Un milagro en equilibrio (10 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

BOOK: Un milagro en equilibrio
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10 de octubre.

Te explico lo que son «contracciones ineficaces». Son las que tuve yo durante casi un mes antes de que nacieras. Son muy fuertes y se diferencian por su intensidad de las «contracciones de Braxton-Hicks», que son, por así decirlo, unas contracciones de prueba, poco dolorosas, con las que el útero se va entrenando para el parto y que se notan desde el octavo mes de embarazo. Las que yo sufría, sin embargo, eran serias, de esas que te hacían doblarte en dos de dolor, pero resultaban ineficaces porque la capacidad de contracción del útero estaba disminuida y eran movimientos demasiado débiles como para dilatar el cuello de la matriz. Creo que a esto se le llama distocia uterina. En fin, el caso es que me tiré días doblada de dolor antes de llegar a parir. Cuando le conté esta historia a Miguel Hermoso me hizo una metáfora preciosa, me dijo que él conocía otro tipo de contracciones ineficaces: las que uno experimenta cuando escribe un guión por la noche y se siente convencido de que está escribiendo la escena del siglo y de que ya puede dar la obra por terminada para descubrir, a la mañana siguiente y cuando lee la escena bajo otra luz (la del día) y tras haber dormido, que lo que había creado ni tiene originalidad ni hace avanzar la acción ni resulta interesante ni nada, y que lo que se había tomado por el parto de la obra maestra no había sido más que un ataque de ineficaces contracciones... artísticas. Las mismas, me temo, que me llevaron a pergeñar esas novelas que tengo guardadas en el cajón y que algún día te dejaré leer para que veas lo pedante que podía llegar a ser tu madre antes de que siquiera se planteara concebirte, mucho menos escribir para ti.

Habían pasado escasos seis meses desde el asunto de la brújula cuando me invitaron a una fiesta en la que conocí a una chica aparentemente normal y corriente (unos treintaypocos años, rubia, ojos muy claros, sin un 666 tatuado ni un pentáculo colgándole al cuello ni una cabellera que le llegara por debajo de la cintura ni ningún signo externo que delatara algún interés esotérico ni vinculación con lo paranormal). No sé cómo salió a colación el tema de la cartomancia, pero cuando yo le conté que la única vez que me habían leído las cartas la predicción se había cumplido, ella me dijo que siempre llevaba a mano las suyas y que le gustaría hacerme una tirada. Acepté encantada y entonces la desconocida me llevó a una habitación apartada del salón donde la reunión hervía en plena ebullición para, lejos del mundanal ruido, extraer de su bolso dos barajas, una del tarot y otra española, proceder a mezclarlas concienzudamente, extender algunas cartas sobre la mesa, y hacerme las siguientes predicciones:

La primera carta que salió fue la de La Emperatriz, la carta de la fecundidad.

—Vas a ser madre —me dijo—. Está claro. En poco tiempo. Alrededor de un año.

«¡Anda ya...!», pensé yo. Hacía poco me había hecho una revisión ginecológica exhaustiva y el médico me señaló que, si bien no se me podía definir categóricamente como estéril, sí tenía un problema de infertilidad derivado de una endometriosis y de un desequilibrio hormonal. Este problema, según él, se podría solucionar con una intervención y un tratamiento a base de hormonas costosísimo tanto en tiempo como en dolor como en dinero, pero como a mí la maternidad como función biológica tampoco me llamaba gran cosa la atención, había decidido no someterme al tratamiento, de forma que la predicción de la bruja no es que me sonara imposible, pero sí bastante poco probable.

La segunda carta fue una Sota de Copas.

—El padre de tu bebé es más joven que tú —dijo ella.

«Pues sí, bonita...», dije para mis adentros, «mejor que hagas un curso de ofimática, que de bruja como que te veo poco futuro». Y es que en la vida me había liado con un hombre más joven que yo, nunca (o casi nunca, a excepción de mis escarceos con David Muñoz, al que apenas sacaba un mes, cuando aún íbamos a las clases de José Merlo, y eso sólo por darle en las narices a las pijas que babeaban por él y que nos miraban por encima del hombro a Sonia, a Tania y a mí porque no llevábamos Loden). Muy al contrario, tenía tendencia a colgarme de señores que me sacaban diez años, como me los había sacado, sin ir más lejos, el tipo aquel cuyo nombre estaba escrito en un pergamino encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos.

A continuación descubrió la carta de El Colgado, pero colocada a la inversa, de forma que El Colgado no pendía, sino que se mantenía en pie.

—No te asustes —quiso tranquilizarme, aunque yo no me había asustado porque, a aquellas alturas de la tirada, creía tanto en las cartas como en los anuncios de la teletienda—. En esta carta se unen, según la Cábala, Hod (la mente) con Geburah (la severidad). En Geburah encontramos todas las órdenes y leyes que rigen en el universo, y una de ellas es la del Karma, que es la ley de causa y efecto. La letra hebrea que corresponde a este sendero es la letra Mem, que significa agua. Otros significados secundarios de la letra Mem son los de Madre Que Concibe y Fecundidad... ¿Me sigues?

