipto. Murió allí, la pobre. La casa fue sacada a subasta... ¿Y quién la compró? Los Elworthy... Eran unas cuantas mujeres..., hermanas. Cambiaron el nombre. Decían que lo de «Santa Catalina» sonaba a católico romano. No querían nada con la Iglesia de Roma... Solían enviar folletos a todas partes. Eran mujeres muy simples. Se interesaban mucho por los negros, a los que remitían pantalones y biblias. Su empeño principal en la vida era la conversión de los paganos.
El anciano suspiró, echando la cabeza hacia atrás.
—Hace mucho tiempo de todo eso —declaró, con un esfuerzo—. No acierto a recordar bien los nombres. Un oficial de la India, un hombre muy agradable... Estoy fatigado, Gladys. Me vendría muy bien ahora una taza de té.
Giles y Gwenda le dieron las gracias por haberlos recibido, despidiéndose a continuación de su hija.
—Ha quedado probado, pues, que mi padre y yo estuvimos antes en «Hillside» —dijo Gwenda a Giles, fuera ya de la casa—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—He sido un estúpido —declaró Giles—. Hasta ahora no había pensado en Somerset House.
—¿Y qué es Somerset House? —inquirió Gwenda.
—Una oficina-registro de matrimonios. Buscaré en ella la anotación correspondiente al casamiento de tu padre. Según tu tía, él se unió inmediatamente a su segunda mujer en matrimonio nada más llegar a Inglaterra. ¿No lo comprendes, Gwenda? Esto debió ocurrírsenos antes: es perfectamente posible que «Helen» fuese una pariente de tu madrastra, una joven hermana, quizás. Una vez sepamos cuál era su apellido, daremos seguramente con alguien que se halle enterado de todo lo referente a «Hillside». Recuerda lo dicho por ese anciano: el matrimonio quería una casa en Dillmouth a fin de estar cerca de los familiares de la señora Halliday. Si su familia vive cerca de aquí, puede ser que lleguemos a algo concreto.
—Giles —repuso Gwenda—: creo que eres un hombre maravilloso.
En fin de cuentas, Giles estimó que no era necesario trasladarse a Londres. Aunque su enérgico carácter le impulsaba a ponerse en movimiento, intentando hacerlo todo por sí mismo, admitió que una indagación puramente rutinaria podía ser delegada.
Púsose al habla por teléfono con su oficina.
—¡Lo conseguí! —exclamó entusiasmado, al llegar la esperada réplica.
Del sobre extrajo una copia de un certificado de matrimonio.
—Aquí está, Gwenda: 7 de agosto, viernes. Registro de Kensington. Kelvin James Halliday y Helen Spenlove Kennedy...
Gwenda profirió una exclamación.
—¿Helen?
Intercambiaron una mirada.
Giles dijo, vacilante:
—Pero... No puede ser ella. Quiero decir que... Ellos se separaron, y ella se casó de nuevo... y huyó.
—Nosotros —especificó Gwenda— no sabemos que ella huyera...
Gwenda fijó la vista en el papel, donde figuraba aquel nombre escrito con toda claridad:
Helen Spenlove Kennedy
.
Helen...
Varios días más tarde, Gwenda avanzaba por la Explanada, azotada por un fuerte viento. De pronto, decidió detenerse junto a uno de los cobertizos de vidrio, que el ayuntamiento de la localidad, previsor, había instalado en aquel lugar para uso de los visitantes del mismo.
—¡Miss Marple! —exclamó, sorprendida, en cierto momento.
La dama que tenía delante era, en efecto, miss Marple, quien vestía un abrigo ligero ceñido al cuello por una bufanda.
—Desde luego, no me extraña tu gesto de sorpresa —dijo miss Marple, con viveza—. Mi médico me ordenó que pasara una temporada junto al mar y entonces me acordé de tu descripción de Dillmouth, por cuya razón decidí venir aquí. Los que fueron en otro tiempo cocinera y mayordomo de una amiga mía abrieron en esta población una casa de huéspedes. Esto contribuyó mucho a facilitar mi elección.
—Pero, ¿por qué no ha ido a vernos a casa? —inquirió Gwenda.
—Los viejos somos casi siempre una molestia, querida. A los jóvenes recién casados es preciso dejarlos solos —miss Marple sonrió ante el gesto de protesta de Gwenda—. Estoy segura, no obstante, de que me habrías recibido bien. ¿Cómo estáis? ¿Habéis hecho progresos con respecto a vuestro enigma?
