Después guardó sus herramientas. Fue a casa para lavarse las manos y cambiarse de sombrero y salió a la calle. Tenía que ganar un poco de dinero para sus compras de la fiesta de cumpleaños.
Estuvo un rato trabajando con el Duende Azul, el zapatero. Cortó suelas, clavó tacones y ordenó el estante de los materiales. A cambio de su trabajo recibió dos monedas.
Luego, fue a casa de la Duenda Turquesa. Allí sacudió alfombras, limpió cristales y abrillantó los bronces de las puertas. Ganó tres monedas.
Más tarde, fue a casa del abuelo Añil. Acarreó leña, barrió el jardín, bañó al perro y fue a la compra. En pago recibió cinco monedas.
Volvió a casa rendido, pero feliz.
Las monedas le cantaban en el bolsillo y el corazón le tintineaba dentro del pecho. ¡Qué fiesta de cumpleaños iba a organizar!
Cenó una ensalada con huevos duros; dos manzanas y un vaso de leche. Y casi no se enteró de a qué sabía cada cosa: ¡estaba tan ocupado pensando en los preparativos…! Tendría que haber bocadillos de, al menos, cinco rellenos distintos. Bollos de cuatro clases, tortitas de tres colores. Una tarta de siete pisos y siete gustos. Bebidas muy dulces, menos dulces, dulces solamente, y amargas; porque no a todo el mundo le gustan los mismos sabores. Mantel calado, velas, adornos, flores… ¡ah!, y tarjetas rojas para las invitaciones.
Y ésta fue la segunda noche que Rayas se fue a dormir con la cabeza llena de cosas maravillosas.
Y hubo una tercera noche y una cuarta noche…
¡Y amaneció el gran día!
Rayas pasó la mañana atareadísimo preparándolo todo. La casa resplandecía, el jardín resplandecía, la mesa resplandecía y Rayas resplandecía. Ya sé que a primera vista puede parecer que es mucho resplandor, pero es que era exactamente así y no se puede describir de otra manera.
La fiesta resultó espléndida. Rayas estaba guapísimo con su traje nuevo y todos los invitados le trajeron regalos fantásticos. Algunos no sabía ni para qué servían y por eso le parecieron todavía más fantásticos, naturalmente.
La tía Púrpura ayudó a servir la merienda y todo el mundo opinó que las cosas estaban tan deliciosas que nada hubiera podido estar mejor.
Y en el momento de los brindis, los invitados dijeron frases preciosas:
—¡Que vivas setecientos años!
—¡Y que nos invites entonces a otra fiesta tan estupenda como ésta!
—¡Y que…!
—Bueno, creo que ha llegado el momento de que alguien te hable con sentido común —dijo tía Púrpura interrumpiendo los brindis y las risas.
Todos los invitados se callaron de repente. ¡Sentido común en una fiesta de cumpleaños! ¡Eso solamente se le podía ocurrir a tía Púrpura!
—Muchacho, setenta años es una edad muy seria. Se supone que al alcanzar estos años has llegado a la edad de la razón y empiezas a ser una persona responsable. Desde ahora en adelante ya no te puedes consentir ciertas niñerías que hasta ahora han podido tener gracia porque eras un chiquillo… Eso de vestirte de colores, por ejemplo. Ya sé que no lo elegiste tú; que eso fue algo que te enseñó tu abuela Arco Iris que, por otra parte, era una excelente duenda, pero que tenía un carácter muy especial y algunas ocurrencias un tanto extravagantes. Y al decidirte por un color determinado deberás, naturalmente, limitarte a una única actividad duendil. Todos esperamos que no vuelvas a repetir eso de actuar ahora como un Duende Verde y dentro de un rato como un Duende Gris… Esto es algo que debe terminar ahora mismo.
Rayas estaba tan asombrado de lo que estaba oyendo, que se le olvidó respirar. Y, de repente, sintió que se ahogaba y tuvo que tomar aire con todas sus fuerzas. Dio un gran suspiro y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Miró a su alrededor para estudiar los gestos de sus invitados y le pareció que todos le miraban desacostumbradamente serios y que todos estaban muy de acuerdo con lo que acababa de decirle tía Púrpura.
Rayas volvió a suspirar hondo y parpadeó muy deprisa para que se le secasen las lágrimas.
«¡No les gusto, no les gusto!», pensó.
