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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (20 page)

BOOK: Un mal paso
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Fuera como fuese le pareció un exceso tener al otro lado de la línea al secretario de Estado.

—Buenas tardes. —Y se sorprendió de que la voz le saliera tan clara.

—Muy buenas tardes, comisario Corbalán, encantado de hablar con usted.

—Igualmente, señor secretario.

Pues sí, por teléfono tenía la misma voz de trompeta que por televisión.

—Supongo que se encontrará algo sorprendido por esta llamada.

Le hubiera gustado decir que no, que precisamente hacía un minuto acababa de hablar con Obama sobre unos asuntillos en Osetia del norte, o del sur, pero dudó que al secretario le divirtiera ese tipo de humor.

—En efecto —dijo—, reconozco que estoy intrigado.

—Verá, comisario, he preferido llamarle personalmente, no solo porque el tema que nos ocupa sea delicado, sino para ofrecerle todas las explicaciones que usted quiera demandarme. Desde el ministerio estamos muy preocupados en llevar a cabo una política de comunicación interna que rompa con los viejos esquemas de obediencia estricta; buscamos una comunicación transversal de las órdenes, que las decisiones se entiendan dentro de un marco positivo y consensuado, en definitiva, que todos rememos en la misma dirección.

Ya no cabía la menor duda. Era el verdadero secretario de Estado, y si no se había perdido entre tanta vacuidad políticamente correcta, el ministro llamaba para darle una orden.

—En realidad, ha sido el subdelegado del gobierno quien me ha hablado del caso que usted lleva; según parece sus superiores habían solicitado ayuda para localizar a un ciudadano israelí.

—El señor Amos Roth —le completó Suso.

—Que usted calcula puede estar implicado en un asesinato, ¿no es cierto?

—Seguramente no tenga nada que ver, pero la única manera de saberlo es hablando con él, y eso, hasta ahora, ha resultado imposible. —Siguió rápido para que el secretario no le interrumpiera—. Yo comprendo que un país tenga dificultades para localizar a un prófugo que se esconde dentro de sus fronteras o incluso, tratándose de Israel, que no quiera entregar a un ciudadano acusado en el exterior de cualquier asunto, pero al señor Roth, por el momento, no se le acusa de absolutamente nada, sencillamente queremos hablar con él.

—Lo entiendo, comisario Corbalán, y es en este punto donde puedo ofrecerle cierta ayuda.

Perfecto. Ya empezaban a hablar el mismo idioma. El secretario prosiguió.

—El señor Roth se encuentra en Estados Unidos llevando a cabo un tratamiento contra el cáncer linfático que padece desde hace unos cuantos años. Según nos cuentan los colegas israelíes la situación no da lugar a muchas esperanzas y en pocas semanas regresará a Israel, posiblemente para morir tranquilamente en su casa.

—¿Qué edad tiene?

—Sesenta y seis años.

No dudó de la veracidad de la información del secretario pero le hubiera gustado saber de dónde había salido, aunque no tuvo el valor suficiente para preguntarlo.

—Desde luego, no es una situación ideal —continuó el secretario—, sin embargo, hemos alcanzado un acuerdo con la embajada de Israel y están dispuestos a pasarle al señor Roth un cuestionario con las preguntas que usted quiera realizarle.

Bueno, en principio no se podía decir que estuvieran entorpeciendo la investigación, pero en el interior de la cabeza del comisario un dedo invisible activó el interruptor de la sospecha.

—¿Tan fácil?

—Sí, aunque debo avisarle que el señor Roth podrá negarse a contestar cualquier pregunta que afecte a la seguridad de Israel.

Los labios del comisario dibujaron un gesto de disgusto.

—Se trata de un arqueólogo, no creo que tenga muchos secretos de Estado que guardar.

El secretario sonrió.

—Me temo que muchos asuntos que a nosotros nos parecen intrascendentes se ven de otra manera en Israel.

—Es decir, que me devolverán el cuestionario vacío.

—Depende de lo que quiera preguntar. Mire, comisario, voy a serle todo lo sincero que se puede ser por teléfono, si sus pesquisas van más allá de lo personal y apuntan en cualquier dirección que no simpatice con el gobierno de Israel ya puede ir olvidándose del tema. Se lo digo con sinceridad y sin ninguna alegría. Es así de crudo y de sencillo. No se puede.

Lo lógico, y viniendo de un político, habría sido agradecer el arrebato de franqueza. Pero Suso pensó que si estos elegantes señores de corbata y despacho de cincuenta metros cuadrados no podían hacer un mínimo esfuerzo por limpiar el estercolero de este mundo, tampoco él tenía por qué agradecerles nada. Permaneció callado con la clara intención de incomodarlo, pero el secretario tenía mucha más cuerda que él y le aguantó el silencio sin apenas inmutarse.

—No puedo decirle que esté encantado con esta clase de noticias.

—Lo comprendo, y por eso mismo he querido llamarle en persona. Prefiero que se cague usted en mis muertos en directo y no le eche la culpa a cualquiera de sus superiores, que ni siquiera podrían explicarle la cruda verdad del asunto.

