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Authors: María Puncel

Tags: #Infantil y juvenil

Un duende a rayas (4 page)

BOOK: Un duende a rayas
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Seguro que ninguna de ellas ha tenido jamás ocasión de hacer nada tan perverso… Soy una bruja lista… ¡Je, je, je…! Soy una bruja muy lista y con mucha suerte…

La bruja lanzó tres espantosas y escalofriantes carcajadas. Luego, montó de nuevo en su escoba, agarró la envoltura por una punta y se alejó volando por los aires.

El búho, que había presenciado la escena desde la rama más alta de su roble favorito, se quedó helado de espanto y todas las plumas de la cabeza se le erizaron de pena y de compasión.

En cuanto la bruja desapareció, los helechos y los hongos se apresuraron a inclinarse sobre el desdichado duendecillo. No, no estaba muerto. Estaba solamente ennegrecido, tembloroso y deformado.

Las plantas se apretaron contra él para tratar de abrigarle y protegerle, pero claro, no era lo mismo. Unos helechos y unos hongos, por muy buena voluntad que pongan en su acción, resultan siempre fríos y húmedos y muy, muy diferentes de la envoltura que un duendecillo necesita para desarrollarse completamente bien.

El duendecillo sobrevivió a los malos tratos a que la bruja le había sometido, pero ya antes de que hubiera crecido lo suficiente como para poder ponerse en pie, se podía ver, sin ningún lugar a dudas, que el nuevo ser se había convertido, sin remedio, en un Duende Negro Arrugado.

El búho sobrevoló la comarca y llevó la terrible noticia a sus buenos amigos los duendes. Y todos sufrieron un tremendo disgusto y se llenaron de temor. ¡Hacía muchos siglos que en aquella región no ocurría una desgracia semejante!

—¿Qué podemos hacer? —preguntó tía Púrpura, preocupadísima.

—De momento, nada. Esperar y vigilar —le contestó el abuelo Añil.

El buen viejo quería aparentar serenidad para tranquilizar a los demás, aunque también él estaba muy intranquilo.

Y encargó al búho que volviera a su puesto de observación y que avisase de todo cuanto ocurriese.

El búho volvió a su roble y vigiló noche tras noche el diminuto bulto oscuro que iba aumentando de tamaño lentamente.

2

NA MAÑANA, entre la neblina del amanecer, pudo ver cómo el nuevo Duende Negro Arrugado empezaba a moverse: se estiraba, bostezaba, rodaba por el suelo y, por fin, trabajosamente, se incorporaba y se ponía en pie…

Las plantas que le rodeaban se enderezaron para dejarle más espacio y también para poder contemplarle mejor.

En cuanto se puso en pie, Arrugado abrió los ojos, frunció el entrecejo y lanzó una terrible, amenazadora y rencorosa mirada a su alrededor. Los helechos y los hongos sintieron como un soplo helado al recibir aquella mirada y temblaron hasta las raíces.

El duende empezó a caminar. Al principio muy torpemente: se enredaba en sus propios pies, se balanceaba hacia los lados, parecía que iba a perder el equilibrio… Luego, fue ganando seguridad con la práctica y avanzó por el camino del bosque.

El búho, volando silenciosamente, como sólo las aves de su especie saben hacerlo, le siguió para observar su comportamiento. Y los más graves temores del sabio búho y de sus amigos los duendes se confirmaron.

Arrugado avanzaba por el senderillo, mirándolo todo con un aire tan ceñudo, tan rabioso, tan encorajinado, tan terriblemente amenazador… ¡Tenía un aspecto horrible! Se adivinaba fácilmente su intención de fastidiar, y de fastidiar nada más que por eso, por fastidiar…

Arrugado marchó un poco más por el senderillo del bosque y llegó al borde del lago. Allí se agazapó junto a la orilla para beber. Al hacerlo, se contempló en el agua sin querer. Y se vio tan feo, tan espantosamente feo, que dedicó a su propia imagen una horrible mueca.

