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Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (28 page)

BOOK: Un mal paso
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La inspectora ladeó la cabeza en un gesto de sorpresa.

Maruxa consideró que era necesaria una aclaración.

—Aquí somos muy pocos, señora, y Clemente lleva media vida con la venta de congelado; conocemos tantas cosas los unos de los otros que a veces yo me digo que sería mejor no saber tanto.

—¿Sospechan ustedes de alguien? —Cárol sabía que en cualquier pueblo aquella pregunta era una bomba de relojería.

Clemente tensó los labios hacia abajo. Concentró la mirada en el vaso y con un movimiento sereno lo llevó hasta la boca y lo vació de un buche. Su esposa volvió a llenarlo.

—¿Se lo dices tú o se lo digo yo? —retó al marido.

Como el hombre permaneció en silencio Maruxa consideró que le daba licencia.

—Después de poner la denuncia no hemos querido volver a la Guardia Civil, somos gente de paz y no queremos líos. —Se sirvió ella también un traguito—. A nadie le gusta que jueguen con su pan, y aquí han pasado cosas muy
feiñas
desde que desapareció la furgoneta.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó la inspectora suponiendo que entraba en terreno abonado.

La mujer llevaba el pelo teñido de rubio y recogido en una coleta. Se palpó el cabello y se rascó la frente con cierto nerviosismo.

—Hay un vecino, Marcial, uña y carne con Clemente hasta antes de ayer; compañeros de dominó, con eso está todo dicho. Él sabe bien lo que se gana o se deja de ganar llevando congelados a los otros pueblos porque su familia y la nuestra han sido como la misma. Yo no digo que haya robado la furgoneta, la cosa está mal, pero está mal para todos, su hijo mayor se quedó en paro hace más de un año, y de vez en cuando Clemente lo llevaba con él en el reparto para que se sacase unos cuartos. Yo no digo que haya robado la furgoneta, pero una semana después de aquello, el hijo de Marcial apareció con vehículo propio, y aprovechando que Clemente no tenía con qué repartir empezó a comerle el negocio y se fue por los pueblos a vender. Eso duele, porque éramos como familia. Marcial vino a disculparse pero su hijo no le hace caso y sigue vendiendo. Yo no sé de dónde sacó el dinero para comprarse la furgoneta, pero si pienso mal, me da que vendiendo la nuestra pudo comprarse la suya.

—Déjalo ya —le interrumpió su esposo.

—Sí, lo dejo —le replicó subiendo el tono—, pero tú ya tienes tus años, y ahora haces el doble de pueblos que antes para traer los mismos cuatro duros. En esta casa nunca sobró el dinero, pero si algo le enseñamos a nuestros hijos es que hay que ser decentes. Y me duele tanto por ti como por el pobre Marcial, que ya lo sufre en sus carnes. —Dejó de mirar a su marido y se centró en Cárol—. Mire, señora, cuando el maldito chapapote mi marido y Marcial fueron los únicos de todo el pueblo que no cogieron el dinero que regalaban los políticos, porque lo regalaban, señora, lo regalaban a espuertas para callarnos la boca, y no se lo cuento para que me cuelgue una medalla, el paro fue duro y cada uno en su casa lo llevó a su manera, se lo cuento para que vea que yo no dudo del pobre Marcial, pero su hijo es otra cosa. Ya sabe eso que dicen de la cuña que sale de la misma madera, ¿no?

El hombre golpeaba la mesa con el dedo índice, como siguiendo el ritmo de una canción que solo él escuchara. Sus ojos permanecían fríos e inexpresivos.

—Ahora, que si como usted dice encuentran la furgoneta pronto, pues mejor, pero el daño ya está hecho —terminó Maruxa.

—¿Hay posibilidad de hablar con Marcial o con su hijo?

Clemente se tensó como una vara.

—Ya está bien —dijo dando con la palma de la mano sobre la mesa—. Lo pasado, pasado está, no hay por qué darle más vueltas. Pudo ser cualquiera. Además, cada uno tiene el derecho a trabajar en lo que le dé la gana.

Se rellenó el vaso y volvió a vaciarlo de un trago.

Las dos mujeres se miraron y la inspectora comprendió que bajo la aparente mansedumbre de Clemente se ocultaba un hombre con carácter.

Si tal y como suponía Maruxa el hijo de Marcial había vendido la furgoneta y la sierra eléctrica, habría que hablar con él para sacarle la identidad del comprador como fuera.

—Me temo que tendré que ir a ver al hijo de Marcial. ¿Cómo se llama?

—Pepe, Pepiño —dijo la mujer sin dudar un instante—, vive dos calles más abajo, ahora mismo debe de estar trabajando pero regresará a la hora del almuerzo; si quiere yo misma puedo acompañarla, así nadie podrá decir que escondemos la mano después de tirar la piedra.

Clemente se levantó de un salto enérgico. A sus sesenta y tantos años era un hombre fornido con la fuerza suficiente para hacerle daño a cualquiera que se le pusiera por delante en un mal día. De un manotazo derribó la primera silla que le salió al paso y abandonó la habitación con grandes zancadas, dejando tras de sí una estela de frustración y orujo; segundos más tarde un estruendo hizo temblar la lámpara del salón. Clemente se había marchado a la calle, cerrando la puerta de muy malas maneras.