¿Y si se cagaba en sus muertos, aunque solo fuera por hacer la gracia?

—Creo que por ahora voy a dejar en paz a sus difuntos, secretario; tampoco arreglaríamos nada, y quién sabe, quizá mañana llegue usted a ministro y yo necesite un favor. Sospecho que usted se acordaría si hoy le falto al respeto.

En Madrid, al otro lado de la línea, se escuchó una risa que parecía sincera.

—Puedo perdonar a los paisanos. Yo también soy gallego.

—Pues permítame decirle que se ha dejado usted el acento olvidado en una reunión bilateral.

La risa se renovó.

—Sin duda, pero conservo el humor.

Suso mostró su intención de acabar con aquel idilio, pero el secretario lo interrumpió.

—Una última cosa, comisario. No se fíe más de lo conveniente de su informador en Roma.

Ahora fue Suso el que sonrió. El Gran Hermano vigilaba desde las altas instancias.

—¿Lo conoce?

—No, ni ganas, pero gente bien documentada me asegura que las actividades del señor Leone no siempre son todo lo claras que cabría desear en un profesor de su prestigio.

—¿Puede ser más preciso?

—Italia está llena de obras de arte que las autoridades no siempre alcanzan a proteger como es debido, y no está claro el papel que Leone jugó en algunas piezas desaparecidas.

«Maravillosa guerra sucia», pensó Suso. Davide Leone podía ser el hombre más honesto de la tierra pero los amigos de Roth eran capaces de descargar un cubo de porquería sobre la imagen más inmaculada y dejarla hecha una pocilga. Sintió una compasión distante por Leone y por sus guerras perdidas de antemano.

—Lo tendré en cuenta, secretario, le agradezco la atención de llamar personalmente.

—Ha sido un placer, comisario. Le deseo toda la suerte del mundo en la investigación.

Colgaron.

A partir de mañana, cuando en la tele de un bar cualquiera estuvieran poniendo el telediario, Suso podría levantarse y decirle a la concurrencia: «Yo conozco a ese tipo».

Capítulo 18

E
n la pandilla, a propuesta de Ana y Edurne, habíamos decidido hacer un esfuerzo suplementario en la octava jornada de Camino, y andar cuatro kilómetros más de lo que aconsejaban las guías para pernoctar en un lugar llamado Grañón.

La lógica suponía que debíamos dormir en Santo Domingo de la Calzada, pero las montañeras navarras argumentaron que en Grañón, un pueblecito de cuatrocientos habitantes, no tendríamos que sufrir las acumulaciones peregrinas de un albergue masificado, y podríamos descansar en una estancia dentro del recinto parroquial que tenía capacidad para veinticinco personas. Prometían una noche más cómoda y, de alguna manera, también más íntima.

Por mi parte, ningún inconveniente, después de ocho días mis piernas se habían endurecido y las ampollas de los pies ya no suponían un tormento, así que podía asumir cuatro kilómetros más de marcha sin la mayor complicación. El problema estuvo en explicarle el cambio de planes a Masahichi, nuestro feliz amigo japonés, que ante las indicaciones de Edurne decía con la cabeza que «sí» aunque todos sabíamos que, en el fondo, era que «no».

Lo único que me inquietaba de dormir en Grañón era no poder dedicarle el tiempo deseado a Santo Domingo de la Calzada, porque, en sus cercanías o dentro de sus murallas habían ocurrido cosas que yo quería contarle a mis lectores. Por ejemplo, la vida y obra de santo Domingo, un tipo hiperactivo que fundó una ciudad, construyó un puente, trazó una calzada y levantó una hospedería; y todo ello con el único interés de aliviarles las fatigas a los peregrinos de principios del siglo XI. Todo un majo medieval santo Domingo.

Estaba también don Enrique II de Trastámara, que ganó un hueco en la historia tras asesinar a su hermanastro Pedro I en una guerra civil y castellana. Y, por supuesto, no pasaría por alto la salvajada que en aquel lugar se cometió contra cien herejes traídos de Durango, que fueron quemados vivos para escarmiento popular y mayor gloria de la Iglesia.

Pero sin duda, la principal leyenda en torno a Santo Domingo era aquella que contaba la historia del gallo y la gallina, que después de ser asados y dispuestos en una bandeja para el almuerzo de un corregidor, revivieron y se pusieron a cantar sobre la mesa para demostrarle al incrédulo funcionario los poderes milagrosos de Santiago. Desde entonces, y en memoria de semejante hito, tienen viviendo de prestado en la catedral una gallina y un gallo blancos.

Curiosamente yo había escuchado la misma leyenda años atrás en Portugal, pero en este caso el gallo resucitado era oriundo del pueblo de Barcelos. Me resultó inquietante el gusto del apóstol por resucitar aves de corral.

Seguirle la pista a un rey, un santo, cien herejes y dos animales con plumas retrasó inevitablemente los tiempos que me había marcado para llegar a Grañón, pero aun así no quise abandonar Santo Domingo sin merendarme unos cuantos pasteles que llamaban «ahorcaditos», con fino hojaldre y suave crema de almendras, que me suministraron la energía suficiente en los últimos kilómetros del día.

