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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (4 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
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Ya había experimentado aquel mismo dolor en una ocasión anterior, y de repente su memoria le trajo un recuerdo fugaz que iluminó con nítido brillo una escena olvidada. Schwartz era más joven y estaba en una aldea nevada azotada por el viento..., con el trineo esperando..., y al final de aquel viaje estaría el tren..., y después del tren, el barco inmenso...

Aquel miedo melancólico y abrumador provocado por la pérdida del mundo conocido hizo que durante un momento Schwartz volviera a ser el muchacho de veinte años que había emigrado a los Estados Unidos.

La frustración era demasiado real. Aquello no podía ser un sueño.

Schwartz se incorporó sobresaltado cuando la luz que estaba sobre la puerta parpadeó, y un instante más tarde oyó la incomprensible voz de barítono de su anfitrión. Después se abrió la puerta y le sirvieron el desayuno: una abundante ración de lo que parecía una especie de gachas que no reconoció, pero que tenían un ligero sabor a trigo (con una agradable diferencia a favor de las «gachas») y leche.

—Gracias —dijo Schwartz, y sacudió la cabeza vigorosamente.

El hombre contestó algo que Schwartz no entendió, y levantó su camisa del respaldo de la silla en la que estaba colgada. La inspeccionó cuidadosamente contemplándola desde todas las direcciones, y prestó una atención especial a los botones. Después volvió a colgarla y abrió la puerta corredera del armario. Schwartz, vio por primera vez la cálida blancura lechosa de las paredes.

«Plástico», pensó para sí, utilizando esa palabra que lo incluía todo con la seguridad con que siempre lo hacen los profanos. También se dio cuenta de que la habitación carecía de ángulos o rincones, y que todos los planos se fundían unos con otros en delicadas curvas.

Pero el hombre le estaba alargando objetos, y le hacía señas que no había forma alguna de malinterpretar. Estaba claro que Schwartz debía lavarse y vestirse.

Schwartz obedeció, y fue recibiendo ayuda e instrucciones a medida que lo hacía. No encontró nada con que afeitarse, y los gestos con que se señaló repetidamente la barbilla no obtuvieron más respuesta que un sonido incomprensible acompañado por una mueca de evidente disgusto. Schwartz acabó rascándose su incipiente barba gris y dejó escapar un ruidoso suspiro.

Después fue conducido hasta un pequeño vehículo de forma ahusada con dos ruedas al que se le ordenó que subiera mediante gestos. El pavimento corrió velozmente por debajo de ellos, y la carretera vacía se fue deslizando hacia atrás a ambos lados hasta que vieron una ciudad de edificios no muy altos de fulgurante blancura. Más adelante se podía distinguir el azul del agua.

—¿Chicago? —preguntó Schwartz señalando excitadamente con la mano.

La reacción supuso el último agitarse de la esperanza en su interior, porque no cabía duda de que Schwartz nunca había visto nada menos parecido a Chicago que aquella ciudad.

El hombre no dijo nada.

Y la última esperanza murió.

3
¿Un mundo... o muchos?

Bel Arvardan, que acababa de ser entrevistado por la prensa con motivo de su inminente expedición a la Tierra, tenía la sensación de que por fin estaba en paz con todos y cada uno de los cien millones de sistemas estelares que componían el omnímodo Imperio Galáctico. Ya no se trataba de ser conocido en este Sector o en aquel otro. Si sus teorías respecto a la Tierra resultaban ser ciertas, su reputación quedaría asegurada en todos los planetas habitados de la Vía Láctea, y Arvardan sería conocido en todos los mundos sobre los que se había posado el pie del ser humano a lo largo de las decenas de miles de años que había durado su expansión por el espacio.

Esas cumbres potenciales de fama y esas purísimas y refinadas cimas intelectuales de la ciencia a las que aspiraba llegaban a él a una edad temprana, pero el camino no había resultado nada fácil. Arvardan aún no había cumplido los treinta y cinco años, pero su carrera ya estaba jalonada por las controversias. Todo había empezado con un estallido que hizo temblar los claustros de la Universidad de Arturo cuando Arvardan se graduó como Arqueólogo Mayor en aquella institución académica a la edad sin precedentes de veintitrés años. El estallido —no menos efectivo por el hecho de no ser material— consistió en que la revista
Anales de la Sociedad Galáctica de Arqueología
rechazara su tesis doctoral negándose a publicarla. Era la primera vez en toda la historia de la Universidad de Arturo que se rechazaba una tesis doctoral, y también fue la primera vez en toda la historia de aquella publicación tan seria y respetable en que se usaban términos tan severos para argumentar el rechazo.