El sapo, que croaba alegremente entre los juncos, le descubrió en aquel preciso momento y se llevó tal susto que saltó violentamente de costado. Fue a estrellarse contra el tronco de un sauce y se dio un tremendo golpazo en la cabeza que le hizo caer medio atontado entre las altas hierbas que crecían junto al agua.

Arrugado le vio caer y le miró furioso.

¡Aquel Duende Negro Arrugado ni siquiera se divertía fastidiando! Todo lo contrario, fastidiando se sentía fastidiado, y, al fastidiarse, se arrugaba y se ennegrecía cada vez más y se volvía más espantosamente feo.

Al búho le pareció comprender que aquél era un Duende Negro Arrugado de la peor especie. La verdad es que él no había visto antes a ningún otro duende de esta clase, pero temió que éste fuera el más negro y más arrugado que hubiera existido jamás. Y que su presencia atrajera sobre la comarca la mayor de las desgracias. Y le siguió observando lleno de la mayor preocupación.

Y vio que, bien escondido entre las ramas de un arbusto, estaba el nido de los mirlos. La mirla, que empollaba sus huevos, había oído el ruido del golpe que el sapo se había dado contra el sauce. Se asomó al borde del nido para tratar de averiguar qué había ocurrido.

—¿Qué te ha pasado, amigo sapo? Te has dado un golpe tremendo, ¿verdad?

El sapo, que estaba todavía bastante mareado, solamente tuvo fuerzas para señalar hacia el sitio en que estaba Arrugado.

—¡Huuuyyy…! —silbó la mirla espantada al verle.

Y se cayó de golpe, sentada sobre el nido, porque las patas le temblaron de pavor. ¡Plaf…! Dos huevos, de los cinco que incubaba la hembra, quedaron despachurrados.

—¡Ay, qué mala suerte! ¡¡¡Qué terrible y espantosa mala suerte!!! —se lamentó la desdichada mirla.

El sapo pensó lo mismo mientras se acariciaba con todo cuidado el chichón que empezaba a hinchársele en la frente.

Arrugado miró a los dos indignado y se alejó de allí gruñendo furiosamente. Y en el entrecejo se le marcó todavía una arruga más.

Por el camino del pueblo se oía el chirrido de las ruedas de una carreta. El tío Juan acarreaba una carga de leña y marchaba contento, canturreando entre dientes mientras guiaba sus bueyes.

De repente, y justo en el momento en que Arrugado pasaba cerca de la carreta, el chirrido de las ruedas cesó y un tremendo chasquido quebró el tranquilo silencio del bosque: el eje de las ruedas delanteras de la carreta se acababa de partir en dos.

—¡Pero cómo ha podido ocurrirme esto! ¡Si los dos ejes estaban nuevos…! ¡Si son de la mejor madera de roble…! —se desesperaba el tío Juan tirándose de los pelos.

Arrugado le dedicó una mirada feroz y continuó su camino.

Pasó cerca de la casita de la abuela Rosalía, que se ganaba la vida bordando manteles.

La pobre señora vio cómo, sin que nadie la tocase, su caja de costura se volcaba. Hilos, botones, agujas, alfileres… todo el contenido se desparramó por el suelo.

El dedal rodó y rodó hasta deslizarse debajo de la cómoda y allí, en el rincón más oculto de la sala, se coló en el agujero del ratón y desapareció en las profundidades.

La abuela Rosalía recogió trabajosamente todos los enseres de costura, quejándose y resoplando cada poco porque ya era bastante mayor y le dolían la cintura y las rodillas a causa del reúma.

Cuando se dio cuenta de que le faltaba su querido dedal de plata se llevó un disgusto atroz. Lo buscó y lo rebuscó hasta que ya no pudo más. Y cuando ya estaba tan cansada que le faltaba el aliento, se sentó en su mecedora y rompió a llorar desconsoladamente.

—¡Mi dedal de plata! ¡Mi precioso dedal de plata! ¡Ya no podré coser sin él! ¡Ningún bordado me saldrá tan bien como antes si no tengo ese dedal con el que he trabajado toda mi vida!

Y lloraba y lloraba sin poder contenerse.

Arrugado la miró lleno de rabia y siguió su camino.

