Un gran chico (32 page)

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Authors: Nick Hornby

BOOK: Un gran chico
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—Soy yo el que debería pedir disculpas —le dijo—. Quiero echarte una mano, pero sé que seré incapaz de hacerlo. No tengo las respuestas a lo que necesitas.

—Eso es lo que soléis pensar los hombres, ¿verdad?

—¿El qué?

—Que a menos que tengáis alguna respuesta, a menos que podáis decir que conocéis a un tipo de Essex Road, por ejemplo, que seguro que puede solucionar tu problema, no vale la pena tomarse la molestia.

Will cambió de postura, incómodo, y no dijo nada. Eso era exactamente lo que pensaba él; de hecho, se había pasado la mitad de la velada tratando de recordar cómo se llamaba el tipo aquel de Essex Road, hablando metafóricamente, claro.

—Eso no es lo que yo quiero —prosiguió ella—. Sé que no puedes hacer nada. Estoy deprimida, y se trata de una enfermedad. Acaba de empezar. Bueno, eso no es del todo cierto, han ocurrido algunas cosas que han allanado el camino de la enfermedad, pero...

Y así se lanzaron. Fue más fácil de lo que él jamás habría soñado: le bastó con escuchar, asentir, formular las preguntas pertinentes. Eso mismo había hecho antes con Angie y con Suzie y con otras, lo había hecho miles de veces, pero siempre por una razón concreta. Ahora, en cambio, no existía un motivo oculto. No quería acostarse con Fiona, sino que aspiraba a que se sintiera algo mejor, pero no se había dado cuenta de que para conseguir esto último tenía que actuar exactamente de la misma manera que si quisiera acostarse con ella. Y no quiso pararse a pensar en lo que eso significaría.

Se enteró de un montón de cosas acerca de Fiona. Se enteró, por ejemplo, de que en realidad no quería ser madre cuando le había tocado serlo, y de que a veces detestaba a Marcus de forma tan apasionada que llegaba a preocuparle. Se enteró de que le preocupaba también su incapacidad para mantener una relación de pareja más o menos estable (Will contuvo las ganas de soltarle que la incapacidad de mantener una relación de pareja más o menos estable era indicio de una especie de valentía moral infravalorada, y que sólo la gente más fría conseguía mantener una relación estable de por vida). Se enteró de que el día de su último cumpleaños se había sentido al borde del pánico porque no había estado en ninguna parte ni había hecho nada especial. Todo aquello no es que fuese una enormidad, pero su depresión era mucho mayor que la suma de sus partes, y ahora se veía obligada a convivir con algo que la agotaba y le hacía ver las cosas como si estuvieran cubiertas por una gasa entre verdosa y ocre. Y se enteró asimismo de que si a alguien se le ocurría preguntarle dónde vivía esa cosa con la que tenía que compartir su vida (a Will le fue difícil imaginar una pregunta más improbable, aunque eso mismo constituía una diferencia más entre ellos dos), ella diría que en su garganta, porque le quitaba las ganas de comer y hacía que se sintiera como si en todo momento estuviese a punto de llorar, al menos mientras no estaba llorando a moco tendido.

Y más o menos eso fue todo. Lo que él más se había temido —aparte de que Fiona le preguntase por «el sentido de la vida», un asunto que jamás llegó a enseñar los dientes, seguramente porque a Will se le notaba en la cara, e incluso en su vida misma, que no tenía ni la más remota idea— era que de hecho existiese una causa de tanta desdicha, algún secreto siniestro o una carencia terrible, y que él fuese una de las poquísimas personas en el mundo capaces de afrontarla, aunque con toda seguridad habría preferido no hacerlo, aun cuando no le quedara más remedio. Pero no, no fue así; no había nada por el estilo, siempre y cuando la vida y todas las decepciones y compromisos concurrentes, con sus amargas y pequeñas derrotas, no significase nada, lo cual era poco probable.

Tomaron un taxi para volver a casa de Fiona. El taxista iba oyendo una emisora cuyo locutor hablaba sobre Kurt Cobain. A Will le llevó un rato entender el extraño tono que empleaba.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Will al taxista.

—¿A quién?

—A Kurt Cobain.

—¿El chalado ese de Nirvana? Se ha volado la cabeza de un tiro.

—¿Ha muerto?

—No. Sólo tiene una jaqueca. Pues claro que ha muerto, hombre.

Will no se mostró particularmente sorprendido. Era demasiado viejo para eso. De hecho, la última muerte de una estrella del pop que lo había impresionado había sido la de Marvin Gaye, y de eso hacía..., ¿cuántos años? Lo pensó mejor: el 1 de abril de 1984. Caramba, había pasado casi una década. Así pues, tenía veintiséis, una edad en que esas cosas aún significaban algo; a los veintiséis años era muy probable que todavía tararease las canciones de Marvin Gaye con los ojos cerrados. Ahora ya sabía que las estrellas del pop que un buen día se suicidaban eran moneda corriente. La única consecuencia de que Kurt Cobain se hubiera pegado un tiro era que
Nevermind
sonaría mucho más cojonudo que antes. Ellie y Marcus no tenían edad suficiente para entenderlo. Pensarían que aquello significaba algo, y se sintió preocupado.