El abuelo Añil vino a ponerle una mano sobre el hombro:
—Deberías hacer un viaje, muchacho. No hay nada como vivir en otros ambientes, oír otras opiniones y compararse con otras gentes para llegar a conocerse uno mismo. Si yo fuera tú, me iría por ahí a ver mundo…
«¡Quieren que me vaya!», pensó Rayas.
Rayas sintió frío de repente. Era como si se hubiera tragado un pedazote enorme de helado y lo tuviera allí, sobre el estómago.
Luego lo pensó mejor y se asombró mucho de lo que había oído. Y cuando volvió a pensarlo se asustó bastante: ¡dejar su casa, sus amigos! ¡Irse solo por el mundo…!
Los invitados seguían mirándole cariñosamente serios.
Rayas lo pensó mejor todavía y empezó a encontrarle gusto a la idea: salir de la rutina diaria, ver cosas nuevas, gentes distintas; podría curiosear, aprender, preguntar…
—Me iré; viajaré para conocerme mejor. En cuanto termine la fiesta haré el equipaje —decidió.
Y la fiesta acabó muy pronto, porque se habían terminado los bocadillos, los bollos, las tortitas, el chocolate, la naranjada, la tarta y la cerveza. También se habían terminado los temas de conversación, porque la gente había charlado sin parar desde que llegó y ahora ya nadie era capaz de pensar en otra cosa que no fuera el viaje de Rayas.
En cuanto el último invitado se hubo despedido, Rayas subió a su cuarto y preparó su zurrón de viaje: calcetines, camisas, un jersey, un lápiz de dos colores y un cuaderno de apuntar cosas, galletas saladas, tortas dulces y una botella de limonada.
Preparó su traje de viajar y su capa con capucha. Y, tan pronto como todo estuvo dispuesto, se sentó en su sillón para pensar con toda comodidad en si se habría olvidado de meter en el zurrón algo verdaderamente importante. En seguida cerró los ojos para reflexionar mejor, y… se quedó dormido.
En cuanto se despertó, después de una buena siesta, emprendió el camino.
L CABO de un rato de marcha, llegó a un bosque de árboles enormes.
—¿Qué sois?
—Somos abetos.
—Yo me llamo Rayas y soy un duende.
—Eres un duende muy pequeño.
—Sí, soy un duende muy pequeño.
Rayas sacó su cuaderno de apuntar cosas y se sentó en el suelo. Escribió lo que acababa de aprender para que no se le olvidara. Y, al terminar, vio allí, junto a él, tres hormigas que acarreaban un granito de avena.
—¡Eh, cuidado! ¡No te muevas, que puedes aplastarnos!
—Perdón, no os había visto, ¡sois tan pequeñas!
—¡No somos pequeñas, somos hormigas! Lo que ocurre es que tú eres un gigantón…
—Sí, claro, lo siento —se disculpó Rayas, y escribió otro poco en su cuaderno.
Luego siguió andando y llegó a un río. Era muy ancho y no había un puente para cruzarlo; así que se detuvo un rato junto a la corriente pensando cómo se las iba a ingeniar para pasar al otro lado. El río le habló:
—Yo no me detengo nunca. ¿No te da vergüenza estar ahí parado tanto rato sin hacer nada? Me pareces un perezoso.
—Pues… es que estaba pensando —explicó Rayas, y para hacer algo, sacó su cuaderno y apuntó.
Después se puso a recorrer el curso del río corriente arriba. No encontró un puente, así que empezó a remover piedras bien grandes y las echó en el río, una tras otra, hasta que construyó un paso. Estaba sudando y jadeaba cuando terminó.
—Eres muy trabajador —comentó una grulla que estaba metida en el agua y se sostenía con una sola pata, mientras se tragaba todas las ranas que se ponían a su alcance.
Rayas escuchó a la grulla con mucha atención y tomó buena nota de lo que le había dicho.
Cruzó la corriente del río y anduvo por el senderillo que ascendía por la ladera de una colina.
—¿A dónde vas tan deprisa? —le preguntó una voz.
—¿Quién eres?
—Soy un caracol.
—Yo soy Rayas, un duende.
—Eres un duende muy veloz.
—¡Caramba, no lo sabía!
—Te lo digo yo que soy un viejo caracol sabio.
—Muchas gracias.
Rayas siguió andando a buen paso hasta que llegó a la cima de la colina. Un relámpago negro cruzó por su lado. El milano se había lanzado en picado para atrapar un conejo.
—¿Quién eres? —preguntó el milano a punto de remontarse a los aires con el conejo entre las garras.
