Un mal paso (13 page)

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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

BOOK: Un mal paso
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La inspectora Cárol era un verdadero cerebro. Le había dejado por escrito, antes de irse a Italia, un plan de trabajo que requería de mucha gente en la calle, y unos turnos bastante jodidos; tanto que algunos de los chicos habían protestado. Sin embargo, parecía que las indicaciones de la inspectora Cárol empezaban a dar sus frutos. La inspectora era un cerebro, pensaba Fito, el comisario, no tanto.

Cuando el Ford Escort se marchó él bajó del coche y le hizo una indicación al hombre del bigote para que continuase con la vigilancia de Fiz. Cruzó la calle mirando a ambos lados, como un niño bien aleccionado, y se dirigió con sus andares zambos hasta el portal. Leyó el nombre de Fátima en una placa de plástico. Puso el dedo sobre un botón gris y presionó con nervio.

—Abra, por favor, policía.

A Fátima le sobraba perspicacia para comprender que los problemas habían llegado hasta la misma puerta de su casa. Abrió en espera de recibir a la nueva visita. Entonces, antes de desaparecer definitivamente, la mujer de las medias negras le hizo una indicación para que se tumbase boca abajo y, al tiempo que le propinaba inocentes mordiscos en las nalgas, le iba liberando la cintura del leve peso del tanga.

La figura de Fito ya se adivinaba por la escalera, pero ella todavía notaba el calor de la boca y la dulce presión de los dientes como inofensivos aguijones cebándose en su carne.

—Buenos días —dijo Fito.

«Una lástima —pensó Fátima—, con lo bien que había comenzado la mañana».

* * *

—¿Inspectora? Soy Fito.

Fito respetaba mucho a la inspectora y siempre la trataba de usted. Todos los días, a las ocho en punto de la tarde, la llamaba para recitarle el parte con las novedades que se iban produciendo en Santiago con respecto al caso Andrade. Ella le había dejado unas cuantas pautas de actuación perfectamente detalladas y estaba segura de que Fito las seguiría con rigor cartesiano e infatigable empeño.

—Cuéntame, Fito.

—¿Le parece que empiece por el principio, inspectora?

Ella sabía que Fito era un niño grande y como el resto de los niños necesitaba un adulto que le marcase los tiempos.

—Perfecto.

Hubo unos instantes de silencio. Luego un balbuceo.

—Mejor voy a empezar de mayor a menor, inspectora; el mayor será el deán y el menor, la siquiatra que tenía que visitar hoy, y que luego le cuento, porque ha tenido una mañana ajetreada. Se lo cuento luego, al final, porque la siquiatra, de mayor a menor, es la menor, ¿vale?

Bueno, pues que él eligiera su propio orden, lo mismo daba.

—Perfecto.

—Pues ahí voy: el deán sigue sin salir del piso de la Plaza de Feijóo, continúa bajo vigilancia médica, es decir, atiborrado a tranquilizantes, pero sin embargo, parece que está en condiciones de recibir visitas. Tengo aquí una lista con todas y cada una de las personas que han subido a darle el pésame. Lo más granado de Galicia, inspectora, desde el presidente de la Xunta hasta un presentador del
telexornal
, ¿le digo los nombres?

—No es necesario, Fito, vayamos al siguiente.

El subinspector se humedeció la yema del dedo corazón, separó el folio que acababa de leer y lo dejó sobre la mesa.

—El siguiente, de mayor a menor, es su amiga Josephine. No los he ordenado por edad sino por la cercanía al difunto, ¿comprende, inspectora? Así, la relación con el deán es la primera porque es consanguínea, la de Josephine la segunda porque… porque… —Se había metido en un cenagal—. Espere un momento, inspectora, que no entiendo muy bien la letra de este informe. Es de Vargas, seguro que esto lo ha escrito Vargas. ¿Qué pone aquí? Ah, sí, ahora sí. Allá voy: la mujer francesa ha pasado toda la mañana en Pontevedra, en la Facultad de Bellas Artes; después se ha vuelto para Santiago por el peaje. Cuando se encuentra a gente por la calle recibe largos abrazos y a veces llora. Ha estado en la biblioteca y sobre las dos y media se ha marchado a su casa. A las cinco de la tarde ha subido al piso del deán y todavía sigue allí.