—¿No es ése el cantante que le gustaba a Marcus? —preguntó Fiona.

—Pues sí.

—Ay, ay, ay.

De repente, Will tuvo miedo. Jamás en su vida había experimentado la clase de intuición, de empatia, de conexión que tuvo en ese momento. Qué típico, pensó, que fuese Marcus, y no Rachel o una mujer que se pareciera a Uma Thurman, quien provocase semejante sentimiento.

—No quiero pensar nada malo, pero ¿puedo subir contigo a ver si Marcus ha dejado algún mensaje en el contestador? Sólo quisiera cerciorarme de que está bien.

No lo estaba. Había llamado desde la comisaría de un lugar llamado Royston, y su voz sonaba pequeña, asustada, muy sola.

33

Al principio apenas hablaron en el tren. De vez en cuando a Ellie se le escapaba un sollozo, o le daba por amagar con levantarse y apretar el botón del freno de emergencia, o bien amenazaba a todo el que la mirase cuando soltaba un juramento o bebía un trago de su botella de vodka. Marcus se sintió exhausto. Ahora veía con absoluta claridad que, aun cuando pensase que Ellie era una tía grande, aunque siempre se alegrase al verla en el colegio, aunque le pareciera graciosa, bonita y muy lista, no quería que fuese su novia. Estaba clarísimo que no era la persona más indicada para él. En realidad, él necesitaba estar con alguien más tranquilo, alguien a quien le gustase leer y los juegos de ordenador, y Ellie necesitaba estar con alguien a quien le gustase beber vodka, soltar tacos delante de cualquier desconocido y amenazar con parar un tren.

En cierta ocasión su madre le había explicado (tal vez cuando salía con Roger, quien no se parecía a ella en absoluto) que a veces las personas necesitan encontrar a sus opuestos, y Marcus comprendió que así era, desde luego: a poco que se pensara en ello quedaba claro que Ellie necesitaba a alguien que le impidiera apretar el botón del freno de emergencia mucho más que a cualquiera que le gustase hacer lo mismo, pues de lo contrario ya lo habría apretado y en ese momento estarían camino de la cárcel. El problema de esa teoría, sin embargo, consistía en que, en realidad, no resultaba nada divertido ser justo lo opuesto de Ellie. A veces sí había tenido gracia, por ejemplo en el colegio, donde era posible poner freno a... la singularidad de Ellie. En cambio, ahí, en medio del mundo, solos los dos, no tenía gracia alguna. Era aterrador. Y le daba vergüenza.

—¿Por qué dejas que te afecte tanto? —le preguntó con toda la calma del mundo—. Ya sé que te gustan sus discos y todo lo demás, y ya sé que es muy triste por Francés Bean y todo eso, pero...

—Yo lo amaba.

—Pero si no lo conocías.

—Claro que lo conocía. Le escuchaba cantar todos los días. Lo llevo en la camiseta todos los días. Las cosas de que hablaba en sus canciones... Son como él. Lo conozco mejor que a ti. Y él me entendía.

—¿Que él te entendía? ¿Cómo es posible que te entendiese una persona con la que jamás has estado?

—Él sabía cómo me sentía, y hablaba de ello en sus canciones.

Marcus trató de recordar alguna letra de las canciones de Nirvana, del disco que le había regalado Will en Navidad. Solamente llegó a oír trozos sueltos: «Me siento como un idiota contagioso...», «un mosquito...», «no tengo una pistola...». De todo eso, nada tenía el menor significado para él.

—¿Y cómo te sentías?

—Enojada.

—¿Por qué?

—Por nada y por todo. Por la vida en general.

—¿Por qué? ¿Qué pasa con la vida?

—Que es una mierda.

Marcus se paró a pensarlo. Se preguntó si la vida en general, y la de Ellie en particular, era una mierda, y entonces cayó en la cuenta de que Ellie se pasaba todo su tiempo deseando que la vida fuese una mierda y haciendo todo lo posible para que lo fuera, pues a todas horas se empeñaba ella sola en ponerse bien difíciles las cosas más sencillas. El colegio era una mierda porque se empeñaba en llevar aquella camiseta a diario, aunque no estuviera permitido, y también porque gritaba a los profesores y se peleaba con cualquiera, lo que molestaba a todos los demás. Ahora bien..., si dejara de ponerse la dichosa camiseta y de pegarles gritos a los demás, ¿sería la vida igualmente una mierda? No mucho, decidió. La vida, en realidad, era una mierda para él, a poco que se pensara en el estado de su madre y en el modo en que lo trataban los demás chicos en el colegio, y Marcus habría dado cualquier cosa con tal de ser Ellie, quien en cambio parecía decidida a convertirse en él. ¿Por qué desearía alguien algo semejante?

De algún modo, terminó por acordarse de Will y de sus fotografías de artistas que tomaban drogas. Quizás Ellie fuese como Will. Si alguno de los dos tuviera verdaderos problemas en su vida, no querría inventárselos ni tendría por qué hacerlo, y tampoco tendría que colgar fotografías de las paredes de su casa.

