—Toda la hornada de bollos se ha…
—En la Escuela los lápices se nos…
Hablaron y hablaron durante más de media mañana.
Los más ancianos trataron de recordar viejas historias y, al final, llegaron todos a una tristísima conclusión:
—Un Duende Negro Arrugado ha debido de pasar por el pueblo…
—¡Y eso no es lo peor! —se lamentó Teresa—. Lo más horrible de todo es que en nuestra granja no ha ocurrido una sola y única calamidad… ¡Los desastres se han sucedido unos detrás de otros…!
—Eso quiere decir que el Duende Negro Arrugado se ha quedado a vivir con vosotros —se compadeció el abuelo Alberto, que tenía más de cien años y sabía de duendes casi todo lo que se puede saber.
—¿Y qué vamos a poder hacer para librarnos de esta desgracia?
—Nada. No se puede hacer nada.
Teresa escondió la cara en el delantal y sollozó ruidosamente. Jacobo le pasó el brazo por los hombros y trató inútilmente de consolarla. Juan apretó los puños y los dientes; deseó con todas sus fuerzas poder atrapar al duende aquel para darle una buena paliza.
Catalina se limitó a cerrar los ojos para poder pensar mejor… aunque la verdad es que, así, de pronto, no se le ocurrió ninguna buena idea.
—¡Algo se debería poder hacer! —estalló Juan, furioso.
—Nada, hijo, no se puede hacer nada —trató de apaciguarlo el abuelo Alberto—. Aguantar y esperar. Quizá el duende se canse de vuestra casa y…
—¿Y si no se cansa?
—Entonces aguantaremos en la casa mientras haya algo que comer —le dijo su padre—. Luego, reuniremos nuestras cosas y nos iremos lejos…
—¡Pero es nuestra casa! ¡Ese duende no puede…!
—Ahora nuestra casa es suya y puede disponer de ella como mejor guste.
—Si vosotros os vais de la granja, el Duende Negro Arrugado se mudará a cualquiera de las nuestras y entonces…
—Entonces, la historia volverá a empezar y otra familia se verá en la ruina —opinó el abuelo Alberto.
El miedo, un miedo terrible y angustioso se apoderó del corazón de todos los habitantes del pueblo. Cada uno temió por sí mismo y por su familia. Y como estaban llenos de terror a causa del Duende Negro Arrugado, que en cualquier momento podía hacerles daño, empezaron a odiarle con todas sus fuerzas.
Y el odio es algo verdaderamente dañino. No se ve, pero se siente de una manera profunda y poderosa. Y tan profundo y poderoso fue el odio que las gentes del pueblo dedicaron al duende que dormía en el henar, que Arrugado empezó a sentirse muy mal. Gemía y se retorcía en su sueño y se volvía cada vez más negro y más arrugado.
Y las gentes del pueblo seguían hablando:
—La región se despoblará.
—Solamente los duendes podrán habitar aquí.
—Los duendes son malos…
—Sí, son malos.
—Disfrutan haciéndonos daño.
—Eso es. Les gusta vernos desgraciados…
—Son criaturas malvadas que se divierten con nuestras desdichas…
Y los habitantes del pueblo, llenos de pavoroso recelo, se retiraron a sus casas, cerraron puertas y ventanas con llaves, cerrojos, pestillos y candados y se entregaron a sus más tristes y desconsolados pensamientos.
Los padres y las madres no hablaban y no trabajaban, los mozos y las mozas no cantaban y tampoco trabajaban, los niños y las niñas no jugaban y, a ratos, lloraban asustados al mirar las caras serias de los mayores.
Los duendes se enteraron en seguida de lo que estaba sucediendo, y, claro, no les gustó absolutamente nada.
El abuelo Añil convocó inmediatamente una reunión general extraordinaria.
En cuanto empezó a oscurecer, comenzó la asamblea.
—La situación es grave —explicó el abuelo Añil—. Hay que hacer algo y hay que hacerlo pronto. ¿Cómo vamos a poder seguir viviendo en las proximidades de unas gentes que nos odian?
—¡Nosotros no somos como los Duendes Negros Arrugados!
—¡Claro que no!, pero ahora, por culpa de este Arrugado, las gentes han empezado a tenernos miedo a nosotros.
—Y porque nos temen, nos odian.
—Nunca nos habían odiado antes los humanos.
—Es que nosotros nunca habíamos hecho nada que les hiciese sentir miedo de verdad. Ellos saben muy bien que lo que a nosotros nos gusta es jugar…
—Arrugado no juega, hace cosas horribles.
—¡Y ni siquiera se divierte con nada de lo que hace!