Cárol escuchó un suspiro de alivio al otro lado de la línea. «Cabrón de Vargas».

—Finalmente, le hablo de las dos únicas personas que tenían tratos con el profesor Fiz Couñago, del que ya le adelanto que seguimos sin noticias. ¿Puedo hacerle una reflexión, inspectora?

—Al final. Primero los informes.

Cárol lo guiaba con la delicadeza de un educador de perros, pero el subinspector no se ofendía, antes al contrario, fruncía el ceño y se empeñaba con mayor denuedo en la orden recibida.

—El seguimiento del empleado del hogar, Martiño Regueiro, revela que el referido se personó a primera hora de la mañana en la vivienda de la siquiatra Fátima Santos, que permaneció allí durante veintinueve minutos, y que posteriormente se dirigió en su coche al centro de Santiago para desarrollar su jornada laboral, que hoy se daba en dos pisos, el primero de los cuales se encuentra en la calle…

—Vale, vale, «
sit, sit
» —le aflojó Cárol la imaginaria correa del cuello—. En definitiva, que se han visto, ¿no? Pues muy bien, pasemos a la siquiatra.

—Con Fátima me he entrevistado, tal y como usted me dijo que hiciera ayer. Es muy guapa, inspectora, y esto no sé por qué se lo cuento, pero así es. Tiene un lunar en la mejilla derecha que dan ganas… Bueno, inspectora, disculpe y a lo que vamos. Fátima —le estaba pillando gusto a repetir el nombre— lleva tratando al profesor Fiz desde hace quince meses. Le ha diagnosticado una depresión severa con posibles brotes esquizofrénicos. Asegura que el señor Couñago es profundamente pacífico y no lo ve capaz de ningún tipo de agresión. Y ahí es cuando yo he saltado para recordarle que hace un año estuvo detenido por golpearle al difunto señor Andrade, y Fátima —pero qué bien sonaba ese nombre: Fátima, Fátima, Fátima— me responde que aquello fue una cabronada muy particular, que cualquier persona, incluso en su sano juicio, se hubiera liado a hostias con el catedrático, porque su paciente soportaba una penosa situación de
mobbing
por parte del señor Andrade; por lo visto, el
mobbing
es cuando el jefe te toca los cojones hasta el desespero, inspectora. Menos mal que a nosotros el comisario no nos hace
mobbing
.

Cárol se rascó la sien con cierta impaciencia. Fito había olfateado el trasero de una hermosa perrita y movía el rabo frenético de alegría.

—De los mensajes que el señor Couñago pegaba en las rejas de la catedral dice que no sabía nada hasta que fue a recogerlo de la comisaría, pero que no le extraña lo más mínimo. Dice que es una forma de resistencia contra la mafia episcopal y la visita del Papa. Ella misma tiene en su balcón una banderola en la que también pone
Eu nom te espero
. La doctora y el enfermo, tal para cual, inspectora.

