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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (14 page)

BOOK: Un mal paso
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La sinagoga era un edificio imponente, cuya bóveda de aluminio se alzaba magnífica en el cielo romano. Apoyado en las rejas de entrada se encontraba Davide Leone.

Al tenderle la mano, Cárol se sorprendió levemente. Esperaba reunirse con una especie de profeta bíblico. Un viejo de barba cana y prolongada, tocado con un minúsculo sombrero y cubierto por una túnica blanca que le ocultara la débil osamenta. Pero no. Davide Leone vestía unos vaqueros desgastados, unas zapatillas deportivas y una camisa blanca de lino abierta hasta la mitad del pecho. Mediaba la cuarentena y llevaba la barba rasurada a una altura tan baja que más se trataba de un meditado desaliño que de una barba real. Tenía un perfil riguroso y unos labios tan finos que parecían crueles. «¿Por qué los arqueólogos acababan teniendo siempre un remoto aire a Harrison Ford?» O al menos los arqueólogos guapos, pensó Cárol.

Hablaba el español con un ligero acento sureño que la inspectora no supo reconocer.

—Pasé algunos años de mi adolescencia en Sevilla, además, en casa todos aprendimos español de pequeñitos —dijo dejando entrever una sonrisa triste—. Mi madre estaba empeñada en que su familia procedía de Sefarad. De Granada, decía, vaya usted a saber.

—Y tú no la creías, por supuesto —dijo Belén.

El arqueólogo levantó los brazos como si estuviera siendo víctima de un atraco.

—No lo pongo en duda, sencillamente me da igual. —Y una nueva tristeza le asomó a los ojos—. Somos el pueblo elegido, ¿no?, al fin y al cabo venimos de donde nos da la gana.

Cárol arqueó los labios en un intento de sonrisa. Por encima del ligero sarcasmo, flotaba en las palabras del arqueólogo una evidente sensación de hastío. Continuó:

—He pensado que podíamos tomar algo en la terraza de una cafetería cercana, es de un amigo y está en una plaza bastante tranquila. —Miró hacia el cielo—. Todavía tenemos una hora antes de que el sol nos abrase incluso debajo de una sombrilla.

Comenzaron a caminar. Belén se acercó a Davide y le pasó la palma de su mano por los hombros. Pretendía aliviarle el peso de una gravedad invisible que lo hacía caminar mirando al suelo. El hombre la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí. Se besaron en la mejilla en un gesto de afecto.

—En este barrio viven dieciséis mil judíos —le explicó Belén a la inspectora— y acabas de conocer al único antisionista de todo el gueto.

Davide hizo un esfuerzo por sonreír.

—Seguramente habrá más, pero soy el único que se atreve a decirlo.

Cárol no sabía muy bien en qué consistía eso de ser «antisionista», le sonaba vagamente de la televisión, de algún documental en el que aparecían banderas achicharradas, gente dándose empujones, militares disparando y niños tirando piedras, pero en rigor no sabía de qué se trataba y, desde luego, no tenía la intención de preguntarlo, para eso estaba Google. Más tarde, cuando llegase al hotel se enteraría.

Se sentaron en la terraza de una cafetería pequeña y coqueta, delimitada por tres grandes maceteros rebosantes de flores. Frente a ellos, cruzando la plaza, pasó un grupo de jóvenes ortodoxos con impecables camisas blancas y pantalones negros. Grandes bucles esponjosos les caían desde las sienes moviéndose, arriba y abajo, al ritmo de sus pasos ágiles. Cárol no pudo disimular un chispazo de curiosidad que Davide advirtió al instante.

—Son los futuros guardianes de la fe —dijo con ironía—, sin sus rezos constantes, sus familias numerosas y su mala leche fermentada en generaciones y generaciones de sectarismo este mundo se acabaría. De no ser por ellos Dios nos mandaría unas cuantas plagas bastante jodidas y nos fulminaría en menos que canta un gallo, así que ellos son nuestros salvadores, todos debemos estarles agradecidos.

Cárol comprendió que aquel hombre de mirada severa y manos contundentes estaba en lucha contra algo, aunque no sabía contra qué.

—Observe —le dijo.

Un inesperado impulso de acróbata lo puso de pie sobre la silla. Emitió un agudo chiflido y braceó en el aire como si fuera un náufrago llamando la atención de un barco. Silbó de nuevo y los chavales miraron en su dirección.


Todá rabá, todá rabá
[3]
—gritaba sacando a relucir el romano que llevaba dentro.

Uno de los jóvenes le lanzó un gesto de desprecio indiscutible y unas palabras amenazantes y groseras que hicieron reír a Davide.

La inspectora no salía de su asombro.

—Parece que no se lleva usted muy bien con sus vecinos.

—Sólo con algunos. A ellos les jode que yo sea arqueólogo y me dedique a desmontar las mentiras que llevan siglos inventando, y a mí me jode que ellos tengan muchísimo más poder que yo y reconstruyan en un santiamén las mentiras que yo intento desmontar.

—¿Por qué vive en este barrio entonces?

Lo pensó un instante, como si nunca antes se lo hubiese planteado.