—Seguimos una pista que nos parece buena —declaró Gwenda, sentándose junto a miss Marple.
Detalló las investigaciones por ella y Giles realizadas.
—Y ahora —dijo Gwenda para terminar— hemos puesto un anuncio en muchos periódicos, de la localidad y de fuera de aquí: en el
Times
y otros grandes diarios. Pedimos en él que cualquier persona que tenga o haya tenido conocimiento de la existencia de Helen Spenlove Halliday, Kennedy de soltera, haga el favor de ponerse en contacto, etcétera. Yo creo que recibiremos algunas contestaciones. ¿Opina usted igual, miss Marple?
—Sí, querida.
Miss Marple hablaba con el tono plácido en ella habitual, pero sus ojos revelaban cierta preocupación. Examinó fugazmente, de reojo, a la chica. Su aire decidido no parecía sincero. Gwenda, a juicio de miss Marple, estaba intranquila. Lo que el doctor Haydock había denominado «las implicaciones» comenzaban, quizás, a surtir sus efectos. Bueno, ya era demasiado tarde para retroceder...
Miss Marple dijo, afectuosa, como si se excusara:
—La verdad es que me inspira mucho interés este asunto. A lo largo de mi vida he tenido escasas ocasiones de vivir momentos de emoción. Supongo que no me juzgarás una entrometida si te pido que me tengas al corriente de vuestros progresos.
—Naturalmente que la tendré al corriente —replicó Gwenda, también cariñosa—. Lo sabrá todo. De no haber sido por usted andaría yo ahora de consulta en consulta, pidiendo a los médicos que me internaran en un manicomio. Déme sus señas aquí... La esperamos en casa para tomar el té con nosotros. Le enseñaremos la vivienda. Es preciso que conozca usted la escena del crimen, ¿no le parece?
Gwenda se echó a reír, pero había una leve nota de falsedad en su gesto.
Cuando la joven se hubo ido, miss Marple movió la cabeza lentamente, frunciendo el ceño.
Giles y Gwenda estaban pendientes del correo a diario. Todo lo que recibieron al principio fueron dos cartas de otras tantas agencias de detectives privados en las que se les comunicaba que se ponían a su disposición para emprender las investigaciones que les fueran confiadas, para cuya labor contaban con méritos y elementos suficientes.
—Ése es un último recurso —señaló Giles—, Siempre estamos a tiempo de proceder así. Y de recurrir a una agencia, habrá de ser una firma de primera clase, las cuales no se dedican precisamente a hacer propaganda por correo. Sin embargo, no sé qué podrían hacer esos detectives profesionales que nosotros no estemos ya haciendo.
Su optimismo (o amor propio) quedó justificado unos días después. Llegó a sus manos una carta de esas cuya escritura, algo ilegible, delata al tipo profesional clásico de nuestra sociedad.
Galls Hill - Woodleigh Bolton
Muy señor mío:
Contesto a su anuncio del Times para notificarle que soy hermano de Helen Spenlove Kennedy. Hace muchos años que perdí todo contacto con ella y me agradaría tener noticias suyas.
Suyo affmo. s.s.
James Kennedy.
Doctor en Medicina.
—Woodleigh Bolton —repitió Giles—. Esto no queda muy lejos. Woodleigh Camp es el sitio que la gente aficionada a las excursiones frecuenta. Queda por encima de la región de los pantanos, a unos cincuenta kilómetros de aquí. Escribiremos al doctor Kennedy, preguntándole si desea que vayamos a verle o prefiere visitarnos.
El doctor Kennedy les contestó diciéndoles que podría recibirles el miércoles siguiente. Este día, pues, se pusieron en marcha.
Woodleigh Bolton era una población de esparcidas casas, enclavadas en la falda de una colina. «Galls Hill» resultó ser la vivienda situada a mayor altura, en la vecindad de la cumbre del promontorio. Desde ella se dominaba Woodleigh Camp y la zona de los pantanos, a continuación de la cual estaba el mar.
—Es un lugar más bien sombrío —comentó Gwenda, con un estremecimiento.
De la casa podía decirse lo mismo. Evidentemente, el doctor Kennedy no se sentía muy atraído por las innovaciones de la época, ni por la calefacción central. La mujer que les abrió la puerta, de aire severo, se les antojó antipática. Les hizo pasar por un vestíbulo casi desnudo y entrar a continuación en un estudio. El doctor Kennedy se puso en pie para saludarlos. La estancia era larga y de elevado techo. En las paredes se alineaban unos estantes llenos casi por completo de libros, clasificados por géneros y autores.