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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (9 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Apollonia enfila sin dudar hacia el club de moda para cantar, ligerita de ropa,
You are my sex shooter,
que es lo suyo. Es más, al final de la peli Apollonia y
El Chico
terminan juntos y acarameladísimos, como se veía venir (no se iba a quedar Prince solo, vamos, es lo que faltaba), y eso que aún la tira al suelo una vez más antes de que la cinta se acabe. Y nunca, jamás, le pide disculpas.

Y a nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos porque unas viven en Nueva York y con el otro ya no me hablo, no nos parecía que hubiese nada raro en aquella relación. Ni a mí, ni a Sonia, ni a Tania (a las que arrastré al cine pese a sus protestas, y que sólo entraron en la sala cuando comprobaron que ningún conocido del barrio las había visto), ni siquiera a David Muñoz, que se vino a ver la peli con nosotras (pues a él también le gustaba Prince, porque sólo a un hortera al que le gustan Los Secretos y a una tarada como yo les podía gustar Prince, o eso decía Tania) puesto que, a fin de cuentas, estábamos todos más que acostumbrados a vivir historias similares fuera de la pantalla, porque las habíamos visto repetidas en los amores de nuestros padres, de nuestros tíos o vecinos, en los culebrones venezolanos o en nuestros propios rollos de verano. Y no hablábamos de abuso y sí de amor, de pasión o de «qué pedo me cogí anoche, ni te imaginas cómo acabé, qué bronca más absurda...».

Pocos años más tarde se emitió en televisión un programa que presentaba Jesús Puente y que se titulaba «Lo que necesitas es amor». Se suponía que si tu pareja te había abandonado, tú ibas al programa y desde el plató le suplicabas en público la posibilidad de una reconciliación. Luego tu amor emergía de detrás de un decorado con un bonito fondo de violines de acompañamiento y, frente a toda España, te daba un sí o un no, normalmente un sí, que pa' eso estamos en la tele y pa' eso hay un presentador tan majo y que se pone tan contento cuando las parejas se reconcilian. No sé ni cuántos casos hubo de señor que reconocía haber pegado a su legítima pero que decía que aquello era cosa del alcohol y la mala vida y que no lo iba a hacer más. ¿Y tú te crees que alguien le decía a la buena y sufrida mujer: «Cuidado, señora, que un maltratador siempre reincide, que si lo ha hecho una vez lo va a seguir haciendo y que éste que dice que la quiere no la quiere nada y no es más que un hijo puta, por no decir un psicópata»? Pues no, casi siempre se reconciliaban, porque por la época nadie usaba el término maltratador, ni mucho menos el anglicismo ese de «violencia de género», y porque la pobre esposa solía ser una mosquita muerta a la que, después de tantos años de machaque exhaustivo por parte de aquel cabrón, no le quedaban trazas de autoestima ni arrestos, y sí le quedaba un único remedio: creerse de verdad, la muy ingenua o la muy ignorante o la muy ambas cosas, que si su Paco le había declarado su amor delante de toda España y en la tele, es que esta vez de verdad, de verdad de la buena, estaba dispuesto a cambiar.

Para entonces yo ya había tirado la túnica a la basura y había perdido la muñequera en algún bar de aquellos que tenían las paredes pintadas de negro, y ya me había leído algún que otro libro feminista sobre la necesidad de redefinir las relaciones de pareja, y también me había indignado después de ver tres veces el programa, hasta el punto que llegué a enviar enfurecidas cartas a Antena 3 exigiendo el fin de su emisión. Cuando lo explicaba en la facultad o en los bares, compañeros y amigos me tachaban de loca o exagerada, y recuerdo muy bien cómo alguno (el propio David Muñoz, si no me falla la memoria) llegó a decirme: «Una chica que está tan buena como tú, ¿qué necesidad tiene de ir por ahí de feminista?» Ojo, que hablamos de 1995. Anteayer, como quien dice.