—Supongo que porque soy judío, y soy italiano, y nací aquí. Que se marchen ellos si quieren —siguió meditando unos segundos más—, y por la comida, claro. Solo aquí se puede comer auténtica comida
kosher
. Y aunque solo sea por eso merece la pena no darse de baja de esta religión ni de este barrio, se lo aseguro.

La inspectora tampoco sabía qué tipo de comida era esa de la que hablaba el arqueólogo, pero no tenía tiempo para permitirse una clase de antropología cultural. Ella había ido allí a trabajar y en eso debía volcarse sin más demora.

—Señor Leone, cuénteme, por favor, todo lo que ocurrió el día de la desaparición de Mauro Andrade, desde el momento en que usted se encuentra con él en la sinagoga hasta que se despiden. No tenga prisa, demórese en detalles todo cuanto quiera. Es eso lo que más me interesa.

Las miradas del arqueólogo y de Belén se unieron durante unos segundos de silencio. Hasta Cárol comprendió que estaban manteniendo una conversación privada y muda. Davide trasladaba un aire estricto a cada uno de sus movimientos pero ahora se rascaba la barba con mesura, como si estuviera eligiendo la jugada idónea sobre un tablero de ajedrez.

Cárol sacó un cigarrillo y esperó a que se decidiese a hablar. También ella podía ser dura si se lo proponía.

—Inspectora, yo… —Se detuvo un instante y escrutó el final de la plaza como si fuese un horizonte imposible de alcanzar—. Verá, inspectora, Mauro y yo nos veíamos poco, de congreso en congreso o algunos días de vacaciones; teníamos responsabilidades a las que atender y el tiempo… ya se sabe; sin embargo, me atrevo a decir que soy una de las personas que mejor lo conocían. —Miró a Belén como para arrogarse ese permiso, y ella asintió con la cabeza—. Conectamos bien desde el principio, hace ya más de veinte años, eso fue todo, conectamos bien y luego nos fuimos regalando parcelas de confianza y así nos fuimos conociendo y labrando una amistad muy particular. Por supuesto, él tenía a su gente de Santiago, su hermano, la facultad, Josephine, pero entre él y yo era diferente, quizás el hecho de no vernos a menudo nos hacía tener menos reservas cada vez que nos juntábamos. No sé si me explico.

La inspectora asintió y lanzó una nube de humo por la boca.

—Quiero decirle con esto que teníamos mucha confianza el uno en el otro. Yo sentía que Mauro era una de esas personas con las que puedes contar en los momentos difíciles. ¿Comprende?

—Le entiendo, pero cuénteme qué hicieron aquella mañana.

El arqueólogo respiró profundo y esa sonrisa manchada de tristeza volvió a aparecer en su rostro. Levantó la cabeza como si las palabras que buscaba para continuar estuviesen gravitando en el espacio.

—Mire, inspectora, aquella mañana hicimos varias cosas, y todas ellas menos una fueron totalmente intrascendentes. Acudimos al entierro de un viejo amigo del barrio, solo porque Mauro se empeñó en ver un entierro judío; luego vinimos a esta misma terraza y después de un par de cervezas nos acercamos hasta un bar que hay dos calles más allá para jugar una partida de billar. A Mauro le gustaba aunque siempre perdía. —Una especie de melancolía le nubló los ojos—. Al salir dimos un largo paseo hasta el barrio de Testaccio, quería enseñarle a Mauro la tienda de un anticuario amigo mío, después de un rato curioseando objetos viejos no hubo tiempo para más y lo acompañé hasta la boca del metro; él tenía que pasar por el hotel para recoger la maleta antes de ir al aeropuerto. Nos abrazamos y en ese instante ocurrió lo único importante para su investigación, inspectora.

Se notaba que el arqueólogo estaba acostumbrado a dar órdenes, pero a Cárol no le molestaba la manera que tenía de expresarse, no resultaba tiránico, si acaso un tipo riguroso en los detalles, y eso era algo que a Cárol le interesaba.

—Lo único importante —repitió la inspectora como si estuviera anotando mentalmente sus palabras.

—Antes de irse le entregué a Mauro una memoria informática, un
pen drive
del tamaño de medio dedo que él se ofreció a guardarme por un tiempo hasta que yo se lo pidiera de nuevo.

El arqueólogo estaría esperando una pregunta sobre el contenido de la memoria, pero a Cárol le inquietaba más otra cosa.

—¿Por qué no podía guardarla usted?

El hombre asintió al comprobar que la inspectora hilaba fino. Apretó los labios y abrió grandes los ojos como si le hubieran golpeado en un lugar doloroso.

—Esa es la misma pregunta que llevo haciéndome desde que asesinaron a Mauro. ¿Por qué coño no la guardé yo?

Belén extendió su brazo para tocar la mano de Davide Leone en una muestra de compasión. El arqueólogo sintió el tacto de la mujer como una pequeña descarga que le hizo retirar la mano, pero al instante se relajó y le mostró una mueca de agradecimiento.

—Inspectora, voy a contarle la historia de una guerra tan estúpida como todas las guerras, aunque, en realidad, no sé muy bien por dónde comenzar.

