Authors: Nick Hornby
—Seguro que Fiona tiene motivos parecidos.
—Sí, claro. No lo sé. No da la impresión de que Fiona sepa cómo combatir aquello que la agobia. Tú también necesitas lo mismo.
¿Sería eso en realidad todo lo que estaba en danza? No, seguramente no, pensó Will, al menos en conjunto. Lo más probable era que faltase lo relativo a que la depresión te lleva a estar harto de cuanto te rodea, sin importar lo mucho que lo quieras, y también lo relativo a la soledad y al miedo, a la perplejidad. En cambio, la actitud sencilla y positiva de Rachel era algo con lo que se podía contar; además, esa conversación sobre el sentido de las cosas tuvo un sentido propio, porque entonces se produjo una pausa, y Rachel lo miró y empezaron a besarse.
—¿Qué te parece si hablo yo con ella? —propuso Rachel. Eso fue lo primero que dijeron después, aunque hubo algo de conversación entretanto, y por un instante Will no comprendió a qué se refería: trató de remitirse a algo que hubiese tenido lugar durante la media hora anterior, treinta minutos que lo habían dejado un tanto tembloroso y al borde de las lágrimas, y que le habían llevado a cuestionar su convicción de que el sexo era una especie de fantástica alternativa carnal al alcohol, las drogas y una estupenda noche de farra, pero poco más.
—¿Tú? Ella no te necesita a ti.
—No entiendo por qué, y tampoco creo que importe. Podría servirte de ayuda. Y si consigo enseñarte cómo se hace tal vez llegues a entenderlo. No resulta tan difícil.
—Ah. Pues en ese caso, de acuerdo.
En la voz de Rachel había algo que Will no lograba aislar del todo, pero en ese momento tampoco deseaba pensar en Fiona, de modo que no lo intentó en serio. No recordaba haber sido tan feliz como en ese momento.
A Marcus le costaba trabajo hacerse a la idea de que el invierno había terminado. Casi todo lo que había experimentado en Londres tuvo lugar en la oscuridad, con tiempo húmedo y lluvioso (algunas veladas de luz debió de haber a principio del curso, pero desde entonces habían pasado tantas cosas que era muy poco lo que recordaba de esa época), y ahora podía volver caminando de casa de Will con la última luz de la tarde.
La semana siguiente al cambio de hora resultaba difícil no pensar que todo iba de fábula; era ridiculamente fácil pensar que su madre pronto tendría que mejorar, que él de pronto envejecería tres años y que de repente sería un tío cojonudo y Ellie lo encontraría atractivo; era igual de fácil pensar que podría marcar el gol de la victoria para el equipo de fútbol del colegio y convertirse de ese modo en el alumno más popular de todos.
Pero eso era una estupidez, tanto como, a su juicio, creer en las estrellas. El reloj se había adelantado para todo el mundo, no sólo para él, y no todas las madres deprimidas iban a animarse, del mismo modo que tampoco iban a marcar el gol de la victoria todos los alumnos de todos los colegios de Gran Bretaña, en particular si se trataba de chicos que odiaban el fútbol y ni siquiera sabían cómo darle a la pelota; y, desde luego, no parecía ni mucho menos probable que todos los chicos de doce años tuvieran quince de la noche a la mañana. Las posibilidades de que algo así le sucediera a uno solo eran bastante escasas, y si por casualidad llegaba a darse el caso, no le pasaría a Marcus, cuya mala suerte era proverbial, sino a otro chico de doce años, estudiante en algún otro colegio, al que tampoco le importaría demasiado, porque no estaría enamorado de una chica tres años mayor que él.
Marcus estaba tan enfadado ante la injusticia del panorama que acababa de imaginar, que anunció su vuelta a casa con un portazo airado.
—¿Has ido a ver a Will? —le preguntó su madre. No tenía mala pinta. Tal vez al menos uno de los muchos deseos de Marcus relacionados con el adelanto de la hora se hubiera hecho realidad.