Otra sobre la tele. Este mismo año en «Gran Hermano». Yo nunca he visto ese programa, pero no me hace falta, puesto que los momentos estelares los repiten hasta la saciedad en los programas de
zapping y
uno de esos grandes momentos Nescafé era el que sigue: una chica va persiguiendo por toda la cocina a otra, acosándola verbalmente y yo diría que insultándola: «Porque eres una maleducada y una soberbia y una engreída y... ¡Y no te quedes ahí callada! ¡Hazme caso! ¡Respóndeme!» La otra intenta ignorarla y fustigarla con el látigo de su indiferencia, pero la primera la sigue como un perro de presa hasta que la que era una maleducada, y una soberbia y una engreída se sirve con la mayor parsimonia un vaso de agua en el fregadero y, de pronto, se da la vuelta, y ¡zas!, se lo tira a la cara a la que reclamaba a gritos una respuesta, como si le dijera «aquí la tienes». Recién recuperada del susto, la atosigadora, tan empapada como indignada, persigue a la empapadora a gritos por todo lo largo del pasillo: «¡Hija de puta! ¡Si esto me lo llegas a hacer en la calle te corro a hostias!» ¿Era acoso verbal lo de la una? ¿Fue agresión la respuesta de la otra? ¿Y los gritos finales?, ¿se podían calificar de amenazas? Ni idea, nadie se pronunció al respecto, pero sí te puedo decir que por algo parecido echaron en una edición pasada a un concursante masculino que le pegó un empujón a una chica, en este caso su novia. Por el contrario, en el suceso de la regadora y la regada, la dirección del programa ni echó a nadie ni tomó cartas en el asunto. Se deduce que, por tratarse de dos chicas en lugar de chica y chico, no se exigían paternalismos ni intervenciones.

¿Qué te quiero decir con todo esto? Que a veces es muy difícil encontrar culpables o atribuir responsabilidades o definir qué es amor, qué es masoquismo y qué es la reacción aprendida después de años y años de condicionamiento cultural y/o familiar, porque la mayoría de los humanos estamos condenados a repetir, consciente o inconscientemente, lo que vivimos o aprendimos en la infancia.

O que yo nunca quise verme como una víctima, y creo que esa actitud tampoco me habría ayudado.

¿Y por qué te estoy contando esta historia? Pues porque, como verás más adelante, el hecho de haber tocado fondo en la piscina y remontar hacia la superficie influyó muy directamente en tu concepción. Pero aún no hemos llegado a eso. Ten paciencia, querida, que al fin y al cabo lo inmenso es la categoría de cada minuto, porque cada minuto contiene el germen de otra cosa futura, antesala a su vez de infinitud, y así porque cada cosa inevitablemente lleva a otra y cada minuto al siguiente, todos somos el fruto de los actos —de amor o no, en tu caso de amor— que nos preceden. No puedes entender tu historia si no entiendes primero la mía, aunque en principio no parezca que tengan mucha relación estas líneas que escribo con tu vida.

9 de octubre.

«Octubre es el mes de las buenas manzanas / octubre es el mes de los viejos recuerdos / y todas las cosas buenas suceden en octubre.»

Estos versos los escribí con trece años y los recupera la memoria, porque el cuaderno en el que escribía mis poesías lo tiré hace tiempo para bien o para mal (sospecho que para bien). Pero esta mañana me he levantado con una nube negra encima de mi cabeza y con la impresión de que este octubre será el profético inicio del invierno de mi descontento y que no habrá sol, ni de Madrid ni del Caribe, capaz de animarlo.

Me acuerdo que Sonia la actriz (también conocida como
«Sweet
Sonia» por lo cariñosa que es, nada que ver con mi antigua compañera de clase, que es Sonia la fotógrafa, también conocida como
«Slender
Sonia» por lo delgadísima que está, ni con Sonia la guionista, también conocida como
«Suicide
Sonia» debido a su conducción temeraria, ni con Sonia la DJ, también conocida por
«Senseless
Sonia» por su afición a los éxtasis...) me escribió un
e-mail
cuando me quedé embarazada en el que decía:

«Vete preparando para los primeros meses. Lo que llaman depresión posparto no es más que una reacción perfectamente lógica y racional al hecho de verte de pronto convertida, de la noche a la mañana, en la vaca lechera de un ser que ni siquiera sabe sonreír para agradecértelo.»

Estas palabras me las vino a confirmar una desconocida pocos días antes de tenerte a ti. Llevaba yo días de retraso sobre la fecha prevista de parto, me dolía todo el cuerpo y casi no podía andar por culpa de la sínfisis púbica y las contracciones ineficaces (el sentido de estos términos te lo explicaré más adelante) y necesitaba desesperadamente una distracción, así que esa semana fui al cine casi a diario. Y por casualidad me encontré en la cola del cine Ideal a mi agente, que por fortuna no se llama Sonia y que tiene un niño de más o menos un año. «Querida», le pregunté ansiosa, «¿son los primeros meses tan malos como dicen?». Con la mejor de sus sonrisas empezó a decirme: «No, mujer, no es para tanto...» Pero este intento de tranquilizarme se vio bruscamente interrumpido por el comentario de la chica que le acompañaba, en la que hasta entonces no me había fijado. «Ni cassso, osssea, ni cassso a ésta. ¡Es horrible! Osssea, como que te suicidas, tía, de verdad...» Resultaba tan tremendo el contraste entre el acento ultrapijo de la desconocida acompañante —acento que suelo asociar a la hipocresía y al respeto estricto por las formas y los convencionalismos— y la cruda sinceridad con la que me advertía que no pude evitar creerla a ella antes que a mi muy bienintencionada agente, y me marché a casa aterrada, previendo lo peor.

