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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (24 page)

BOOK: Un mal paso
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—Voy a seguir escribiendo, comisario, no necesito ni su autorización ni el apoyo del periódico. La red, por ahora, es libre. Consulte su correo electrónico de vez en cuando, le enviaré mis próximos artículos.

Las puertas de la comisaría de Burgos estaban bien engrasadas. Apenas las tocabas se cerraban con un sigiloso «clic».

Capítulo 22

E
l policía de paisano que ejercía la vigilancia en el barrio de San Lázaro llamó a la comisaría para advertir a la inspectora Cárol de que Fiz Couñago, el prófugo que llevaban días buscando, acababa de entrar en el portal de la siquiatra Fátima Santos. El policía pedía un par de refuerzos para proceder a la detención, pero en la comisaría le explicaron que la inspectora ya iba de camino con dos coches patrulla. Debía quedarse tranquilo y esperar órdenes.

Media hora antes Fiz se había puesto en contacto con la policía. No fue fácil convencerlo de que el comisario encargado de la investigación estaba ausente en aquellos momentos y de que la inspectora Cárol podía atenderle con la misma fiabilidad en lo referente a la muerte y desaparición de Mauro Andrade.

Fiz hablaba desde una cabina y Cappi Romanesco le pasaba la calderilla que el teléfono público tragaba con avidez.

—Pues dígale a la inspectora que soy Fiz Couñago y que necesito hablar con ella de arte románico.

En menos de medio minuto Cárol estaba al otro lado de la línea. No pudo persuadirlo para que se personara en la comisaría, y no porque Fiz sintiera que un peligro policial lo llevaría de cabeza al calabozo, sino porque antes de contarle a la inspectora el asunto de las estatuas Fiz quería hablar con Fátima que, a la postre, sería la única persona capaz de entender el alcance de su descubrimiento. Así que la inspectora accedió a encontrase con él una hora más tarde en la consulta de la siquiatra. Allí le contaría.

—¿Pero no puede usted adelantarme algo? —preguntó Cárol, que en las pocas palabras que intercambiaron ya había notado cierta enajenación que le aseguraba estar ante el verdadero Fiz Couñago.

Fiz le guiñó un ojo a Cappi de forma pícara.

—Tenemos que actuar con rapidez, inspectora, porque la siguiente cabeza en rodar será la del deán, y después se quedará sin manos, por algo son estatuas gemelas, ¿no cree?

Sí, calculó Cárol, había que actuar con rapidez, sobre todo para saber qué clase de ideas le bullían a aquel chiflado dentro de la cabeza.

Los policías se reunieron al inicio de la calle donde estaba el portal de la siquiatra. La inspectora iba a entrar sola, pero los quería apostados en las inmediaciones del portal para pasar a la acción ante cualquier eventualidad. En principio no había que ser alarmistas, le había parecido entender en la breve conversación que también la siquiatra estaría presente, pero si la cosa se ponía fea mandaría una señal con el
walkie
.

La inspectora timbró y Martiño fue el encargado de abrirle la puerta. Estaba allí porque Fátima lo había llamado justo después de que Fiz diera señales de vida. El empleado de hogar abandonó la faena de aquella mañana y se lanzó al encuentro de su amigo, que nada más verlo le abrazó y se interesó por el perro
Diderot
, desactivando de un plumazo todos los reproches y censuras que Martiño había mascado con ahínco en los días que duró su ausencia.

La inspectora le recogió la mano en un saludo suave, y lo siguió hasta una habitación amplia, con una mesa ovalada de cristal, que Fátima reservaba para las terapias colectivas.

Cuando Cárol puso el pie dentro de la sala se llevó la mano al
walkie
en un acto reflejo. Aquello bien podía ser una trampa. Estaba sola frente a cuatro personas desconocidas. Alrededor de la mesa, distribuidos como un estrafalario consejo de administración, se encontraban Fátima, Fiz, Cappi y Martiño, que con la delicadeza que lo caracterizaba había separado una silla y se la ofrecía a Cárol para que tomara asiento.

La inspectora midió sus movimientos con cautela, se acercó hasta la silla sin despegar la mano en ningún momento del transmisor. Su idea era encontrarse a solas con «el loco de los papeles», a lo sumo con su siquiatra, pero aquello era una inquietante reunión cuyos motivos y consecuencias de momento no sabía calcular.

A Fátima la reconoció sin dificultad, la había visto el día anterior en el café–bar Derby junto a una mujer morena de piernas kilométricas; a Fiz también le ponía cara gracias a las fotografías que Bouzas, el jefe de los municipales, le había pasado a Suso. Al natural resultaba más famélico pero mantenía en el rostro un singular gesto de tristeza que lo hacía inconfundible. De los otros dos no sabía nada. Aventuró que el hombre de pelo rizado que le había abierto la puerta sería el empleado de hogar, el tal Martiño, el que tenía una hermana en Teo; pero el tipo con el sombrero de fieltro desteñido, el traje burdeos y el chaleco verde suponía una verdadera novedad para la inspectora, al tiempo que un elemento estéticamente discordante en medio de la sala. Para aumentar su desconcierto un viejo violín lleno de rasguños descansaba sobre la mesa.