Para un profano, naturalmente, el motivo de tanta cólera contra una monografía tan oscura y árida, titulada Sobre la antigüedad de los artefactos encontrados en el Sector de Sirio, con algunas consideraciones acerca de la aplicación de los mismos a la hipótesis del origen humano por irradiación, tenía que resultar inevitablemente misterioso; pero lo que realmente estaba en juego era la actitud de Arvardan, quien había adoptado como propia desde un primer momento la teoría propuesta inicialmente por cierto, grupos de místicos que estaban mucho más interesados en la metafísica que en la arqueología..., es decir, la teoría de que la humanidad se había originado en un solo planeta y había ido irradiando gradualmente a través de la Galaxia. Era la teoría favorita de los escritores de fantasías románticas de la época, y la bête noire de todo arqueólogo respetable del Imperio.

Pero Arvardan se convirtió en una figura que debía ser tomada en consideración incluso por los arqueólogos más respetables, porque en apenas una década llegó a ser el máximo especialista en las reliquias de las culturas preimperiales que aún quedaban en los remolinos y remansos de la Galaxia.

Por ejemplo, había escrito una monografía sobre la civilización mecanística del Sector de Rigel, donde el desarrollo de los robots había creado una cultura independiente que perduró durante siglos. La misma perfección de aquellos esclavos mecánicos fue reduciendo la capacidad de iniciativa humana hasta tal punto que las poderosas flotas de Moray, Señor de la Guerra, apenas tuvieron dificultad para asumir el control de todo el Sector de Riges. La arqueología ortodoxa insistía en la evolución independiente de los tipos humanos en distintos planetas, y utilizaba los casos de culturas atípicas como la de Rigel en calidad de ejemplos de diferencias raciales que todavía no habían sido eliminadas por los continuos cruces. Arvardan destruyó de una vez para siempre aquellos conceptos demostrando que la cultura de los robots rigelianos no era más que una consecuencia natural de las fuerzas económicas sociales presentes en aquel Sector durante esa época.

También estaban los planetas bárbaros de Ofiuco, que los ortodoxos habían presentado durante mucho tiempo como ejemplos de una humanidad primitiva que todavía no había progresado lo suficiente para llegar a la fase del viaje interestelar. Todos los textos académicos utilizaban esos planetas como la mejor prueba disponible de la Teoría de la Fisión, la cual argumentaba que la humanidad era la culminación natural de la evolución en cualquier mundo; que su evolución se basaba en la química del agua y el oxígeno combinada con las intensidades adecuadas de temperatura y gravitación; que cada rama independiente de la humanidad podía llegar a cruzarse con las demás; y que esos cruces tenían lugar en cuanto se descubría el viaje interestelar.

Pero Arvardan descubrió rastros de la civilización primitiva que había precedido a la por aquel entonces ya milenaria barbarie de Ofiuco, y demostró sin lugar a dudas que las crónicas planetarias más antiguas contenían referencias al comercio interestelar; y después asestó el golpe de gracia al demostrar de manera incontrovertible que cuando emigró a aquella zona de la Galaxia el ser humano ya había alcanzado un estadio de civilización considerable.

Ya habían pasado más de diez años desde que Arvardan presentó su tesis doctoral, pero los A. Soc. Gal. Arqueol (para citar a los Anales con la abreviatura por la que eran conocidos en el mundillo de la arqueología profesional) sólo se decidieron a publicarla después de que hiciera aquel gran descubrimiento.

Y ahora la investigación de su teoría favorita conduciría a Arvardan al planeta probablemente menos importante de todo el Imperio..., el planeta llamado Tierra.

Arvardan se posó en la única delegación imperial que existía en toda la Tierra, un área situada entre las desoladas alturas de las mesetas del norte del Himalaya. Un palacio que no era obra de la arquitectura terrestre refulgía allí donde no había radiactividad ni la había habido nunca. En esencia, era una copia de los palacios que ocupaban los Virreyes del Emperador destinados a planetas más afortunados. La delicada exuberancia del terreno resultaba ideal para conseguir el máximo de comodidad. Las rocas de dimensiones imponentes habían sido recubiertas con humus, regadas, sumergidas en un clima y una atmósfera artificiales..., y habían acabado convirtiéndose en quince kilómetros cuadrados de canteros y jardines artificiales.

El coste energético invertido en todos aquellos trabajos había sido impresionante para las pautas de la Tierra, pero estaba respaldado por los increíbles recursos de un Imperio compuesto por decenas de millones de planetas a los que se añadían continuamente nuevos mundos. (Se ha calculado que en el año 827 de la Era Galáctica un promedio de cincuenta planetas al día obtenía la categoría de provincias, para lo que debían cumplir con la condición de tener una población superior a los quinientos millones de seres humanos).

El Procurador de la Tierra vivía en aquel entorno tan poco terrestre y, a veces, el lujo artificial del que se hallaba rodeado incluso le permitía olvidar que era Procurador del Imperio en un mundo insignificante y acordarse de que era un aristócrata de linaje muy antiguo y respetado.