—Sí. Quería... —El chico aún tenía la impresión de que era su deber aportar razones que explicasen sus visitas a Will. Todavía seguía sin saber qué decir.
—Me da igual. Tu padre ha tenido un accidente. Tienes que ir a verlo. Se ha caído del alféizar de una ventana.
—No pienso ir mientras tú estés así.
—¿Así, cómo?
—Pues con ganas de llorar a todas horas.
—Yo estoy bien. Bueno, no del todo, pero no pienso hacer nada que se salga de lo corriente. Te lo prometo.
—¿Está mal de verdad?
—Se ha roto la clavícula y tiene alguna contusión.
Se había caído de una ventana. No era de extrañar que su madre se sintiera animada.
—¿Y qué estaba haciendo en una ventana?
—Algo relacionado con el bricolaje, no sé si pintar, o algo parecido. Era la primera vez que le daba por hacer una cosa así. De ese modo aprenderá.
—¿Y por qué tengo que ir a verlo?
—Porque lo ha pedido él. Creo que está un poco alicaído ahora mismo.
—Ah, gracias.
—Oh, Marcus, perdona. No es ésa la razón de que haya preguntado por ti. Sólo he querido decir... Me parece que se siente un poco... lastimoso. Ha dicho Lindsey que ha tenido mucha suerte de que no fuera peor, y tal vez por eso lo asaltó algún pensamiento de los grandes sobre su propia vida.
—Por mí, que se joda.
—¡Marcus!
Pero Marcus no quería discutir sobre dónde y porqué había aprendido a soltar palabrotas. Le apetecía sentarse en su habitación a rumiar su mal humor, y eso fue lo que hizo.
«Algún pensamiento de los grandes sobre su propia vida...» Al oír aquellas palabras Marcus se enfadó de tal modo que después no pudo por menos que intentar averiguar el motivo. No se le daba nada mal indagar en esa clase de cosas cuando de veras le importaban. En un rincón del dormitorio había un viejo sillón informe, en realidad un saco relleno de bolitas de corcho blanco; se sentaba en él y se quedaba mirando a la pared, donde había pegado algunos interesantes recortes del periódico: «UN HOMBRE CAE DESDE MIL QUINIENTOS METROS DE ALTURA Y SOBREVIVE A LA CAÍDA», «LOS DINOSAURIOS, EXTERMINADOS POR UN METEORITO.» Ésas eran las cosas que hacían que uno tuviese pensamientos grandes sobre su propia vida, y no el haberse caído del alféizar de una ventana, sobre todo si se pretendía ser un padre hecho y derecho. ¿Por qué no había tenido esos pensamientos antes, cuando no le daba por caerse de las ventanas? Durante el último año, poco más o menos, todo el mundo había tenido grandes pensamientos, salvo su padre. Su madre, por ejemplo, no hacía más que tener grandes pensamientos, y probablemente por eso la gente andaba preocupada por ella a todas horas. Además, ¿por qué esperaba a romperse una clavícula para querer ver a su hijo? Marcus no recordaba haber vuelto alguna vez a casa y que su madre le dijera que tomase el tren de Cambridge porque su padre estaba desesperado. Durante los cientos de días en que había tenido intacta la clavícula, Marcus nunca supo nada de su padre.
Bajó a ver a su madre.
—No pienso ir —anunció—. Me pone enfermo.
Hasta el día siguiente, cuando habló con Ellie sobre el episodio del alféizar de la ventana, no comenzó a cambiar de opinión acerca de la idea de visitar a su padre. Estaban en un aula vacía durante el recreo, aunque al principio el aula no había estado vacía; cuando Marcus le dijo que quería charlar con ella, Ellie lo tomó de la mano, lo hizo entrar y espantó a media docena de chicos que estaban allí sin hacer nada; aunque al parecer no la conocían, de inmediato se mostraron dispuestos a creer que Ellie era muy capaz de llevar a cabo sus amenazas. (Marcus se preguntó por qué sucedería eso. Ellie no era mucho más alta que él, así que ¿cómo hacía para salirse siempre con la suya? Quizás si empezase a pintarse los ojos o a llevar el mismo corte de pelo que ella llegaría a ser capaz de asustar a la gente del mismo modo, aunque en tal caso aún le faltaría algo esencial.)