—No esperaba tanta concurrencia —dijo Cárol.

Fiz se adelantó y llevó a cabo una breve presentación. El hombre del sombrero se llamaba Cappi Romanesco, era artista ambulante, y delante de él se podía hablar con absoluta confianza del asunto que los había reunido.

—Ah —dijo Cárol sin encontrar más palabras para su asombro.

Fátima tocó el brazo de Fiz para indicarle que debía tomar asiento y dejarle a ella introducir la conversación, tal y como habían acordado.

—No se preocupe, inspectora, nosotros ya nos marchamos —quiso tranquilizarla—. Fiz quiere enseñarle algo que él considera muy importante para la investigación que están llevando a cabo. Después le acompañará a la comisaría y pasará por todos los trámites que usted considere oportunos, ya hemos hablado con un amigo abogado que está dispuesto a ayudarnos. Pero antes es necesario que usted lo escuche.

Cárol asintió, todavía asombrada por el aspecto carnavalesco de Cappi, volvió a pasear la vista por los contertulios y lentamente fue separando la mano del
walkie
hasta llevarla a la mesa.

La siquiatra se levantó e hizo una señal a Cappi y Martiño para que la acompañaran a una sala contigua, pero Cárol interrumpió sus movimientos.

—Quédense, por ahora —dijo secamente—, así nos vamos conociendo.

Todos regresaron a sus asientos. Martiño y Fátima aliviados por poder echarle una última mano a Fiz en sus desventuras; Cappi, sin embargo, lamentó en silencio la decisión de la inspectora. Aquella habitación se le antojaba una jaula de zoológico, y bajo su piel de gitano solemne latía un miedo de animal cautivo.

Cárol pidió permiso para encender un cigarrillo. Con las primeras caladas se fue disipando el desconcierto inicial y poco a poco se sintió dueña de la situación. Irguió su espalda sobre la silla para dirigirse a Fiz con una sobriedad muy natural en ella.

—Me dijo usted por teléfono que quería hablarme de arte románico.

Fiz se frotó las manos y sonrió. Por detrás de su cara triste se adivinaba cierto aire de sátiro que no pasó inadvertido para la inspectora. Levantó la revista como quien enseña un trofeo, su gusto hubiera sido lanzarla para que la policía la cogiera al vuelo, pero Fátima, temerosa de las raras soluciones que Fiz aplicaba a los problemas más sencillos, se la quitó de las manos y la posó con mesura delante de la inspectora.

La gárgola azul
, se leía en la portada.

* * *

El sol de julio caía generoso sobre la bulliciosa plaza del Obradoiro. Decenas de peregrinos se congregaban entre sus límites, unos felices por haber terminado la peregrinación, otros exhaustos y tumbados en el suelo, observando la fachada de la catedral sin acabar de entender cómo los seres humanos eran capaces de obras semejantes. Había grupos llegados en autobús, y personajes solitarios que llevaban seiscientos kilómetros a cuestas con su soledad. Muchas fotos para el recuerdo, muchos abrazos, algún que otro llanto, y en medio de la algarabía peregrina, pasaban los santiagueses con sus asuntos en la cabeza, sin tiempo para detenerse y preocupados por esquivar la marea humana que se movía por la plaza sin orden ni concierto.

Fátima, Fiz y Cárol accedieron a la plaza por la escalera que subía de la Rúa das Hortas. Venían solos. La inspectora había mandado a casa al resto del grupo, incluyendo a los policías: para ver un par de estatuas no hacía falta tanta gente.

Decididamente Fiz Couñago estaba como una regadera y su amiga la siquiatra tenía un pequeño punto de soberbia que la incomodaba, quizá porque era muy similar al suyo propio, y rebotaban como dos imanes orgullosos y femeninos. Pero más allá de eso debía admitir que la lectura del artículo le había despertado una punzante curiosidad y, desde luego, no era descabellado atribuirle alguna conexión con el asesinato. Allá donde se encontrara el cuerpo de Mauro Andrade, su aspecto sería muy similar al de las estatuas: un tronco mutilado, sin manos y sin cabeza, y una casualidad semejante ya suponía un indicio digno de ser investigado. El demente Fiz Couñago pretendía ir más allá, y veía un paralelismo indiscutible entre las estatuas y los gemelos, algo que le llevaba a aventurar la próxima decapitación del deán, si antes alguien no ponía remedio. Cárol descartaba una hipótesis tan alarmista, no obstante la casa del deán seguía custodiada por policías de paisano, y en ese sentido, tenía garantizada su seguridad.

