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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (9 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
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¿Y si no regresaba nunca a Chica?

¡No! Él y Loa no podrían seguir cumpliendo con la cuota de tres trabajadores durante mucho tiempo y en cuanto fallaran, su primer delito —el de ocultar a Grew—, sería descubierto enseguida. Así era como las violaciones de las Costumbres se iban complicando poco a poco después de haberse iniciado.

Arbin sabía que volvería, a pesar de los riesgos.

Ya había pasado la medianoche cuando Shekt pensó por primera vez en acostarse, y lo hizo únicamente porque Pola estaba muy preocupada e insistía en que descansara un rato; pero no consiguió conciliar el sueño. Su almohada parecía haberse convertido en un artilugio sutilmente diseñado para producir la asfixia, y las sábanas eran una trampa en la que no paraba de retorcerse. Shekt acabó levantándose y se sentó al lado de la ventana. La ciudad estaba a oscuras, pero sobre el horizonte y al otro lado del lago se veía el tenue rastro del resplandor azul de la muerte que había asolado toda la Tierra exceptuando unas pocas zonas.

Todas las actividades de aquel día agobiante que acababa de terminar desfilaron en un cortejo enloquecido por su mente. Después de haber convencido al asustado granjero de que se marchara, el primer paso había consistido en establecer contacto con la Casa del Estado. Ennius debía de haber estado esperando que Shekt le informase, porque le atendió personalmente. El Procurador seguía atrapado dentro de la pesada vestimenta impregnada de plomo.

—Ah, Shekt, buenas noches... ¿Terminó su experimento?

—Sí, y faltó muy poco para que también terminara con mi voluntario. Pobre hombre...

Ennius pareció luchar con las náuseas.

—Veo que acerté al decidir no quedarme —comentó—. Siempre he opinado que en el fondo los científicos no se diferencian mucho de los asesinos.

—Aún no está muerto, Procurador, y quizá consigamos salvar su vida, pero...

Shekt se encogió de hombros.

—Si fuese usted, en el futuro me conformaría con las ratas, Shekt... Pero le noto cambiado, amigo mío. Al menos usted debería de estar acostumbrado a esto aunque yo no lo esté.

—Me hago viejo, Procurador —se limitó a responder Shekt.

—Lo que en la Tierra resulta muy peligroso —fue la seca contestación que obtuvo—. Vaya a acostarse, Shekt.

Pero Shekt seguía sentado junto a la ventana, contemplando la ciudad a oscuras de un mundo agonizante.

Las pruebas del sinapsificador se habían iniciado hacía dos años, y Shekt llevaba dos años siendo el esclavo de la Sociedad de Ancianos..., la Hermandad, como se llamaban ellos.

Tenía siete u ocho artículos que hubiesen podido ser publicados en la Revista de neurofisiología siriana, y que quizá le habrían proporcionado la fama a escala galáctica que tanto anhelaba; pero las hojas se iban poniendo amarillas poco a poco dentro de un cajón de su escritorio, y en cambio se había visto obligado a publicar un artículo oscuro y deliberadamente engañoso en la revista Estudios físicos. Era uno de los métodos típicos de la Hermandad: para los Ancianos una verdad a medias siempre resultaba preferible a una mentira.

Y sin embargo, no cabía duda de que Ennius estaba haciendo investigaciones. ¿Por qué?

¿Tendría relación con otras cosas que había averiguado? ¿Sería que el Imperio sospechaba lo mismo que Shekt?

La Tierra se había sublevado tres veces en dos siglos. El planeta se había rebelado en tres ocasiones contra las guarniciones imperiales, alzándose en armas bajo el estandarte de la grandeza que afirmaba había sido suya en el pasado. Las tres rebeliones habían fracasado, naturalmente, y de no ser por la naturaleza básicamente tolerante del Imperio y por el hecho de que los Consejos Galácticos contaban con una mayoría de estadistas sagaces, la Tierra ya hubiese sido cruentamente borrada de la lista de mundos habitados.

Pero ahora la situación podría cambiar... ¿o no? ¿Hasta qué punto podía confiar en las palabras incoherentes de un loco que agonizaba?

¿De qué servía todo aquello? Bien, el caso es que no se atrevía a hacer nada. Lo único que podía hacer era esperar. Estaba envejeciendo, y como acababa de decir Ennius, en la Tierra eso era algo muy peligroso. Ya le faltaba muy poco para llegar a los sesenta, y había muy pocas excepciones a la aplicación implacable de las Costumbres.

Y Shekt quería vivir, aunque fuese en aquella miserable bola de barro calcinado que era la Tierra.

Volvió a acostarse, y antes de que acabara logrando conciliar el sueño se preguntó distraídamente si los Ancianos podían haber interferido su llamada a Ennius. En aquel momento no sabía que los Ancianos contaban con otras fuentes de información.

El joven técnico que había colaborado con Shekt tomó la decisión cuando ya era de madrugada.

