Authors: Nick Hornby
—¿Por qué debo seguirte? ¿Por qué no me sigues tú por una vez?
—Oooh, Marcus. Me encantan los hombres dominantes como tú —dijo Ellie.
—¿Adonde vamos?
Ellie se rió.
—Al andén uno B. Allá al fondo.
—De acuerdo. —Marcus se plantó delante de ella y echó a caminar lentamente hacia el andén.
—¿Qué estás haciendo?
—Yo te llevo.
Ella lo apartó.
—No seas idiota. Venga, en marcha.
De repente Marcus recordó uno de los programas de la Universidad Abierta que su madre a veces veía por la tele pensando en sus cursos de formación. Había prestado atención porque tenía gracia: había una serie de personas en una sala; la mitad llevaba los ojos vendados, mientras que la otra mitad debía conducir a los invidentes de un lado a otro sin permitir que chocaran entre sí. Se trataba de algo relacionado con la confianza, le explicó su madre. Si alguien era capaz de guiarte sin tropiezos cuando más vulnerable te sentías, aprendías a confiar en los demás, y eso tenía su importancia. Lo mejor del programa fue cuando una mujer guió a un señor mayor derecho hacia una puerta, contra la que el pobre hombre se golpeó la cabeza. Y se pusieron a discutir.
—Ellie, ¿tú confías en mí?
—¿De qué vas?
—Tú responde: ¿confías en mí, sí o no?
—Sí. Al menos mientras pueda pasar de ti.
—Ja, ja.
—Pues claro que confío en ti.
—Muy bien. Cierra los ojos y agárrate a mi chaqueta.
—¿Cómo?
—Cierra los ojos y agárrate a mi chaqueta. No puedes abrirlos ni un momento.
Un joven de pelo largo y enmarañado, teñido de rubio, miró a Ellie, echó un vistazo a su camiseta y luego la miró a los ojos. Por un instante Marcus temió que fuera a decirle algo, de modo que se plantó entre los dos y la sujetó.
—Venga, vamos.
—Oye, Marcus, ¿te has vuelto loco, o qué?
—No. Voy a guiarte entre todo ese gentío, voy a llevarte sana y salva hasta el tren, y así confiarás en mí para siempre.
—Si confío en ti para siempre, no será porque haya pasado cinco minutos caminando por la estación de King's Cross con los ojos cerrados.
—No; pero algo es algo.
—Oh, joder. Venga, vamos pues.
—¿Preparada?
—Preparada.
—¿Con los ojos cerrados, sin mirar?
—¡Marcus, no seas pesado!
Se pusieron en marcha. Para llegar al tren que iba a Cambridge había que cruzar el vestíbulo principal y llegar a otro más pequeño, que se encontraba en uno de los laterales. La mayoría de la gente caminaba en el mismo sentido que ellos, para tomar el tren de regreso a casa. Sin embargo, en sentido contrario también caminaban bastantes personas con periódico como para que el juego valiese la pena.
—¿Estás bien? —le preguntó Marcus por encima del hombro.
—Sí —respondió Ellie—. ¿Me dirás si hay que subir escaleras o algo así?
—Claro.
Marcus casi se lo estaba pasando en grande. Se introdujeron por un pasaje más estrecho donde tuvo que concentrarse, porque no era posible quedarse quieto ni hacerse a un lado, y había que recordar que uno había duplicado su tamaño habitual para descubrir aquellos huecos en los que cupiera. Debía de ser algo parecido a conducir un autobús después de estar acostumbrado a un Fiat Uno o algo así. Lo mejor de todo fue que realmente tuvo que cuidar de Ellie, y le gustó la sensación que eso producía en él. Nunca había cuidado de nada ni de nadie, ni siquiera había tenido un animal doméstico, pues jamás le habían interesado los animales, aun cuando él y su madre habían acordado no comer carne (¿por qué no se habría limitado a decirle a ésta que le traían sin cuidado los animales, en vez de ponerse a discutir sobre los criaderos industriales y demás?), y como amaba a Ellie mucho más de lo que nunca hubiese amado a un pez o a un hámster, aquello le pareció absolutamente verdadero.
—¿Hemos llegado?
—Sí, casi.
—La luz es diferente.
—Hemos salido de la estación grande y ahora entramos en la pequeña. El tren está esperándonos.
—Sé por qué has querido hacer esto, Marcus —dijo Ellie de repente, con una vocecilla que casi pareció la de otra persona. Él se detuvo, pero ella no le soltó—. Te crees que no he visto el periódico, pero sí lo he visto.
Se volvió para mirarla, pero ella seguía sin abrir los ojos.
—¿Y estás bien?
—Sí. Bueno, no del todo —respondió Ellie. Se puso a hurgar en su bolso y sacó una botella de vodka—. Pienso emborracharme.
Marcus comprendió entonces que tenía un problema con su plan del misil teledirigido; el problema consistía en que Ellie distaba de ser un misil teledirigido. De hecho, era imposible guiarla. Eso en el colegio no tenía mayor importancia, porque allí había muros y reglas contra los que sin duda rebotaría. En el mundo real, donde no había muros ni reglas, Ellie daba miedo. Era capaz de estallar delante de las narices de Marcus en el momento menos pensado.