Entró en el pueblo y pasó por delante de la pastelería.

Todos los bollos que estaban en el horno en ese momento empezaron a quemarse y un penetrante olor a chamusquina llenó la calle.

Julián, el pastelero, se apresuró a sacar las bandejas del horno: los bollos estaban convertidos en carbones.

La mujer del pastelero se quejaba.

—¿Qué ha podido pasar? ¡Si acabábamos de meter los bollos en el horno! ¡Jamás en los treinta años que llevamos de pasteleros nos había ocurrido nada semejante!

Arrugado torció la boca en un gesto de asco y se alejó calle adelante.

Se movía como una sombra entre la niebla de la mañana y nadie había podido verle todavía.

Se detuvo unos segundos ante el taller de Marta y Pedro, los tejedores. Le habían llamado la atención los brillantes colores de las madejas de lana recién teñidas y puestas a secar bajo el porche. Y en el mismo momento se oyeron los gritos asustados de Marta:

—¡Pedro, Pedro, mira lo que ha ocurrido! ¡Los hilos del telar se han enredado solos, sin que nadie los tocara! ¡Qué desastre! ¡Nos va a costar horas y horas de trabajo volver a colocarlos en orden para poder continuar el tejido!

Arrugado hizo un visaje monstruoso, y tres surcos más se le marcaron debajo de la boca.

Siguió caminando. Quería encontrar un buen sitio en el que instalarse. El pueblo no le había gustado nada. Deseaba un lugar tranquilo. Así que decidió seguir buscando.

Se dirigió hacia las afueras, al otro lado del pueblo.

Pasó cerca de la Escuela. Casi al mismo tiempo las minas de todos los lápices de la clase de la señorita Alicia se partieron.

—¡No podemos seguir haciendo las divisiones! ¡Nuestros lápices no tienen punta! —dijeron los niños, todos a la vez.

Yla profesora exclamó:

—¡Qué cosa más extraña! —pero no quiso que los niños se pusieran a sacar punta a sus lápices y decidió que dejasen las cuentas para el día siguiente y se dedicasen ahora a estudiar historia.

—¡Imbéciles! —exclamó Arrugado.

Y salió del pueblo.

Al otro lado del arroyo, sobre la colina, vio los tejados rojos de la granja. En seguida le pareció que aquél era un sitio que le iba a gustar y hacia allí se encaminó todo lo deprisa que sus rugosas y torcidas piernecillas se lo permitían.

Cruzó el huerto, atravesó el corral, pasó ante el establo, entró en el jardincillo, se coló en la cocina y luego, por la puerta de atrás, salió para ir hasta el otro lado del patio.

Alcanzó la escalera exterior y trepó hasta el henar.

Le agradó muchísimo aquel sitio lleno de heno seco y perfumado. Lo encontró cómodo, silencioso y acogedor. Se tumbó sobre la mullida hierba, lanzó un par de gruñidos enfurruñados y se quedó dormido.

Y en todo el recorrido que había hecho a través de los terrenos de la granja, fue dejando detrás un rastro de calamidades: en el huerto se cayeron al suelo un montón de manzanas que todavía no estaban maduras del todo. En el corral se abrió un boquete en la valla y varios pollos se escaparon, con gran alboroto de las gallinas madres, que no pudieron seguirles porque no cabían por el pequeño agujero. Los tres cubos de leche recién ordeñada que había en el establo se agriaron. Todas las margaritas que crecían en el jardincillo se troncharon. En la cocina, el azucarero saltó del vasar y se hizo mil pedazos al estrellarse contra el suelo…

Cuando Teresa y Jacobo, los granjeros, vieron los desastres que les estaban ocurriendo, comprendieron en seguida que aquello no eran solamente desgraciadas casualidades. Aquello era, con toda seguridad, algo más terrible. Así que llamaron a sus hijos, Catalina y Juan, y los cuatro juntos se fueron al pueblo para hablar con los otros vecinos.

Allí, casi todos tenían alguna calamidad que contar:

—A mi carreta se le ha…

—Pues yo he perdido mi…

—A nosotros se nos han enredado los…

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