—¿Hablas en serio, Ellie? ¿De verdad piensas que la vida es una mierda?

—Pues claro.

—¿Y por qué?

—Porque... porque el mundo es sexista y racista y está repleto de injusticias.

Marcus sabía que eso era verdad. Su madre y su padre se lo habían dicho infinidad de veces, pero él no estaba muy seguro de que fuera el motivo por el que Ellie estaba tan enfadada.

—¿Y eso mismo es lo que pensaba Kurt Cobain?

—No lo sé, pero es probable.

—Vaya, de modo que no estás muy segura de que tuviera los mismos sentimientos que tú.

—Pues su música sonaba como si los tuviera.

—¿Tú tienes ganas de pegarte un tiro?

—Pues claro. Bueno, algunas veces.

Marcus la miró.

—Ellie, eso no es verdad.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque yo sí sé cómo se siente mi madre. Y tú no te sientes así. Te gustaría pensar que sí, pero no es cierto. Tú te lo pasas en grande a menudo.

—Yo me lo paso de pena, porque todo es una mierda.

—No. Soy yo el que se lo pasa de pena, a excepción de los ratos en que estoy contigo. Y mi madre también se lo pasa de pena. Pero tú... No lo creo.

—No tienes ni idea.

—Te aseguro que sé unas cuantas cosas acerca de eso. Te diré algo, Ellie: tú no te sientes ni mucho menos como mi madre, o como Kurt Cobain. No deberías decir que tienes ganas de pegarte un tiro si no es verdad. No es justo.

Ellie sacudió la cabeza y soltó una de esas risas suyas por lo bajo, como si quisiera dar a entender que nadie la entendía; Marcus no la había oído hacer aquello desde el día en que se encontraron delante del despacho de la señora Morrison. Tenía razón, porque en esa ocasión él no la entendió. Pero ahora la entendía mucho mejor.

Pasaron en silencio el tiempo que tardó el tren en recorrer dos estaciones. Marcus miraba por la ventana e intentaba idear la forma de explicarle a su padre lo de Ellie. Apenas se fijó en que el tren había parado en Royston, y tampoco estaba del todo alerta cuando Ellie se levantó de pronto y bajó de un salto. Vaciló por un instante y, con una horrorosa sensación de mareo, saltó detrás de ella.

—¿Qué haces?

—No quiero ir a Cambridge. Ni siquiera conozco a tu padre.

—Antes tampoco lo conocías, pero querías venir conmigo.

—Ahora, todo es diferente.

Marcus la siguió. No pensaba perderla de vista. Salieron de la estación, tomaron una carretera y estuvieron de pronto en la calle principal del pueblo. Dejaron a un lado una farmacia y una tienda de alimentación, una ferretería al otro, y llegaron así a una tienda de discos en cuyo escaparate había una gran figura de cartón de Kurt Cobain.

—Fíjate —dijo Ellie—. Qué hijos de puta. Ya quieren sacarle toda la pasta que puedan.

Se quitó una bota y la arrojó con todas sus fuerzas contra el escaparate. Consiguió hacer una muesca en el cristal, y a Marcus se le ocurrió que los escaparates de Royston eran mucho más cutres que los de Londres. En eso estaba pensando cuando cayó en la cuenta de lo que sucedía delante de él.

—¡Joder, Ellie!

Utilizando la bota como si fuera un martillo, Ellie había conseguido abrir un agujero lo bastante grande para pasar por él sin cortarse con los cristales y rescatar a Kurt Cobain de su cárcel en el escaparate de la tienda de discos.

—Ya está. Eres libre.

Ellie se sentó en el bordillo de la acera delante de la tienda y acunó a Kurt Cobain como si fuera el muñeco de un ventrílocuo, a la vez que esbozaba su sonrisa más extraña. Entretanto, Marcus fue presa del pánico. Echó a correr por la carretera, con la idea de no parar hasta llegar a Londres o a Cambridge, según la dirección que hubiera tomado. Al cabo de unos cuantos metros se le aflojaron las piernas y se detuvo, respiró hondo unas cuantas veces, volvió junto a Ellie y se sentó a su lado.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella—. Supongo que para que no estuviera ahí dentro él solo.

—Joder, Ellie. —Una vez más, Marcus tuvo la sensación de que Ellie no debería haber hecho lo que acababa de hacer, y de que era la única causante del problema en que se había metido. Estaba harto de eso. No era auténtico. Bastantes problemas de verdad había en el mundo, sin que ella tuviera que inventárselos.

La calle estaba en calma cuando Ellie rompió el escaparate, pero el ruido de los cristales rotos había despertado a medio Royston. Un par de personas que echaban la persiana de sus tiendas se acercaron a ver qué sucedía.

—Muy bien, vosotros dos. Quedaos donde estáis —dijo un tipo de pelo largo y rostro bronceado. Marcus supuso que debía de ser peluquero o alguien que trabajara en una
boutique
. Tiempo atrás habría sido imposible que imaginara nada semejante, pero de tanto estar con Will se le habían pegado esas cosas.

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