Asentí con la cabeza pese a que no entendía nada.

—Por todo esto, yo diría que el padre de tu hijo vive cerca del agua. Un mar os separa.

Acto seguido apareció la carta de El Mago.

—Éste es. Esta carta representa al padre de tu hijo. En su trabajo transforma cosas. Creo que el padre trabaja en un laboratorio, quizá sea científico.

Mi escepticismo se iba convirtiendo en incredulidad pura y dura, porque yo siempre había salido con artistas o presuntos artistas o proyectos de (tres músicos, un corto-metrajista, dos aspirantes a escritores y un artista conceptual) , pero no con un científico. Nunca me atrajeron los hombres de ciencias, y mucho menos los de ciencias puras. La palabra laboratorio me sonaba a formol, vivisección, ratas abiertas en canal y monstruos de Frankenstein. Sinceramente, empezaba a dudar mucho de la fiabilidad de las predicciones que me estaba haciendo aquella aprendiza de bruja o lo que fuera.

El As de Copas cayó sobre la mesa:

—Éste es El Hogar —me dijo la bruja.

Le siguió La Templanza:

—Esto es un cambio a mejor. En breve vas a hacer reformas en tu casa.

«Esto sí que no», me rebelé yo. La casa la había tenido que reformar de arriba abajo al comprarla —una reforma que acabó, como la mayoría, alargándose varios meses más de lo previsto y excediendo con mucho el presupuesto que se me había ofertado al principio—, y había acabado tan harta de obreros, andamios y pintura como para no plantearme siquiera tirar un tabique o pintar una pared en muchísimo tiempo.

Aparecieron entonces un montón de cartas de bastos en sucesión y, por fin, la carta de El Juicio, invertida:

—Veo enemigos, una situación muy, muy mala. Vas a tener que ir a juicio. Y lo perderás.

«Ya.»

Luego vino La Fuerza:

—Esto es un triunfo, y ahora ya no sé decirte si pierdes el juicio o lo ganas. Quizá quiera decir ambas cosas. Que lo ganes en un recurso o algo así. O que el perderlo te acabe reportando algo valioso.

No es que aquello me sonara imposible, pero tampoco muy plausible, dado que yo no había tenido que ir a juicio en toda mi vida, excepto a los quince años, cuando la que era mi profesora de Historia nos llevó a toda la clase a ver uno como actividad extraescolar destinada a hacer de nosotros, el día de mañana, unos ciudadanos conscientes de sus responsabilidades con la sociedad. Aunque, teniendo en cuenta que la mitad de clase acabó politoxicómana o alcohólica (categoría que nos incluye a Sonia, a Tania, a David Muñoz y a mí) y la otra mitad creo que narcotraficante, la verdad es que no le arriendo la ganancia a la pobre señorita Esperanza en lo que respecta a su fe en la influencia de las actividades extraescolares como parte de la formación de mentes preadolescentes.

Finalmente, la chica rubia acabó diciéndome que, aunque estaba pasando un momento muy malo y pese a que aún me quedaban más malos tragos que apurar en ese año, con el tiempo todo se iba a arreglar y mi vida empezaría a ser muy feliz, pero eso no iba a suceder de la noche a la mañana.

Como conclusión afirmó al ver aparecer una larga sucesión de cartas de oros que, sobre todo, debería confiar siempre en mi trabajo, pues eso nunca me iba a fallar y al final de mi vida me iba a reportar muchísimos triunfos.

En fin, como comprenderás, en principio no me creí ni una sola palabra de lo que aquella chica dijo y la tomé por una farsante que, eso sí, sabía mentir con mucha teatralidad. Me tengo que tragar mis palabras porque las predicciones se cumplieron una a una como se verá más adelante. Excepto la del trabajo, o al menos de momento, porque si lo del éxito de
Enganchadas
se puede considerar un triunfo, casi que prefiero seguir yendo de perdedora por la vida.

Mucho tiempo después, ya con mi escepticismo digerido, estuve buscando a la bruja por activa y por pasiva. Pregunté entre los que asistieron a la fiesta a ver quién podía conocerla o darme rastro de su paradero, pero nadie recordaba a aquella chica rubia ni sabía quién pudo haberla llevado a la casa. La adivina se presentó y se marchó como el mismo azar, con todas sus fuerzas invencibles y sus constelaciones desatadas. Llegó y se fue tan inesperadamente como el mismo destino que anunciaba, esa ley misteriosa que un día se encarna y se hace realidad. Tan inasible y extraña como el azar y el destino, desapareció como si se la hubiese tragado la tierra y probablemente, quién sabe, hoy esté haciéndole compañía en algún universo paralelo al tipo aquel que me regaló la brújula.

11 de octubre.

No tienes gripe, ni faringitis, ni fiebre, ni nada. Te quejabas de puro vicio.