Admiraba al doctor Shekt, pero era consciente de que tratar en secreto con el sinapsificador a un voluntario no autorizado suponía violar la orden de la Hermandad; y la orden había sido elevada al rango de Costumbre, por lo que la desobediencia equivalía a cometer un delito castigado con la pena de muerte.

Intentó razonar el problema al que se enfrentaba. Después de todo, ¿quién era el hombre que había sido tratado con el sinapsificador? La campaña para solicitar voluntarios había sido meticulosamente estudiada. Tenía por objeto dar la suficiente información sobre el sinapsificador para disipar las sospechas de los posibles espías imperiales, y el de hacerlo sin estimular ninguna afluencia real de voluntarios. La Sociedad de Ancianos enviaba a sus hombres para que fuesen sometidos al tratamiento, y bastaba con ellos.

¿Y entonces quién había enviado a aquel hombre? ¿Habría sido la Sociedad de Ancianos para poner a prueba la lealtad de Shekt?

¿O sería que Shekt era un traidor? Antes había estado mucho rato encerrado en una habitación hablando con alguien, una persona vestida con prendas muy voluminosas..., como las que usaban los espaciales por temor al envenenamiento radiactivo.

En cualquiera de los dos casos cabía la posibilidad de que Shekt cayese en desgracia, ¿y por qué tenía que sufrir él la misma suerte? El técnico era joven, y aún le quedaban casi cuatro décadas de vida. ¿Por qué tenía que adelantar la llegada de los sesenta?

Además, aquello significaría un ascenso para él, y Shekt ya era bastante viejo. Era muy probable que fuese eliminado en el próximo Censo, así que lo que hiciera el técnico no le afectaría demasiado..., prácticamente nada, de hecho.

El técnico ya había tomado una decisión. Cogió el comunicador tecleó la combinación que le pondría en contacto directo con los aposentos privados del Primer Ministro de toda la Tierra, el hombre situado por debajo del Emperador y el Procurador que tenía poder de vida y muerte sobre todos los terrestres.

La noche volvió a llegar antes de que las confusas impresiones encerradas en el cerebro de Schwartz empezaran a adquirir nitidez definiéndose por entre la bruma rojiza del dolor. Recordó el viaje hasta aquellos edificios no muy altos situados en la orilla del lago, y la larga espera agazapado en la parte trasera del vehículo.

Y después... ¿Qué? Su mente forcejeó torpemente con los pensamientos. Sí, habían ido a buscarle. Una habitación llena de diales e instrumentos, y dos píldoras... Sí, eso. Le habían dado las píldoras, y Schwartz las había aceptado sin sentir ninguna inquietud. ¿Qué podía perder? De haberle envenenado le hubiesen estado haciendo un favor, ¿no?

Y después..., después nada.

¡No, un momento! Había experimentado fugaces chispazos de conciencia... Personas inclinadas sobre él... De repente recordó el ir y venir de un estetoscopio que estaba muy frío desplazándose sobre su pecho. Una muchacha le había dado de comer.

Se le pasó por la cabeza la idea de que quizá hubiera sido sometido a una operación. El terror hizo que echara las sábanas a un lado de un manotazo y se sentara en la cama.

La muchacha se colocó a su lado y le puso las manos sobre los hombros para empujarle nuevamente sobre las almohadas. Le habló con dulzura, pero Schwartz no entendió ni una palabra. Forcejeó intentando resistirse a la presión de aquellos esbeltos brazos, pero fue inútil. Estaba muy débil.

Alzó las manos delante de su rostro. Parecían estar normales. Volvió las piernas, y oyó el ruido que hacían al rozar las sábanas. No podían estar amputadas.

Se volvió hacia la muchacha.

—¿Me entiende? —preguntó sin hacerse muchas ilusiones sobre sus probabilidades de obtener una respuesta—. ¿Sabe dónde estoy?

Schwartz apenas pudo reconocer su propia voz.

La muchacha sonrió, y sus labios se movieron dejando escapar una rápida sucesión de sonidos altamente fluidos. Después entró un hombre ya bastante mayor, el mismo que le había dado las píldoras. El hombre y la muchacha conversaron entre ellos. Después la muchacha se volvió hacia él, y se señaló los labios e hizo gestos que parecían una invitación a hablar.

—¿Cómo? —preguntó Schwartz.

La muchacha asintió ansiosamente con el rostro encendido por la satisfacción. Su alegría era tan visible que Schwartz acabó sonriendo casi sin querer.

—¿Quiere que hable? —preguntó.

El hombre se sentó en el borde de la cama e indicó por señas a Schwartz que abriese la boca.

—A—h—h—h—h —dijo.

Schwartz repitió el sonido mientras los dedos del hombre se movían dándole masaje en la nuez de Adán.

—¿Qué ocurre? —preguntó Schwartz con voz encolerizada cuando cesó la suave presión—. ¿Le sorprende que sepa hablar? ¿Qué se cree que soy?