—Y por eso tampoco se pueden divertir nada los humanos con las faenas que les hace…
—Arrugado no hace bromas, comete maldades…
—Lo que él hace es completamente distinto de lo que nosotros hacemos.
—Cierto, completamente distinto.
—Y por su causa los humanos tienen ahora razón para temernos y odiarnos a nosotros…
—Hay que hacer algo.
—Sí, hay que hacer algo, pero ¿qué se puede hacer?
—Nada.
—No se puede hacer nada. Los Duendes Negros Arrugados son una desgracia para todo el mundo porque son una desgracia para ellos mismos. Son así y no hay nada que pueda hacerlos cambiar.
En este momento de la conversación, el búho, que había estado escuchando desde la rama baja de un nogal, creyó que le había llegado el momento de intervenir. Miró con toda la fijeza e intensidad de sus ojos redondos al abuelo Añil y tosió discretamente:
—¡Ejem, ejem, ejem…!
El anciano duende le comprendió perfectamente:
—Adelante, amigo búho. Dinos cuál es tu opinión sobre todo este asunto.
—Pues… ¡ejem! Veréis… habéis dicho que nada se puede hacer cuando un verdadero Duende Negro Arrugado aparece… Seguramente tenéis toda la razón al hablar así porque vosotros sabéis de eso mucho más que yo… Y, sin embargo, y aquí está el problema, se me ocurre pensar que quizás éste no sea un verdadero Duende Negro Arrugado… y si no lo es, en ese caso… quizá sí sea posible hacer algo… He pensado mucho sobre ello y he llegado a la conclusión de que estoy casi seguro de que sin la malvada intervención de la bruja Vitriopirola lo más probable es que ese duende hubiera llegado a ser un duende normal: un Duende Rojo, un Duende Verde, un Duende Azul, o hasta un Duende a Rayas…
Todos los duendes de la asamblea escuchaban llenos de atención las palabras del sabio búho.
—Es una teoría muy inteligente —murmuró el abuelo Añil.
—O sea que tú, amigo búho, opinas que es un Duende Negro Arrugado nada más que porque la bruja lo maltrató —quiso puntualizar Rayas, muy interesado por este detalle.
—Querido Rayas, yo lo único que me atrevo a sugerir es que es muy posible que, a causa de la malvada actuación de la bruja, el pobre duende haya resultado… lo que es… —quiso concretar el búho.
—La verdad es que no sabemos mucho acerca de por qué aparece de cuando en cuando un duende de esos… —volvió a hablar el abuelo Añil para él solo.
—No, no sabemos apenas nada sobre eso —confirmó tía Púrpura.
—Yo lo que digo —intervino Gris— es que es un duende muy jovencito. Apenas tiene un día de vida… Es muy posible que, después de todo, no fuera tan difícil librarnos de él.
—¡Eso! ¿Y si intentásemos entre todos hacer algo para obligarle a que se fuera? —se entusiasmó Rayas, siempre tan emprendedor.
—Nunca jamás se ha oído contar que un Duende Negro Arrugado hubiera podido ser obligado a salir de un lugar que le gustase —dijo tía
Púrpura moviendo la cabeza, llena de dudas.
—Bueno, tampoco hemos oído contar nunca que todos los duendes de una región se hubieran puesto a trabajar juntos para conseguir que un Arrugado se largase de un lugar, ¿no? —replicó Rayas.
—¡Claro, claro, eso es muy cierto! —asintieron varios duendes a la vez.
Y todos siguieron deliberando durante largo rato con las cabezas muy juntas. Hablaron y hablaron y hablaron; cada uno expuso las mejores ideas que se le iban ocurriendo. Y, poco antes de la medianoche, Rayas exclamó de pronto:
—¡Ya está! ¡Creo que ya lo tengo!
—¿Sabes ya lo que hay que hacer para librarnos de Arrugado?
—¿Para que se vaya de aquí y no vuelva jamás?
—Creo que tengo una idea mejor.
—¿Algo mejor que librarnos de él y perderle de vista para siempre? —preguntó tía Púrpura incrédula.
Rayas habló con sus amigos durante un largo rato. Les expuso sus planes, se discutieron los detalles, se distribuyeron las tareas y todos quedaron de acuerdo en el trabajo que le iba a corresponder a cada uno. Iban a hacer todos un esfuerzo duro y complicado, pero estaban seguros de que merecía la pena porque el resultado podía ser magnífico.
La asamblea de duendes se dispersó y cada uno de ellos marchó para hacerse cargo de la tarea que le había sido encomendada.
Rayas comprendió que debía reservar para sí mismo la misión más difícil y delicada, porque para eso la idea había sido suya.
Se llegó silenciosamente hasta los terrenos de la granja, atravesó el pequeño jardín, trepó ágilmente por el tronco de la parra y se introdujo en el dormitorio de Catalina, que dormía hacía ya rato.