—Le duele —dijo Maruxa comprensiva—, yo sé que le duele porque Marcial y él han sido como hermanos, pero no podemos dejarnos avasallar. Las cosas son como son y quien la hace debe pagarla, ¿no cree?

Cárol sonrió.

—Bueno, en eso estamos —dijo intentando rebajar la tensión del ambiente.

Maruxa se levantó y con manifiesta dificultad incorporó la silla del suelo. Era robusta como su esposo, y los movimientos más sencillos resultaban complicados en un cuerpo evidentemente sobrado de peso. Se llevó las manos a la espalda y maldijo en gallego la jodida artrosis.

Frente a Cárol había una puerta medio abierta que dejaba ver parte de la cocina, hacia ella se dirigió Maruxa con pasos renqueantes.

—¿Le apetece un café, una infusión…? Yo voy a prepararme una tila a ver si así calmamos los nervios.

La inspectora aceptó.

—Otra para mí, por favor.

La mujer desapareció tras la puerta y Cárol decidió estirar las piernas y darse una vuelta por el salón mientras llegaba la tisana.

Encima del televisor había una foto. Maruxa y Clemente parecían jóvenes y vagamente felices el día de su boda. Él posaba de pie, y con aire castrense apoyaba la mano sobre el hombro de Maruxa, que sentada en una silla le ofrecía a la cámara una sonrisa velada, que no se sabía si de miedo o de timidez.

Un abigarrado aparador ocupaba la pared más grande del salón. En su interior se guardaba la vajilla para los días señalados y un par de cisnes de porcelana. A la derecha del mueble tres anaqueles de madera soportaban y exhibían todo aquello que la familia Vázquez quería mostrar al mundo: un libro de cocina, un barquito pesquero en el interior de una botella, una virgen de Fátima, un pequeño acueducto de Segovia y unas cuantas e ineludibles fotografías que marcaban la historia sentimental del matrimonio Vázquez.

De las fotos se deducía que tenían un par de hijos, varón y hembra; él había hecho el servicio militar con una gorra verde y había heredado la corpulencia de su padre; ella posaba en biquini a la orilla del mar, con el pelo largo y mojado cayéndole por el hombro izquierdo. En el mismo estante, a pocos centímetros de distancia y encerrado en un marco de plata, había un niño de siete u ocho años que sonreía vestido de marinero y mostraba orgulloso entre sus brazos a un bebé. Los dos nietos, se dijo Cárol, que sin duda serían la locura de sus abuelos.

En la repisa inferior, separada del resto, había otra foto de boda, pero era mucho más reciente. La chica del biquini se había casado con un mozo espigado y medio calvo que sonreía con ingenua felicidad. La foto estaba tomada en el interior de una iglesia. Los familiares se distribuían alrededor de los novios engalanados con sus ropas más pomposas y hasta cierto punto estrafalarias.

En el interior de la cocina se escuchaba trastear de cacharros.

Cárol observó la foto con malicioso humor. Clemente posaba del brazo de su hija como un padrino sobrio y orgulloso. Lo que habían hecho con Maruxa no tenía nombre, le habían colocado un sombrero verde que la convertía en un guisante gigantesco y ridículo. El militar imberbe era ahora todo un padre de familia con barba cerrada que le sacaba una cabeza al resto de los invitados. A su lado sonreía una mujer, su esposa quizá, vestida de fucsia y también tocada por un espantoso sombrero. Un chaval le pasaba el brazo por los hombros. Cárol reconoció al nieto mayor, el mismo que aparecía en la foto anterior portando a un bebé en los brazos. Estaba hecho un mozalbete, a él sí que le quedaba bien el traje, qué
carallo
. ¿Y el bebé, dónde estaba? También él habría crecido lo suyo, supuso Cárol. Lo localizó de inmediato. Dios mío, qué gusto tenían los Vázquez para vestir; el pobre crío parecía un bufón renacentista. Estaba en el suelo y Josephine tiraba de él hacia arriba con intención de levantarlo.

Durante menos de un segundo la inspectora se sonrió con las tonterías que se le ocurrían. «Josephine intentando levantar al crío del suelo», desde luego, qué cosas se le pasaban por la cabeza. Entrecerró los ojos y aguzó la vista «¡Me cago en mi puta madre!», dijo sin poder contenerse. ¡Josephine salía en la foto junto al bebé que ya no era un bebé! Miró y volvió a mirar. Sí, cómo no, era Josephine. ¿Pero qué
carallo
hacía Josephine en la fotografía de boda de la familia Vázquez?

El sonido de cazos y cubiertos cesó en la cocina pero un zumbido alarmante se le instaló a Cárol en el interior de los oídos.

—Maruxa —dijo levantando la voz sin reparo de estar en casa ajena.

—Sí, ya estoy —respondió la mujer que aparecía oronda por la puerta de la cocina con dos tazas en la mano.

—¿Quién es esta chica? —Y le tendió la fotografía.