Finalmente, alcancé Grañón, con el sol ya en franca retirada. Gracias a la amabilidad del cura Gabriel no tuve problemas para sellar mi cartilla de peregrino, ni para buscar acomodo junto al resto de la pandilla en la iglesia de San Juan Bautista.

Gabriel era un hombre afable, sereno y divertido al que intenté convencer durante la cena para que abandonara el sacerdocio y se diese sin recato a las mujeres, porque un tipo de treinta y pocos años como él no podía dejar que la vida se limitara a ver pasar peregrinos en el último pueblo riojano con dirección a Santiago.

Gabriel se reía de mis ocurrencias y no descartaba convertirse un día de estos en entrenador de fútbol, que, por encima de la sotana, era su verdadera pasión, pero por ahora lo de hacerse semental le quedaba lejos ya que intuía que esa profesión acarreaba grandes problemas emocionales y él, de momento, se encontraba tranquilo y feliz en Grañón, ayudando a la gente, decía.

Varias horas estuvimos conversando Gabriel y yo en medio de una noche generosa de verano y bajo un cielo con lucecitas centelleantes. El resto de la pandilla se había marchado al pequeño albergue anexo a la parroquia. La charla y las risas junto a Gabriel habían merecido los cuatro kilómetros de añadidura, pero si no me acostaba pronto mañana notaría la falta de descanso y me resentiría durante el camino hasta mi futura meta en el pueblo burgalés de Belorado. Sin muchas ganas emprendí la retirada.

—Bueno, Gabriel, ya me marcho, todos están durmiendo y se hace tarde.

El cura se peinó el pelo con la mano.

—No todos están durmiendo. —Y una sonrisa de niño malo le iluminó la cara.

En principio no comprendí a qué se refería pero sus ojos, chispeantes, me guiaron con una mirada traviesa hasta la puerta de la iglesia.

Reflexioné durante unos segundos.

—¿Tino y Ana? —pregunté mentecata y estúpidamente abochornado.

Se encogió de hombros.

—Hace ya rato que entraron —dijo divertido—. Hasta yo me hubiera cansado de tanto rezar.

No recordaba en qué momento los había perdido de vista, pero si Gabriel decía que estaban allí dentro debía de ser verdad, al fin y al cabo, era su negocio. Me sentí súbitamente responsable de aquellos dos jóvenes apasionados, que en menos de una hora deberían haber acumulado una buena cantidad de pecados mortales, pues, aunque yo no estaba muy puesto en la escala de sacrilegios, imaginaba que lo de amarse en una iglesia debía de estar entre el
top ten
de las barbaridades pecaminosas. ¿Se sacaría Tino la cámara del cuello para esos menesteres? ¿Por qué se me ocurrían aquellas sandeces?

Asumí la responsabilidad de ir a llamarles la atención y Gabriel levantó un brazo para detenerme.

—¿Adónde vas?

Ni siquiera contesté, tan solo apunté con el dedo a la puerta de la iglesia. El párroco de Grañón cabeceó.

—O sea, que pretendes que me largue de este pueblo a desvirgar muchachas y consolar viudas y, sin embargo, te abochornas de que dos chavales estén pasando una bonita y fresca noche peregrina dentro de una iglesia.

—Hombre, yo era por si…

—No creo que estén haciendo algo que Dios no haya visto con anterioridad.

Se equivocaba. Yo había estado en algunos locales de Barcelona donde las chicas tenían que buscarse la vida entre la canalla más descorazonadora. Si el Dios de Gabriel se hubiera tomado allí un par de copas se habría tapado los ojos, como yo lo hice en su momento.

—Nos veremos en el infierno, mal cura —le dije a modo de despedida.

Él, desde la piedra en la que estaba sentado, me tendió la mano, se la estreché y comprendí que Gabriel nunca llegaría a santo.

Me adentré en la apacible oscuridad del albergue y unos ronquidos profundos me recibieron con la regularidad de un diapasón. Era Manu. Como un ratoncillo levanté la cabeza y agucé el olfato. De entre las pocas camas que quedaban libres debía encontrar aquella que más metros me alejara de las botas de Manu. Lancé las manos hacia delante, y a tientas, me puse a buscar.

* * *

Amaneció, y con la claridad llegaron los primeros sonidos rurales de la mañana. Al cielo limpio todavía le quedaban residuos azules de la noche anterior. La ausencia de nubes anunciaba una dura jornada bajo los rigores del sol. Antes de marcharme busqué al cura Gabriel para verle la cara a la luz del día y dejarle mi dirección por si en algún momento se decidía a venir por Barcelona, pero no lo encontré en la iglesia y ninguno de los pocos aldeanos que a aquellas horas deambulaban por las calles supo darme noticia de su paradero. Así que abandoné Grañón y emprendí una nueva jornada, la novena, con los pulmones inflamados de aire puro y la mochila a la espalda, convertida ya en un apéndice más de mi cuerpo.

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