Cruzaron la plaza en diagonal sorteando la muchedumbre de turistas y peregrinos. Fiz se encontraba ansioso a pesar de que Fátima le había suministrado un par de pastillas; era presa de una euforia apenas contenida; jugar a desentrañar asesinatos era más emocionante que pegar papeles subversivos en las rejas de la catedral. Fantaseaba con resolver el crimen gracias a sus golpes de astucia, o al menos dejarlo en bandeja para que la inspectora cerrase el caso. A fin de cuentas aquella mujer lo estaba tratando correctamente, no gritaba, ni se mostraba irritable, puede que los polis no fueran tan patéticos como él había imaginado.

—Pues claro, hombre, es que deberíamos haber acudido antes a la policía —dijo Cunqueiro.

—Chsss —lo calló de cuajo ante la extraña mirada de las dos mujeres que no entendían a qué venía aquella especie de estornudo.

Era la una del mediodía. En la puerta del museo una joven de imperturbable sonrisa vendía las entradas y regalaba los folletos informativos. Después de cobrar guardó el dinero en un cajón y les advirtió que debían darse prisa porque el museo cerraba a la una y media, aunque si no terminaban la visita podían regresar a la tarde, ya que la entrada servía para todo el día.

La pillería molestó a Cárol, que aireó su placa.

—Vamos a estar el tiempo que necesitemos. —Y a Fiz le gustó ese golpe de carácter.

Se situaron en medio de la sala y apenas tuvieron tiempo de echar un primer vistazo cuando Fiz llamó la atención de las dos mujeres.

—Aquí, aquí. —Daba pequeños brincos como un niño ilusionado.

Se trataba de la denominada «Figura masculina sedente», la primera estatua a la que se refería el artículo. En efecto, era un señor sentado, sin cabeza y sin manos. Cabía imaginar que originalmente portaba algo porque los brazos estaban tendidos en actitud de ofrecimiento, pero ese algo debió de perderse el mismo día en que el señor se quedó manco.

Cárol detuvo la mirada en una especie de pañuelo con pliegues que adornaba el cuello roto de la estatua, recordó las palabras del artículo sobre «los paños mojados» y tuvo la impresión de que el arte se volvía más sencillo cuando te enseñaban a mirarlo. La túnica le caía elegante hasta los pies y parecía cualquier cosa menos piedra.

Fiz giraba alrededor de la figura en busca de algún detalle que su perspicacia de profesor supiera interpretar. Fátima en cambio la observaba con cierta distancia, como si se tratara de un animal dormido.

—Vamos a la otra —propuso Fiz, ilusionado de que la comparación entre ambas diera algún fruto.

Las mujeres le siguieron. El hombre enfermo se dirigió sin vacilar hacia una sala contigua. Según el artículo, allí se encontraba la «figura decapitada», aquella que supuestamente representaba a un antiguo profeta y que tenía el cuerpo de un león labrado en la parte trasera. Cabeceó en ambas direcciones, otros objetos románicos aparecían dispersos por la premeditada oscuridad de la sala, pero del señor sin cabeza no había rastro. Aunque él hubiera jurado que Mauro Andrade la situaba allí, sin embargo… Le pidió la revista a la inspectora. Leyó. Efectivamente: planta baja, sala B, en el exacto lugar en que ellos se encontraban, pero el profeta y su león no estaban por ningún lado, habrían salido de paseo por los alrededores de la catedral, como él mismo acostumbraba hacer con
Diderot
. Le devolvió la revista a Cárol y con acelerados pasos se marchó hasta la sala C, la que contenía una reconstrucción del antiguo coro pétreo. No, allí tampoco estaba; ya sin disimulo corrió hasta la sala del arte antiguo y prerrománico, desde luego, no era aquel el lugar que le correspondía a una estatua románica, pero en los museos gestionados por la Iglesia ya se sabía, había veces que… tampoco. Ni rastro.

Regresó junto a las mujeres, incapaz de explicar dónde se encontraba la «Figura decapitada» que les faltaba. Relajó los músculos de la cara y dejó caer los brazos como si fueran a desencajarse. Fátima adivinó que las pastillas empezaban a hacerle efecto.

—No está —se limitó a decir.

Las dos mujeres se miraron. Cárol se acercó a la mesa de la entrada, donde la chica sonriente esperaba la hora de cierre rellenando un sudoku de nivel medio, extrajo
La gárgola azul
del bolso y le señaló la figura que estaban buscando.

La joven hizo un mohín extraño pero al instante recompuso el gesto y sacó a relucir su inevitable sonrisa.

—La están restaurando —dijo sin apenas despegar los labios.

—¿Restaurando?

—Sí, se la llevaron ayer, tardará un par de meses en volver a estar expuesta.

Ya es casualidad, pensó Cárol. Lástima que ella no creyese demasiado en las casualidades.

—¿Qué le ocurría?

Los hombros de la muchacha se elevaron hasta rozarle las orejas.

—Yo vendo entradas, señora. Oí decir algo de un bicho que ataca las piedras, pero no sé más. Si quiere puede preguntar en el cabildo o en el arzobispado.

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