»Finalmente, Fátima afirma que no sabe dónde se encuentra su paciente pero no ha vacilado en reconocer que lo ayudaría en lo que estuviera en su mano, porque hasta un ciego se daría cuenta de que el señor Couñago es inocente. Todo un carácter la siquiatra Fátima. “¿Cómo es entonces que se ha escapado?”, le pregunté. Fátima me sonrió, inspectora, y al reírse se le abría un hoyillo en la carne del moflete y el lunar se le metía dentro. “No puede escaparse”, me dijo, “porque vaya donde vaya su mente enferma irá con él. En todo caso estará escondido, que es lo que ha venido haciendo en este último año, esconderse del mundo y de sí mismo”. Se lo leo literal porque lo anoté sobre la marcha, inspectora; y como ella se sinceraba yo también puse de mi parte y le dije que acababa de ver al señor Martiño Regueiro abandonar el portal, que si acaso él también estaba en tratamiento o quería esconderse del mundo o qué
carallo
; le solté una ironía, ¿comprende, inspectora? Se puso inquieta y reaccionó como una fierecilla. Me mandó a la mierda y me preguntó si tenía algún tipo de orden para entrar en su casa. Yo le respondí que había sido ella la que me había abierto la puerta y la que muy amablemente me había invitado a pasar, así que se levantó hecha un basilisco, soltó tres o cuatro fealdades y con el brazo señalando hacia la puerta me invitó a salir. Y en eso ha quedado todo, inspectora. Aunque más tarde hemos sabido que Martiño Regueiro se ha acercado a una farmacia para comprar dos cajas de Aremis, un potente antidepresivo. La receta venía firmada por la doctora Fátima Santos, pero lo mejor es que al salir de la farmacia se ha dirigido a una empresa de mensajería y ha enviado un pequeño paquete con las pastillas a una dirección en el
concello
de Teo. Es una casa de campo. He mandado a unos agentes para que vean qué ocurre en esa casa».

Desde la distancia telefónica Cárol le golpeó cariñosamente en el lomo. Muy bien, Fito, buen chico, buen trabajo.

—En eso habíamos quedado, ¿no, inspectora? En dejarle caer sutilmente que están siendo vigilados por si se les ocurre ayudar al profesor, ¿no?

—Sí, Fito, de eso se trataba, muchas gracias.

—¿Puedo ir ya con la reflexión?

Ah, sí, claro, se le había olvidado. Fito y sus reflexiones. Nunca servían de gran cosa y menos que nunca hoy, pero el peso del cansancio acumulado a lo largo de su jornada italiana le impedía negarle nada al subinspector.

—Pienso sinceramente que Fiz Couñago no es el asesino que buscamos.

Cárol se mostró sorprendida. El subinspector se elevaba sobre sus patas traseras y quería alcanzarle el rostro con felices lengüetazos. Ella sonrió.

—¿Y?

—Porque tiene dos amigos, inspectora. Y dos amigos perfectamente cuerdos que ya sabemos que están dispuestos a ayudarle o, al menos, a proporcionarle los medicamentos que necesita.

—¿Y?

—Pues que dos cuerdos no se juegan la cárcel por cubrirle las espaldas a un loco, a no ser que estén completamente seguros de que es inocente.

Así, como por obra del santo más milagrero, Fito acababa de alcanzar la cima de todas sus reflexiones, aunque evidentemente no se trataba del Anapurna.

—Puede que los dos cuerdos estén ayudando al loco no para salvarlo a él, sino por salvarse a ellos mismos. ¿Habías pensado en eso, Fito?

Demasiado complejo. Fito bajó las patas que tenía apoyadas en el pecho de la inspectora. Sacudió todo el cuerpo y se puso a husmear en la primera esquina meada que encontró. La inspectora volvió a palmearle y lo premió con un buen hueso lanzado al aire. No iba a contarle su aventura italiana pero sí se permitió un pequeño avance.

—Pero tienes razón, Fito. Hay una gran posibilidad de que la persona que mató al catedrático Andrade no sea Fiz Couñago. Hay una gran posibilidad de que el asesino esté lejos, muy lejos de nuestro alcance.

—¿Cuánto de lejos, inspectora? —Volvió a aflorar el niño grande que llevaba dentro.

—Así de lejos —le contestó Cárol acotando el aire con las palmas de las manos—. Como de Santiago a Israel, por ejemplo.