—Soy Rayas, el duende.
—Eres la criatura más lenta que he visto en mi vida. Te he estado observando desde allá arriba. Has tardado cien eternidades en trepar hasta aquí. Hubiera podido atraparte mil veces, si hubiera querido, pero no sé si eres comestible. Nunca he probado duendes.
—Pues yo… yo creo que no… no debo de ser muy… muy bueno para milanos, la… la verdad —tartamudeó Rayas, y se apresuró a refugiarse entre los matorrales más próximos.
Estaba cansado después de la ascensión a la colina y había terminado de dejarle sin aliento el susto que el milano acababa de darle. Así que se sentó en el suelo y se recostó contra un matorral de retama. La retama cedió y Rayas se cayó de espaldas.
—¡Eres muy pesado! —se quejó la retama.
Cobijado en el matorral de retama estaba durmiendo la siesta un erizo. Rayas se pinchó en la espalda con sus púas, dio un respingo y salió disparado hacia adelante.
El erizo se maravilló:
—¡Cáscaras! ¡Qué ligero eres!
Rayas se acarició la parte dañada y fue a sentarse un poco más allá, sobre un lugar tapizado de suave musgo. Estaba serio y pensativo, que es como generalmente está casi todo aquel que se acaba de sentar sobre un erizo y que sabe, además, que ha hecho bastante el ridículo delante de testigos.
—Es un duende muy aburrido —criticaron dos abubillas en lo alto de una rama.
Rayas se sintió ofendido por el comentario; así que agarró una nuez que había en el suelo y se la tiró a las abubillas. Como estaba muy enfadado y había tirado sin casi fijarse, le falló la puntería. La nuez no dio a las abubillas, sino que rebotó en la rama en que estaban posadas. Las aves escaparon dando aletazos indignados. La nuez, después de chocar contra la rama, volvió de rebote hacia Rayas y le pegó un buen golpe en la frente.
—¡Eres muy divertido! ¡Qué bien lo has hecho! ¡¡¡Hazlo otra vez, por favor!!! —aclamaron las ardillas que correteaban por las ramas del árbol.
Rayas sintió que la vergüenza y la rabia se le subían a la cabeza: le ardían las mejillas y le parecía sentir que le chisporroteaban las puntas de las orejas. Miró con ojos de fuego a las ardillas, pero las vio danzar en tales cabriolas locas y hacerle gestos tan disparatadamente divertidos que, a pesar de lo que le dolía la frente y de lo que le escocía el amor propio, acabó riéndose con ellas.
Luego sacó su cuaderno y apuntó.
Y, antes de que le hubiera dado tiempo a guardar el lápiz, una culebra asomó la cabeza entre dos piedras:
—¡Essstásss gordísssimo…! —silbó.
—Sí, sí… tienes razón —se apresuró a contestar Rayas, que sabía que con ciertas gentes es mejor no entrar en tratos y mantenerse siempre a una prudente distancia.
Y se marchó a través del prado.
Las vacas le vieron pasar cerca de ellas, y sin dejar de masticar hierba, hablaron entre ellas:
—¡Qué pobre ser más flacucho! ¿No es cierto que nos abochornaría tener en la familia alguien con ese aspecto?
Rayas empezaba a estar bastante confundido.
Se tumbó sobre la hierba del prado para pensar con tranquilidad.
—¡Eres cortísimo! —le comunicó una cuerda que estaba extendida a su lado.
—¡Qué largo eres! —exclamó al cabo de un rato la mariquita que había recorrido su cuerpo desde los pies hasta la frente.
Un enorme ciervo vino hasta Rayas y apoyó sus cuernos sobre la tripa del duende para saludarle.
—¡Eres muy blandito! —se burló.
Rayas se incorporó para mirar al ciervo de frente y una racha de aire arrastró a una mariposa contra su cabeza.
—¡Eres durísimo! ¡Creo que me he roto en pedazos al chocar contra ti! —se fue gimoteando la mariposa.
Rayas se volvió para buscar el zurrón y sacar otra vez su cuaderno de apuntar cosas. Y no encontró el zurrón porque el ciervo se lo había llevado enganchado en la cornamenta.
—¡Ciervo, eh, ciervo…! ¡Espérame, que te has llevado mi zurrón!
Rayas echó a correr detrás del ciervo, pero el animal era mucho más veloz.
—Conque te atreves a hacer una carrera conmigo, ¿eh…? —bromeó el ciervo.