Su esposa se dejaba engañar con menos frecuencia, especialmente cuando al llegar a la parte más elevada de una loma cubierta de césped podía ver a lo lejos la implacable y repentina aparición del límite que separaba esos terrenos de la espantosa desolación de la Tierra. Era entonces cuando ni las fuentes multicolores (que por la noche brillaban produciendo el efecto de un líquido fuego frío) ni los senderos floridos y los matorrales idílicos podían compensar la melancolía del exilio.

Y quizá por eso Arvardan disfrutó de un recibimiento aun más cálido de lo que exigía el protocolo. Después de todo, para el Procurador la visita de Arvardan traía consigo un reflejo del Imperio, la inmensidad y el infinito.

Y, por su parte, Arvardan encontró muchas cosas que admirar.

—Todo se ha hecho magníficamente..., y con muy buen gusto —dijo—. Es asombroso observar cómo incluso los distritos más remotos de nuestro Imperio pueden llegar a asimilar un pequeño fragmento de nuestra cultura central, Procurador Ennius.

—Me temo que la corte del Procurador de la Tierra resulta más agradable como lugar de turismo que como residencia —comentó Ennius, y sonrió—. Lo que ve no es más que un cascarón que suena a hueco cuando se lo golpea... Si nos descarta a mí y a mi familia, al personal de servicio, a la guarnición imperial tanto de aquí como de los centros más importantes del planeta y a un visitante ocasional como usted mismo, ya ha agotado toda la influencia de la cultura central existente en la Tierra. Francamente, me parece bastante poco...

Estaban sentados en el peristilo, y la tarde moría poco a poco. El sol proyectaba sus rayos en una trayectoria casi rasante hacia las cumbres brumosas y enrojecidas que se alzaban en el horizonte, y la atmósfera estaba tan saturada por los perfumes de la vida en continuo crecimiento que incluso las brisas parecían lánguidos suspiros de cansancio.

Manifestar una curiosidad excesiva hacia las actividades de un invitado no resultaba muy correcto ni tan siquiera cuando quien lo hacía era todo un Procurador del Imperio, naturalmente, pero no había que olvidar el tormento que suponía vivir permanentemente aislado del resto del Imperio.

—¿Piensa quedarse aquí mucho tiempo, doctor Arvardan? —preguntó Ennius.

—No tengo ningún plan definido al respecto. Me he adelantado al resto de mi expedición para familiarizarme un poco con la cultura de la Tierra y ocuparme de todos los requisitos legales. Por ejemplo, tengo que obtener de usted el acostumbrado permiso oficial para establecer campamentos en los lugares necesarios...

—¡Oh, ya puede darlo por concedido! ¿Pero cuándo empezará a excavar, y qué cree que puede llegar a encontrar en este mísero montón de escombros?

—Si todo va bien espero haber terminado de instalar el campamento base dentro de unos meses. En cuanto a este mundo..., bueno, para mí es cualquier cosa menos un mísero montón de escombros. La Tierra es algo único en toda la Galaxia.

—¿Único? —repitió secamente el Procurador—. ¡De ningún modo! Es un planeta de lo más vulgar... De hecho, es una pocilga, una fosa séptica, una cloaca o prácticamente cualquier otro término despectivo que le apetezca emplear; pero a pesar del refinamiento que ha llegado a alcanzar en su infamia, ni tan siquiera puede distinguirse por su bajeza, y sigue siendo un mundo de campesinos toscos y brutales sin nada de particular.

—Pero la Tierra es un mundo radiactivo —respondió Arvardan, un poco desconcertado ante la apasionada energía con que habían sido enunciados los argumentos totalmente carentes de base que acababa de oír.

—¿Y qué importancia tiene eso? Varios miles de planetas de la Galaxia son radiactivos, y algunos en un grado mucho mayor que la Tierra.

En ese instante la atención de ambos fue atraída por el casi inaudible deslizarse de un armario móvil que se detuvo al alcance de sus manos.

—¿Qué prefiere? —preguntó Ennius señalando el armario.

—No soy muy exigente. Quizá un zumo de lima...

—No habrá problema. El armario de las bebidas cuenta con todos los ingredientes necesarios... ¿Con o sin Chensey?

—Con un chorrito —contestó Arvardan, y alzó el índice y el pulgar dejando muy poco espacio entre ellos.

Y un camarero entró en acción en el interior del armario (que quizá fuese el producto mecánico resultado del ingenio humano más difundido en toda la Galaxia), pero se trataba de un camarero no humano cuya alma electrónica no mezclaba las bebidas por copas sino por medidas atómicas, cuyas raciones siempre resultaban perfectas y que no podía ser igualado ni por toda la inspiración de un simple ser humano.

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