Capítulo 12

R
oma era una ciudad antiquísima, pero la bulliciosa salud de su día a día la hacía estar más viva que cualquier otra capital europea. Cárol había ido ya en varias ocasiones y siempre se volvía para Santiago con una especie de frustración atlántica, como si también ella quisiera vocear en los mercados, montar jaleo por cualquier insignificancia y gritar, gritar en mitad de la calle porque sí, para llamar a un amigo que caminaba por la otra acera o para pedir fuego o para piropear a la joven modelo que anunciaba lencería en una marquesina de autobús. Lo mismo daba; la cosa era gritar y ser dramáticos, comprenderse actores en un mundo ridículo y exagerado, eso era Roma para Cárol, y por eso le gustaba volver de cuando en cuando, para comprobar que existía un lugar en el mundo donde la vida se daba entre las bambalinas de un inmenso teatro al aire libre.

Un taxi la recogió en la puerta de su hotel. También el calor era exagerado en Roma. Hacía veinte minutos que había salido de la ducha y ya se le anunciaba bajo la axila un contorno vergonzoso de sudor. A través del cristal se sucedían edificios monumentales que los atascos permitían observar con cierta cautela. Y la gente, siempre la gente camino de sus quehaceres o de sus naderías. Los romanos, pensaba Cárol, debían de gastar en ropa la mitad del Producto Interior Bruto de Galicia, más o menos. Pero, joder, qué bien les sentaba, sobre todo a ellas, que con aquellos taconazos imposibles parecían empeñadas en ponerse a la altura de los más emblemáticos edificios; porque los hombres, en su inmensa mayoría, adolecían de la naturalidad más elemental y hasta el torpón más desgarbado se veía, en sus sueños de gomina y camisa larga, como un perfecto modelo de Martini Bianco.

El taxi la dejó muy cerca del Arco de Tito, junto al Campo dei Fiori. Había quedado allí con Belén Castresana, que amablemente se había puesto a su disposición para facilitarle cualquier asunto doméstico durante los días que tuviera que estar en Roma. La profesora Castresana pasaba un semestre al año investigando y dando clases en La Sapienza. Unas pequeñas bolsas en los ojos, casi púrpuras, delataban el sufrimiento privado por la muerte de aquel amigo con el que muy de tarde en tarde compartía sexo y caricias. Lo lloraba todavía como si estuviera vivo, como si la muerte hubiese sido una dolorosa traición hacia ella por parte de Mauro.

Cárol no necesitó más que una cena junto a Belén para comprender que se trataba de una mujer especial. La profesora proyectaba una suerte de bondadoso magnetismo sobre todas las cosas que acaparaban su atención. No era solo una dulzura reservada a las personas queridas, también en las palabras que decía, en las piedras románicas que estudiaba o en la manera de mover las manos, parecía Belén poner amor.

La inspectora, silenciosamente, disculpó al muerto de sus esporádicos encuentros con Belén. Incluso Josephine habría estado de acuerdo en que Belén, a sus cincuenta y pocos años, era una señora deliciosa.

Aquella mañana se habían citado bajo al Arco de Tito. No muy lejos de allí las esperaba el arqueólogo Davide Leone, buen amigo de Mauro Andrade y la última persona que lo vio con la cabeza sobre los hombros. El arqueólogo vivía en el antiguo gueto, junto a la sinagoga, y allí, junto a la puerta del templo habían quedado para que Cárol le interrogase sobre sus últimos momentos con Mauro Andrade, el camino que tomó, las cosas de las que hablaron y un montón de preguntas más que ella recordaba sin necesidad de apuntarlas en una libreta.

El antiguo gueto judío era un lugar apacible, donde la vorágine circulatoria y el estrépito de la cercana Via Veneto ni siquiera se intuían. No conservaba en pie grandes recuerdos de la vergonzosa historia que lo construyó, tan solo la calma de sus plazas y el silencio de algunas pequeñas calles se levantaban allí como invisible monumento al horror de la segregación.

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