—Tendrías que ir a verlo —dijo Ellie—. Que sepa lo que piensas de él. Yo, desde luego, eso es lo que haría. Gilipollas. Si quieres, voy contigo y le doy su merecido. —Se echó a reír; aunque Marcus la oyó, para entonces ya se había distraído. Estaba pensando en lo agradable que resultaría pasar una hora entera con Ellie en un tren, a solas los dos; luego empezó a pensar que sería sensacional que ella soltara toda su mala leche con su padre. En el colegio, Ellie era como un misil teledirigido. Cada vez que estaba con ella, podía dirigirla contra las dianas que quisiera y destruirlas en un santiamén. Y por eso la adoraba. Ya le había zurrado al amiguete de Lee Hartley, y había conseguido que la gente no se riese tanto de él. Y si eso funcionaba en el colegio, ¿por qué no iba a funcionar lejos de éste? No existía ninguna razón que lo desaconsejase. Iba a apuntar a su padre con Ellie y a ver qué pasaba después.
—¿De veras que vendrías conmigo, Ellie?
—Por supuesto. Si tú quieres... Sería divertido.
Marcus sabía que si se lo pedía contestaría que sí. De hecho, Ellie le diría que sí a casi todo, con la sola excepción de ir a un baile.
—Además —añadió ella—, tú no quieres ir solo, ¿verdad?
Marcus siempre lo hacía todo solo, de modo que nunca se había tomado la molestia de pensar que existiera otra manera de hacerlo. Eso era lo malo con Ellie: al chico le daba miedo que no le hiciese ningún bien dejar de verla, porque cuando esto ocurriese no sería capaz de plantar cara a los demás, y entonces su vida entera sería una ruina.
—La verdad es que no. ¿Vendría también Zoe?
—No. Ella no sabría qué decirle, y yo sí. Iríamos solos tú y yo.
—Estupendo. —Marcus no quería ni pensar en lo que le diría Ellie a su padre. Ya se preocuparía por eso después.
—¿Tienes dinero? No estoy en condiciones de pagar el billete.
—No, pero puedo conseguirlo. —Marcus no gastaba mucho; calculó que debía de llevar ahorradas unas veinte libras, y además su madre le daría lo necesario para el viaje.
—¿Vamos la semana que viene, entonces?
En siete días era Semana Santa; habría vacaciones y podrían quedarse a pasar la noche en Cambridge si les apetecía. Y Marcus tendría que llamar a Ellie a su casa para quedar con ella; sería como una cita de verdad.
—Sí. Perfecto. Lo pasaremos en grande.
Marcus se preguntó por un momento si su idea de pasarlo en grande sería la misma que tenía Ellie, y decidió que era mejor no preocuparse por eso hasta más adelante.
Fiona quiso acompañar a Marcus a la estación de King's Cross, pero él se las arregló para convencerla de que era mejor que no fuese.
—Sería demasiado triste —le explicó.
—Si sólo pasarás fuera una noche...
—Pero te echaré de menos.
—Y me echarás de menos de todos modos si nos despedimos en la estación. De hecho, si no te acompaño tendrás que echarme de menos durante más tiempo.
—Pero me parece más normal que nos despidamos aquí mismo —dijo Marcus. Supo de inmediato que se había pasado, y supo que no tenía mucho sentido lo que estaba diciendo, pero no pensaba arriesgarse a que Ellie y su madre se encontrasen en la estación. Si Fiona llegaba a enterarse de que Marcus iba en compañía de Ellie y que ambos estaban dispuestos a darle a su padre su merecido, no lo dejaría ir.