Maruxa no se dejó contagiar por la inquietud de la policía, posó las tazas de tila con delicadeza sobre la mesa y se sentó. Recogió en sus manos rechonchas el marco, se alejó la foto de la cara y entornó los ojos para ver el punto en el que Cárol tenía puesto el dedo.

—¿Esta? —le preguntó a la inspectora, que asentía estupefacta—. Esta chica es Josephine, una bendición del cielo que fue la novia de mi sobrino. —Y señaló a un hombre de chaqueta blanca que estaba junto a ella en la foto—. Es francesa, fueron novios durante tres o cuatro años, a mí la chica me parecía preciosa, tan fina, tan educada, muy pequeñita y con poco donde agarrar, pero es que ahora las niñas son así, medio enfermas. ¿Es que la conoce usted? Porque Josephine vive en Santiago.

La inspectora no salía de su aturdimiento. Las ideas giraban en espiral dentro de su cabeza y no encontraban un lugar seguro en el que pararse. La tila humeaba en la taza, sin embargo, decidió llenarse un vaso de licor café. Lo vació de un golpe contra su garganta. Maruxa la miró extrañada.

—Sí —dijo sin que apenas se le oyera—, me suena haber coincidido con ella, pero no recuerdo dónde.

—Trabaja en la universidad;
riquiña
,
riquiña
, ya le digo. Pero el bobo de Rubén no supo cómo llevarla, quizá porque ella vale mucho más que él, y esas cosas a la larga se notan.

—Rubén —repitió la policía.

—Rubén, sí, el sobrino de mi marido. El chico no es malo pero parece que llegó un momento en que le hacía la vida imposible. Por lo visto era muy celoso, un hombre de los de antes, y ella, aunque lo quería, no estaba para aguantar monsergas, ya sabe usted, las francesas, que en eso nos llevan siglos de ventaja. Esto lo sé porque me lo contó la misma Josephine cuando vino a despedirse, porque Rubén conmigo ni mú. Incluso, a veces, si nos hace una visita, noto que le echa unas miradas envenenadas a la foto, como si tuviera que quitarla porque ellos ya no fueran novios, pero es que a mí ella me caía muy bien, mejor que él, y además mi Clemente aquí está hecho un padrinazo, ¿o no?

«Sí —pensó Cárol—, algo de eso le había contado Josephine». Su anterior relación había tenido un final tortuoso, con un muchacho obsesivo de Pontevedra, que la bombardeaba a mensajes e incluso llegó a seguirla para controlar sus movimientos. Cualquiera habría dicho que el mundo era un pañuelo, pero en la cabeza de Cárol ya no había lugar para más pañuelos ni más casualidades.

Maruxa, animada por el interés que su familia despertaba en la policía, sirvió otra ronda de orujo. Levantó el vasito para brindar a la salud de Cárol y se lo metió en la boca de un golpe de muñeca.

—Y no es decir que Rubén sea tonto, que es maestro y tiene su buen trabajo, pero tanto se empeñó en tenerla controlada que acabó por agobiarla, y al final la chiquita se fue con otro. Lo dejó por un catedrático bastante mayor que ella, pero mira, las francesas son así, para eso no tienen escrúpulos. Lo más duro del asunto es que fue el propio Rubén quien los presentó porque conocía al catedrático de no sé qué y quería que ayudara a Josephine a meter cabeza en la universidad —no pudo evitar una carcajada sonora—, y la metió, vaya si la metió, la cabeza y todo lo demás; desde luego, los hay que tienen un sino…

A Cárol el alcohol le picaba en la garganta y el azúcar se le repartía veloz por el cerebro y le ayudaba a pensar. Muchos aspectos sombríos comenzaban a tomar forma en su cabeza. Se largó otro chupito para acabar de esclarecer la mente. Recuperó la fotografía y observó con detenimiento al hombre de chaqueta y pantalón blancos que había junto a Josephine. Era absolutamente normal en todas sus facciones y medidas, ningún rasgo especial que lo identificara, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni delgado, sin embargo, Cárol estaba «casi» convencida de haberlo visto antes. Cerró los ojos e intentó localizarlo por los estrechos laberintos de su memoria. Sonrió con pesadumbre. ¿Y si el ladrón de la furgoneta no estuviera dos calles más abajo, donde el tal Pepiño?, ¿y si hubiera salido de aquella misma casa y fuera una cuña de la misma madera, como decía Maruxa? Para Clemente Vázquez sería un varapalo bastante más dañino, supuso Cárol.

—Y dice usted que su sobrino trabaja con niños.

El malentendido hizo que una carcajada grotesca inundara la habitación. El voluminoso pecho de Maruxa se movía convulso por la risa y por efecto del licor café.

—Qué va —dijo divertida—, ese no tiene paciencia para los niños. Lo suyo son las piedras; es maestro, pero maestro cantero. Da clases de talla en la Escuela de Canteros en Poio, al lado de Pontevedra. Y las cosas como son, no debe de ser malo porque hace poco pusieron una escultura suya en la rotonda de entrada a un pueblo… ays, no me sale ahora el nombre, ¿cómo se llama ese pueblo, mujer?

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