No sé dónde leí que existen dos tipos de madres: las que están hechas polvo y son conscientes de ello y las que lo están pero no lo saben. Ayer el médico le dio un nombre técnico a mi nube negra: «faringitis viral aguda». Te aseguro que en el camino de vuelta de la consulta tenía un ataque de depresión muy serio y no hacía más que pensar en todas las fiestas a las que ya no podría ir, todos los hombres a los que no podría seducir, todos los países a los que no viajaría... De ahí a decidir que soy un fracaso como amante, como madre y como escritora, sólo hay un paso. Intenté con todas mis fuerzas repetirme el mantra que suele funcionar en estos casos: «Concéntrate en lo que tienes y nunca en lo que no tienes.» Pero cuando lo que tienes es fiebre, dolor en las articulaciones, la nariz congestionada por un aluvión de mocos, una especie de nudo de alambre de espino en la garganta y una sensación rara en el estómago, como si te hubieras tragado una docena de sapos, casi es mejor pensar en lo que no tienes. Sí, podría haberme concentrado en lo que tengo: una niña muy guapa, muy sana y que sabe sonreír por mucho que la ciencia médica se empeñe en afirmar que no puede, pero, como de mayor descubrirás, tu madre es un poco tendente a anegarse en un pozo de autocompasión a la mínima, sobre todo cuando está cansada o enferma. En eso es muy masculina.

Ya te he dicho que la bruja que luego se esfumó acertó en sus predicciones, pero ahora voy a explicarte cómo se cumplieron una a una:

Respecto a lo que dijo de unas reformas en mi casa, resulta que durante casi dos semanas el cielo de Madrid estuvo llorando agua en cataratas con sincrónicos susurros cantarinos, y al cabo la lluvia se filtró desde el suelo de la terraza hasta el techo del vecino, que acabó decorado con una extensísima mancha de humedad. Hubo que levantar el suelo para cambiar las prehistóricas y picadísimas tuberías de plomo, y la rehabilitación, que en principio tenía que durar dos semanas, se alargaba y se alargaba como casi todas las reformas, por razones de todos los colores, y aquello amenazaba con durar más que las obras de El Escorial.

La historia del juicio es larga y merecería por sí misma una novela, o al menos daría para una en lo que a extensión e intriga se refiere y no sé cómo me las voy a arreglar para resumírtela en unas pocas páginas. Pero, en fin, ahí va:

Estábamos en que yo me acababa de separar del presunto maltratador psicológico, y más o menos por ese tiempo
Enganchadas
estaba recién publicada y aún no había agotado su primera edición, es más, nadie sospechaba siquiera que tamaña hazaña pudiera lograrse, algo que se consiguió mucho más tarde, al menos un año y medio después, cuando yo ya estaba embarazada de ti. Pues en ese tiempo aún anónimo y libre me llamó David Muñoz. Pero antes tal vez deba explicarte qué había sido de él: dejó colgada la carrera de Empresariales en tercero tras suspender cinco asignaturas de seis (creo que el único aprobado se debió a que un profesor se colgó tanto de él como José Merlo en su día) y estaba hecho un lío con su vida, sin saber por dónde tirar, así que para sacarse unas pelas se apuntó a una agencia de figuración, de esas que contratan público para los programas de televisión, y acabó saliendo en «La Quinta Marcha» haciendo el mono detrás de Penélope Cruz. Pues bien, como estaba tan bueno, el director del programa (víctima fulminante de idéntico flechazo al que sufrieran en su día José Merlo y el profesor de Dirección Financiera) se fijó en él, le dio un papelillo en la serie juvenil «Al salir de clase» y, encantado con la fotogenia y naturalidad del chaval, le recomendó que hiciera un curso en la escuela de interpretación de Cristina Rota. El caso es que pese a que la argentina le dijera en su día que ni tenía madera de actor ni la tendría nunca, el chico había acabado haciendo carrera en la tele, y para cuando me llamó llevaba ya dos años trabajando en «Los Arenales», una serie de televisión que giraba alrededor de los sosos y predecibles avatares de una familia feliz y bien avenida que vivía en un chalet que para sí lo quisiera un ministro y cuyos integrantes se pasaban el día en la cocina, más que nada para que pudiesen verse bien los tetrabrik de leche, los paquetes de cereales y los botes de cacao en polvo de las marcas de alimentación que patrocinaban aquella serie blanca y familiar dirigida a todos los públicos e inventada y gestionada por una productora muy conservadora. Se suponía que todos los actores protagonistas tenían que ofrecer una imagen irreprochable, pero muy en particular David, quien, a pesar de tener los treinta más que cumplidos, interpretaba el papel del hijo veinteañero, gracias al cual había conseguido un éxito arrasador y un más que nutrido club de fans. Su fama llegó a tal punto que acabó convirtiéndose en la estrella del culebrón y en el actor mejor pagado del elenco. Tanto la productora como su representante le habían dejado muy claro a la firma de la renovación del contrato que esperaban de él que se mantuviera a la altura de la filosofía familiar del programa y que
no diera escándalos de ningún tipo.

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