Salieron juntos del piso y fueron hasta la boca de metro de Holloway Road, donde se despidieron.
—Todo irá bien —lo tranquilizó ella.
—Seguro.
—Y habrá terminado antes de que te des cuenta.
—Sólo será una noche. —Cuando llegaron a la boca del metro Marcus ya se había olvidado de que le había dicho lo mucho que la echaría de menos—. Sólo será una noche, pero parece como si fuera para siempre.
Confió en que su madre no se acordase de ese detalle a su regreso, porque de lo contrario era probable que ni siquiera lo dejase bajar solo a la tienda.
—No debería obligarte a ir. Últimamente no lo has pasado nada bien.
—No te preocupes. Estaré bien, de verdad.
Como iba a echarla tantísimo de menos, su madre le dio un abrazo enorme e interminable mientras todo el mundo los miraba.
El metro no estaba de bote en bote. Era la primera hora de la tarde; su padre había decidido el horario del tren que debía tomar, para que Lindsey lo recogiera en la estación de Cambridge cuando volviera a casa del trabajo. En su vagón no había más que otro pasajero, un viejo que leía el periódico. Estaba concentrado en las noticias de la última página, de modo que Marcus pudo ver los titulares de la primera. Y de inmediato reparó en la foto. Le resultó tan familiar que por un instante pensó que se trataba de la foto de una persona conocida, un pariente, alguien cuya foto tal vez tuvieran en casa, en un marco sobre el piano, o pinchada con chinchetas en el tablero de corcho de la cocina. Pero no había ningún pariente, ningún amigo de la familia que llevase el pelo teñido de rubio y que pareciera una especie de Jesucristo moderno...
En ese momento supo de quién se trataba. Cada día de la semana veía esa misma foto sobre el pecho de Ellie. Sintió mucho calor de repente; ni siquiera fue necesario que leyese el titular del periódico, pero lo hizo. «HA MUERTO KURT COBAIN, ESTRELLA DEL ROCK.» Eso rezaba el titular, y debajo, en letras más pequeñas: «El cantante de Nirvana, de 27 años, se pegó un tiro.» Marcus pensó y sintió varias cosas a la vez: se preguntó si Ellie habría visto el periódico; de no haberlo hecho, se preguntó cómo se encontraría cuando se enterase, y también si su madre estaría bien, aun cuando sabía de sobra que no existía la menor relación entre ella y Kurt Cobain, porque Fiona era una persona de verdad y Kurt Cobain no lo era. Se sintió asimismo confuso, porque el titular del periódico de algún modo había convertido a Kurt Cobain en una persona de verdad, y muy triste, por Ellie, por la mujer de Kurt Cobain y su hijita, por su madre y por él mismo. Y entonces llegó a King's Cross y tuvo que bajar del metro.
Se encontró con Ellie bajo el tablón que anunciaba las siguientes salidas, que era donde habían quedado. Le pareció que estaba de lo más normal.
—Andén uno B —le dijo ella—. Está en otra parte de la estación, me parece.
Todo el mundo llevaba un periódico, así que era imposible no ver a Kurt Cobain, y como la foto era la misma que lucía Ellie en la camiseta, a Marcus le costó un rato hacerse a la idea de que todas aquellas personas llevaban en la mano algo que a él siempre le había parecido que formaba parte de su amiga. Cada vez que veía la foto tenía ganas de darle un codazo a ésta y señalársela, pero permaneció callado. No sabía qué hacer.
—De acuerdo, sígueme —le gritó Ellie con voz de mando, algo que en cualquier otro momento le habría hecho gracia. Ahora, por el contrario, sólo consiguió hacerle esbozar una leve sonrisa. Marcus estaba demasiado preocupado para responder ante ella del modo habitual. Sólo acertaba a escuchar lo que Ellie le decía, sin reparar en el modo en que lo hacía. No quería seguirla, porque si ella iba delante seguro que se fijaría en el ejército de imágenes de Kurt Cobain que avanzaba a su encuentro.