Rayas se sentó sobre la almohada de la muchacha y durante la primera parte de la noche le transmitió sus planes, soplándole sobre la frente sueños alegres, claros y agradables.
Después, fue a echar una mano en el trabajo que Rojo y Gris estaban realizando en el eje delantero de la carreta que el tío Juan había tenido que dejar abandonada en el camino del bosque.
—¡Bien hecho, amigos!
—Pues ya verás cuando esté terminado. Va a quedar mucho mejor que cuando era nuevo. Este eje no volverá a partirse jamás…
—¡Lo estamos haciendo de hierro!
Rayas se pasó luego por casa de la abuela Rosalía.
Amarillo-Lila se afanaba, trabajando en equipo con el ratón que vivía bajo la cómoda, para rescatar el dedal de plata que se había hundido en las profundidades.
—Está bien que alguna vez juegues a encontrar cosas en vez de jugar a perderlas, ¿eh? —rió Rayas.
Y Amarillo-Lila, sin dejar de trabajar, se limitó a contestarle con un guiño amistoso.
Rayas se acercó a la pastelería.
Tía Púrpura trajinaba cerca del horno, y un delicioso olor a bollos calientes envolvía la casa entera y se esparcía calle adelante.
Rayas sonrió: tía Púrpura siempre había sido una verdadera especialista en repostería y esta noche estaba trabajando con un empeño especial.
Rayas espió a través de las ventanas del taller de Marta y Pedro. El Duende Morado y el Duende Pardo habían trabajado de firme para desenredar los hilos del telar. Ahora, Verde estaba tejiendo a toda velocidad, con la misma rapidez y maestría con que hacía crecer hierbas y enredaderas. El resultado era el tapiz más bonito que se pueda imaginar.
Rayas hizo cuatro piruetas locas lleno de entusiasmo.
Y siguió su ronda de inspección.
Al pasar por la Escuela se dio cuenta de que allí no había nada que hacer porque la propia maestra se había preocupado de sacar punta de nuevo a todos los lápices de los niños.
Rayas se limitó a colocar en el respaldo de la silla de la maestra dos preciosas mariposas que encontró dormidas sobre las ramas de un tilo cercano.
Quería que, a la mañana siguiente, tan pronto como la maestra entrase en la Escuela, las mariposas volasen sobre su mesa. La señorita podría gozar de sus bellos colores. Eso le gustaría.
Cuando Rayas llegó a la granja, de vuelta de su gira por el pueblo, se quedó maravillado de lo que el abuelo Añil y su nieta Blanca habían conseguido hacer en tan poco tiempo.
Las manzanas caídas en el huerto habían sido recogidas y metidas en un saco en el que se había colgado un cartelito que decía: «Manzanas especialmente indicadas para preparar compota».
La valla del corral había sido reparada con todo cuidado.
Y Blanca, con ayuda del búho y de tres de las más veloces ardillas del bosque, había conseguido encontrar a los siete pollitos perdidos y se los había devuelto a las madres gallinas, que los acomodaron llenas de contento bajo sus alas.
La leche agriada había sido convenientemente tratada, escurrida y moldeada, de forma que ahora estaba convertida en toda una fila de apetitosos montoncitos de requesón.
En el jardincito, las margaritas tronchadas habían desaparecido y, en su lugar, se alzaban varias hileras de pequeñas matas de prímulas en flor, recién trasplantadas desde la parte más escondida del bosque.
Rayas se sentía tan feliz que le costaba un trabajo inmenso no empezar a dar saltos descomunales. Tenía unas ganas enormes de cantar a voz en cuello.
En vez de hacer eso, se deslizó, otra vez, hasta la almohada de Catalina. Y, por si acaso, volvió a soplarle en la frente, con todo cuidado, los pensamientos que deseaba transmitirle. Y, por último, le repitió tres veces: «El Duende Negro Arrugado está en el henar… El Duende Negro Arrugado está en el henar… El Duende Negro Arrugado está en el henar…»
Poco después de que amaneciera, Rayas, al igual que todos los demás duendes, estaba ya de vuelta en su casa. Se sentía cansadísimo, pero extraordinariamente contento. Necesitaba descansar, después del gran esfuerzo que había hecho durante la noche; además, ya no quedaba más que esperar con paciencia el resultado de tantos cuidados.
Así que se dio un baño calentito, se preparó un delicioso desayuno y después se metió en la cama. Se quedó dormido casi en seguida, pero antes tuvo tiempo de sonreír una vez más: Catalina le había parecido una muchacha muy lista y él estaba seguro de haberle transmitido el mensaje con toda claridad. Estaba convencido de que ella había comprendido perfectamente.