Con esa idea no había nada erróneo. Ni siquiera resultaba especialmente arriesgada. Al contrario, se trataba de un compromiso social normal y corriente, de esos que cualquier persona contrae y cumple a todas horas y en todas partes. Si esas personas llegaban a comprender las posibles consecuencias del plan, según reflexionó Will más tarde, todas las lágrimas, la vergüenza y el pánico que podían producirse si dicho compromiso se torcía aun de la manera más leve, harían que no quisieran volver a verse nunca más para tomar una copa juntos.
El plan consistía en que Rachel, Will y Fiona fuesen a un pub de Islington mientras Marcus estaba en Cambridge visitando a su padre. Se tomarían una o dos copas, charlarían un rato y luego Will se ausentaría, de modo que Rachel y Fiona pudieran beber otra copa y conversar a solas, como consecuencia de lo cual Fiona se animaría, se sentiría mucho mejor consigo misma y con el mundo en general y dejaría de tener tantas ganas de quitarse de en medio. ¿Cabía la posibilidad de que saliera mal?
Will llegó el primero, pidió una copa, encontró una mesa libre, encendió un cigarrillo. Fiona llegó poco despues. Se la veía confusa, algo trastornada incluso. Pidió una ginebra doble con hielo, sin tónica ni nada para mezclarla, y se puso a dar sorbos rápidos y nerviosos. Will comenzó a sentirse un tanto incómodo.
—¿Has sabido algo del chico? —le preguntó.
—¿Qué chico? —dijo ella.
—Marcus.
—Ah, claro. —Fiona se rió—. Se me había olvidado. No, todavía no. Supongo que si llama y no me encuentra dejará un mensaje. ¿Quién es tu amiga?
Will miró alrededor para comprobar que la silla de al lado seguía tan vacía como él la recordaba, y luego volvió a fijar la atención en Fiona. Tal vez estuviera imaginándose la presencia de otros; quizás por eso se sentía tan abatida y lloraba tanto. Tal vez las personas que se imaginaba eran horrorosas o estaban tan deprimidas como ella.
—¿Qué amiga?
—¿Rachel?
—¿Que quién es mi amiga Rachel? —Will no entendió la pregunta. Si sabía que su amiga Rachel era Rachel, ¿qué información deseaba exactamente?
—Quiero decir..., ¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo encaja ella en todo esto? ¿Por qué quieres que la conozca?
—Ah, ahora entiendo. Pues no sé, se me ha ocurrido, ya sabes.
—No, no sé.
—Pensé que la encontrarías interesante.
—¿Cada vez que conozcas a alguien va a suceder lo mismo? ¿Tendré que reunirme con vosotros para tomar una copa, a pesar de que no sé nada de ti, por no hablar de quienes vengan contigo?
—Oh, no. Al menos, no todas las veces. Ya me ocuparé de eliminar todo lo que no valga la pena.
—Pues muchas gracias.
Y Rachel seguía sin aparecer. Llevaba un retraso de un cuarto de hora. Tras una peculiar conversación sin pies ni cabeza sobre las camisas que gastaba John Major (fue Fiona quien eligió ese tema de conversación, no Will) y varios silencios prolongados, el retraso de Rachel aumentó hasta la media hora.
—¿Seguro que existe?
—Desde luego que existe.
—Ya.
—Voy a llamarla por teléfono.
Se acercó a la cabina del pub, le salió el contestador, esperó sin éxito que alguien se pusiera al aparato y volvió a su mesa sin haber dejado ningún mensaje. La única disculpa que estaba dispuesto a aceptar, se dijo, tendría que ver con Ali y un enorme vehículo articulado... A menos que Rachel nunca hubiera tenido la intención de acudir a la cita. De pronto Will comprendió, con una terrible claridad, que estaba atrapado, que cuando Rachel le había dicho que llegaría a entenderlo después de que ella le enseñase a hacerlo, se refería exactamente a eso. Tuvo ganas de odiarla, pero le resultó imposible. Por el contrario, notó una creciente oleada de pánico.
Se produjo otro silencio y Fiona se echó a llorar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que enseguida cayeron rodando por sus mejillas y sobre el jersey. Permaneció sentada y quieta, como una niña pequeña que se hubiera olvidado de que le moqueaba la nariz. Al principio Will pensó que ya se le pasaría, pero en el fondo de su corazón sabía que hacer caso omiso no era ni mucho menos una opción que pudiera considerar, al menos si a él le quedaba algo de dignidad.
—¿Qué te sucede?
Intentó formular la pregunta como si fuera algo decisivo, pero resultó todo lo contrario; al menos a sus oídos sonó a puro cabreo, como si al principio de la frase faltara un acusador «y ahora».
—Nada.
—Eso no es verdad.
Quizás aún no fuese demasiado tarde. Si Rachel llegara sin aliento y pidiera disculpas en ese mismo instante, él podría ponerse de pie, hacer las debidas presentaciones, decir a Rachel que Fiona estaba a punto de explicar la causa fundamental de su tristeza y largarse por piernas. Miró esperanzado hacia la puerta del pub. Por arte de magia, se abrió: entraron dos individuos con sendas camisetas del Manchester United.