Los días fueron pasando, y Schwartz aprendió algunas cosas. Aquel hombre era el doctor Shekt, el primer ser humano que había conocido por su nombre desde que pasó por encima de la muñeca de trapo. La muchacha era su hija Pola. Schwartz descubrió que ya no necesitaba afeitarse. El vello de su cara nunca crecía, y eso le asustó. ¿Habría crecido alguna vez?

Recuperó las fuerzas bastante deprisa. Ya le dejaban vestirse y caminar por su cuenta, y habían empezado a alimentarle con algo más consistente que aquella especie de gachas.

¿Estaría afectado de amnesia? ¿Le estaban sometiendo a tratamiento por eso? ¿Sería posible que todo aquel mundo fuese normal y natural, en tanto que el mundo que Schwartz creía recordar sólo era la fantasía creada por un cerebro amnésico?

Y nunca dejaban que saliera de la habitación, ni tan siquiera para asomarse al pasillo. ¿Estaría prisionero? ¿Había cometido algún delito?

No existe ningún hombre tan terriblemente perdido como el que se extravía en los inmensos y complejos laberintos de su propia mente, ese lugar al que nadie puede llegar y donde nadie puede salvarle. Nunca ha habido un hombre tan impotente como aquel que es incapaz de recordar.

Pola se divertía enseñándole palabras. Schwartz no se sorprendía lo más mínimo de la facilidad con que las aprendía y podía recordarlas. Sabía que en el pasado siempre había tenido una memoria excelente, y por lo menos esa capacidad permanecía intacta. En sólo dos días Schwartz fue capaz de comprender frases sencillas, y en tres consiguió hacerse entender.

Pero al tercer día se llevó una sorpresa. Shekt le enseñó los números y le planteó unos cuantos problemas. Schwartz daba las respuestas, y Shekt consultaba un cronómetro e iba tomando anotaciones con rápidos trazos de su pluma. De repente Shekt le explicó el significado de la palabra «logaritmo», y después le preguntó cuál era el logaritmo de dos.

Schwartz escogió cuidadosamente sus palabras. Su vocabulario aún era bastante reducido, y tenía que ayudarse con gestos.

—No... poder... decir. Respuesta... no... número.

Shekt asintió nerviosamente con la cabeza.

—No es un número —dijo—. No es esto ni aquello..., es en parte esto, y en parte aquello.

Schwartz enseguida comprendió que Shekt había confirmado su explicación de que la respuesta no era un número redondo, sino una fracción.

—Cero coma tres cero uno cero tres..., y más números —dijo por lo tanto.

—¡Es suficiente!

Después llegó el asombro. ¿Cómo había podido saber la respuesta a aquella pregunta? Schwartz estaba seguro de que nunca había oído hablar de los logaritmos con anterioridad, y sin embargo la respuesta había surgido en su mente apenas le había sido formulada la pregunta. Schwartz no tenía ni idea del proceso mediante el que había sido calculada. Era como si su mente fuera una entidad independiente que se limitaba a usarle en calidad de portavoz.

¿O quizá había sido matemático antes de su amnesia?

Cada vez le resultaba más difícil esperar a que fuesen transcurriendo los días. Sentía una necesidad creciente de enfrentarse con el mundo y arrancarle una respuesta. Mientras siguiera metido en aquella habitación que le servía de cárcel, donde no era más que un espécimen biológico altamente curioso (la idea se presentó repentinamente en su cerebro), nunca podría averiguar nada.

La oportunidad se presentó al sexto día. Estaban empezando a confiar demasiado en él, y en una ocasión Shekt no cerró la puerta con llave al salir. Allí donde la puerta siempre se cerraba con tanta precisión que incluso el punto en el que se encontraba con la pared resultaba invisible, en esta ocasión quedó una ranura de medio centímetro.

Schwartz esperó para asegurarse de que Shekt no volvería al instante, y después extendió lentamente el brazo hasta poner la mano sobre la lucecita brillante tal y como había visto que hacían frecuentemente quienes salían de la habitación. La puerta se abrió despacio y sin hacer ningún ruido. El pasillo estaba desierto.

Y así fue como Schwartz «huyó».

¿Cómo hubiese podido llegar a imaginarse que la Sociedad de Ancianos había hecho que sus agentes vigilaran el hospital, la habitación y a él mismo durante los seis días que había durado su estancia allí?

6
Temores nocturnos

El palacio del Procurador sólo perdía una parte muy pequeña de su encanto durante la noche. Las flores nocturnas —ninguna variedad era nativa de la Tierra— abrían sus carnosas corolas blancas en festones que extendían su delicada fragancia hasta las paredes mismas del palacio. Las hebras artificiales de silicatos hábilmente entrelazadas en la aleación de aluminio inoxidable que formaba la estructura del palacio emitían un tenue centelleo violeta al sentir el impacto de la luz polarizada de la luna, y éste destacaba contra el brillo metálico que las rodeaba.

Ennius contemplaba las estrellas. Para él eran la belleza más auténtica que se podía llegar a imaginar, porque las estrellas constituían el Imperio.

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