Cárol le arrancó un par de papeles al servilletero que había encima de la mesa. Sacó del bolso un bolígrafo y le regaló al arqueólogo una mirada llena de expectación que venía a decir «adelante».

—Bueno, no sé si conoce usted, aunque sea por encima, el mundo universitario.

—Mis hijos todavía son pequeños y yo soy poli, ni siquiera acabé la enseñanza secundaria.

No era cierto, se diplomó en Magisterio, pero prefería dejarle al arqueólogo las manos libres.

—Hizo bien, las universidades no son lugares aconsejables para la gente de paz. Vaya al departamento que vaya siempre encontrará dos bandos enraizados en una guerra mortal y fratricida que no acaba nunca.

Sí, lo recordaba vagamente, un mundo con pequeñas miserias y personajillos enfermos de vanidad, pero también, creía recordar, algunas perlas de inigualable valor.

—¿Dos bandos?

—Siempre. En España, en Estados Unidos o en Italia, pero yo le hablo ahora de Israel y de aquellas universidades en las que se forma a los estudiantes para ser arqueólogos.

—¿Estudió usted allí?

—Sí, claro —dijo como si fuera algo que ella debería haber dado por supuesto—. Mire, inspectora, Israel, como podrá suponer, es un lugar bastante particular. Todas las cosas que ocurren dentro de sus fronteras, e incluso algunas que ocurren a miles de kilómetros de allí, están pensadas para reforzar y mantener la fuerza y la salud del Estado hebreo, y en este empeño la arqueología no es un asunto cualquiera. Tenga en cuenta que estamos hablando de un Estado donde la aparición de ciudades, templos o tumbas constituye un magnífico argumento para demostrar los derechos históricos sobre un territorio: «Veis, teníamos razón: los judíos poblábamos esta tierra antes que ningún otro pueblo, por eso nos pertenece». Le animo a que haga una búsqueda rápida en internet. Encontrará que al menos dos veces al año se descubre alguna nueva parte de la posible ciudad de David o del templo de Salomón o de cualquier otra cosa que sirva para dotar de peso científico la mítica historia del pueblo judío.

—Y supongo que también en esto habrá dos bandos.

Le bastó una caída de párpados para concederle la razón a la inspectora.

—Supone bien. Por un lado, están los arqueólogos que llamaré «minimalistas», una minoría que se rige por las normas científicas estándares del mundo arqueológico, es decir, atienden a los materiales que se encuentran en las excavaciones, y a partir de ahí elaboran las hipótesis sobre la posible ubicación de un antiguo asentamiento, sus costumbres, su economía, etc. Digamos que atienden al detalle de lo «mínimo», y sus conclusiones, como la misma ciencia, son generalmente poco pomposas pero bastante fiables.

La inspectora anotaba veloz complejas señales sobre las servilletas.

—Como cabe esperar, en el lado opuesto se encuentran los «maximalistas», que en mi opinión no son más que una pandilla de alucinados a sueldo del Estado y de las muchísimas fundaciones sionistas dispersas a lo largo del mundo, que pagan millones de dólares para que estos arqueólogos se lancen al interior de una excavación con la piqueta en una mano y una versión del Antiguo Testamento en la otra. Así, si en los Libros Sagrados se dice que el templo de Salomón se había construido con dos jardines perimetrales, ellos acabarán encontrando un palacio con dos jardines perimetrales y anunciarán a bombo y platillo que han descubierto una parte del templo de Salomón, aunque el resto de los materiales dispersos apunte más bien a que allí, hace dos mil quinientos años había un horno de pan. Se trata de una arqueología guiada por el inigualable rigor científico de los textos religiosos, ¿comprende?

Se detuvo un momento por si Cárol necesitaba alguna precisión o quería realizar alguna pregunta, pero la inspectora le animó con un sencillo gesto a que continuara hablando.

—Amos Roth es el gran pope de los maximalistas. El jefe indiscutible. Dirige las principales excavaciones del país y en los últimos veinte años no ha habido proyecto bien financiado en el que su nombre no aparezca en cabecera. Bien visto por todos los gobiernos pasados, presentes y futuros, su nombre suena siempre como próximo ministro de cultura, pero él prefiere mantenerse al margen de grandes cargos, así gestiona mejor sus intereses. Si Dios en persona bajase a Israel tendría que sentarse con Roth para discutir los planos de la antigua Jerusalén y seguramente Dios se dejaría convencer. Bajo la tierra se oculta el hogar mítico y milenario de todos los judíos, Roth lo tiene perfectamente diseñado dentro de su cabeza y, poco a poco y con pequeñas trampas, lo va sacando a la luz. No sé qué más puedo decirle; casi es mejor que meta su nombre en internet y podrá hacerse una idea del tipo de persona de la que le estoy hablando. Basta con decirle que se tiñe el pelo para no aparentar su edad, y aunque esto es algo indemostrable y le pueda parecer una frivolidad por mi parte, me consta que de vez en cuando se cita con mujeres jóvenes; tan jóvenes que algunas no alcanzan los dieciocho años.

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