—Sí lo es. No me pasa nada. Nada de nada. Sólo soy así.
—Desesperación existencial, ¿no?
—Pues sí, debe de ser eso.
Will seguía sin dar con el tono adecuado. Empleó esa expresión para demostrar que la conocía (se preguntó incluso si Fiona no habría pensado que era corto de luces), pero de inmediato cayó en la cuenta de que si alguien conocía esa expresión, ésas eran exactamente las circunstancias idóneas para esquivarla como si le fuese la vida en ello. Sonó chabacana, postiza, superficial. Will no estaba hecho para mantener ninguna conversación sobre la desesperación existencial. No era propio de él. ¿Y qué tenía eso de malo? Ésa no era razón para avergonzarse, ¿verdad? Los pantalones de cuero tampoco eran propios de él. (Una vez llegó a probarse unos, sólo por reírse un rato, en una tienda especializada de Covent Garden; tenía toda la pinta de ser un... En fin, da lo mismo.) El verde no era propio de él, ni los muebles de época. Y las mujeres depresivas, hippies y liberales, tampoco. Pues vaya. Pero en todo eso no había nada que lo convirtiera en una mala persona.
—No sé si tiene demasiado sentido hablar contigo de todo esto —dijo Fiona.
—No —repuso él con más vehemencia de la habría sido conveniente—. No sé a qué te refieres. ¿Nos terminamos ésta y nos vamos? No me parece que Rachel vaya a venir.
Fiona sonrió con tristeza y sacudió la cabeza.
—Al menos, podrías intentar convencerme de que estoy equivocada.
—¿Podría?
—Creo que probablemente necesito hablar con alguien, y tú eres el único que está aquí conmigo.
—Soy la única persona aquí a la que conoces, pero no te serviría de nada. Podrías lanzar la rodaja de limón a la barra del pub y dar en la espalda de alguien mucho más adecuado que yo, al menos mientras no apuntes al tío aquel que está cantando para el cuello de su camisa.
Ella rió. A lo mejor, el chiste del limón había servido de algo. A lo mejor, Fiona recordaría esos segundos como uno de los momentos decisivos de su vida. Cuando volvió a menear la cabeza, cuando dijo «mierda» en voz muy baja y se echó a llorar de nuevo, Will comprendió que había sobrestimado el poder del chiste sobre el lanzamiento de rodajas de limón.
—¿Quieres que vayamos a comer algo? —le propuso con cautela. No le iba a quedar más remedio que presenciar un prolongado descenso.
Fueron al Pizza Express de Upper Street. No volvía por allí desde la última vez que había almorzado con Jessica, la ex novia que parecía empecinada en hacer de él un tipo tan desdichado e insomne, tan alejado de todo y tan lastrado por la paternidad como ella misma lo estaba a raíz de su maternidad. Eso había sido mucho tiempo atrás, mucho antes del SPAT, de Marcus, de Suzie, Fiona, Rachel y todo lo demás. Por entonces se había comportado como un idiota que tenía una idea, una especie de sistema de creencias; ahora era cientos de años más viejo, tenía en su haber uno o dos puntos más de cociente intelectual, y estaba hecho un auténtico lío. Preferiría volver a ser aquel idiota. Tenía su vida entera programada de manera que no lo afectasen los problemas de nadie, y ahora los problemas de todos eran también los suyos, y no tenía la menor solución para ninguno. ¿Cabía deducir con un mínimo de precisión que él, o cualquiera de las personas con las que se relacionaba, estaban mejor así?
Contemplaron la carta en silencio.
—La verdad es que no tengo hambre —dijo Fiona.
—Come algo —le instó Will demasiado deprisa, demasiado desesperado. Fiona sonrió.
—¿Tú crees que una pizza me sentará bien?
—Sí. La veneciana. Así impedirás que Venecia siga hundiéndose en el mar, y te sentirás mucho mejor.
—De acuerdo, pero con ración doble de champiñones.
—Buena idea.
Cuando se acercó la camarera, Will pidió una cerveza, una botella de tinto de la casa y una cuatro estaciones con ración doble de todo lo que se le ocurrió, incluidos piñones. Con un poco de suerte, podría provocarse un ataque cardiaco, o bien descubrir de golpe y porrazo que padecía una alergia letal a alguno de los ingredientes.
—Lo siento —dijo Fiona.
—¿Por qué?
—Por ser así. Y por serlo además contigo.
—Estoy acostumbrado a que las mujeres sean así conmigo. De hecho, así es como suelo pasar casi todas las veladas.
Fiona sonrió, pero Will de pronto se sintió asqueado de sí mismo. Quería encontrar la manera de entrar en la conversación que por fuerza debían mantener, pero era como si esa vía de entrada no existiese ni fuera a existir, al menos mientras permaneciese atrapado con su cerebro y su vocabulario y su manera de ser. No dejaba de sentirse como si estuviera a punto de dar con algo adecuado, serio y útil, algo sensato que decir, pero terminaba por pensar que, joder, di alguna bobada, no seas tarugo.