Vale, no ha sido tan terrible, en absoluto, pero eso no quita que a veces me levante como hoy, convencida de que voy a ser incapaz de salir adelante contigo y con la vida en general. Tu padre cogió la gripe, me la contagió a mí y me temo que te la hayamos pasado a ti, porque ayer no hacías más que quejarte no sabemos por qué y yo estoy agotada y además me duele la garganta y cada uno de los huesos, por no hablar de las hemorroides, que es un tema del que se supone que no se habla pues se sufre en silencio. Dice en la guía
Vamos a ser padres
(sí, la misma que aconsejaba que avisaras a tu abuela tras la amniocentesis para que se pusiera a tejer patucos) que las hemorroides «pueden ser muy dolorosas», pero no dicen que el dolor te puede llegar a paralizar y que excede, con mucho, al de las contracciones del parto, con la diferencia además de que las contracciones del parto sirven para algo. Excepto las ineficaces.

La psicóloga que dirigía el grupo de apoyo me atendió muy amablemente y me regaló una guía de actuación editada por la Comunidad de Madrid en la que leí cuáles eran las secuelas del maltrato y cómo muchas mujeres las vivían incluso años después de que la relación hubiera acabado:

—Autoestima pendular.

—Miedo.

—Estrés.

—Conmoción psíquica aguda.

—Crisis de ansiedad.

—Depresión.

—Desorientación.

—Incomunicación y aislamiento.

—Bloqueos emocionales.

—Complejo de culpa y asunción de la responsabilidad de los sucesos.

—Desmotivación, ausencia de esperanza.

—Trastornos alimentarios severos.

—Trastornos del sueño.

—Irritabilidad y reacciones de indignación fuera de contexto.

Me describían punto por punto: por entonces me odiaba y me acometían cada dos por tres todo tipo de tentaciones suicidas pensando que mi vida no servía para nada, ni para mí ni para nadie que me rodeara; se me ponía el corazón en la boca cada vez que campanilleaba el timbre del teléfono más allá de las diez de la noche, no te quiero describir ya si lo que sonaba era el pitido del telefonillo del portal; lloraba por cualquier cosa: si se retrasaba un autobús, si tenía que corregir un texto o si se me quemaba el cazo de la leche; no podía ir en metro porque de repente me asaltaba una claustrofobia aguda que me impedía respirar, como si se me hubiesen bloqueado de pronto las vías respiratorias, además me perdía siempre en los pasillos y al final no acertaba a recordar ni adónde quería ir ni de dónde venía (el viaje a Cuatro Vientos constituyó una afortunada excepción); me había quedado sin amigos porque no quería hablar con aquellos empeñados en decir que pobrecito él y que había que ver lo mal que le había tratado yo, así que había dejado de llamar a muchos de ellos, cuando no de devolverles el saludo, con lo cual me gané una fama de borde y maleducada que no te quiero ni contar, fama merecida, porque de repente me dominaban unos accesos de rabia injustificada y lo pagaba a gritos con cualquiera: amigos, perro, portero o señor que me empujaba en el autobús. Y es que yo respondía a mis sentimientos más profundos de odio hacia mí misma, pues me sentía responsable de todo lo que me había pasado y me estaba pasando, volcando ese odio al exterior y traduciéndolo en agresividad, y pasaba por encima de los demás como una apisonadora para luego volver a odiarme por ello, en un círculo vicioso del que no conseguía salir; me sentía incapaz de volver a querer a nadie y, si por casualidad me liaba con alguien, dejaba siempre muy claro que lo nuestro no podía ir más allá de una noche o simplemente boicoteaba la relación poniéndome insoportable; pensaba que todo lo que me pasaba había sido mi culpa, que yo no era una persona a la que alguien pudiera querer, que estaba loca, que no tenía ni puñetera idea de escribir y que lo mejor era que no volviera a hacerlo, y que estaba gordísima. Y lo estaba: había engordado siete kilos en cuatro años a base de intentar calmar la ansiedad con atracones de chocolate, y me daba asco verme en el espejo. Y a todo eso se añadía un problema más: bebía como una cosaca.

El hombre al que una brújula eliminó de mi paisaje bebía mucho, lo que se dice mucho, salía todas las noches y se ventilaba un mínimo de tres o cuatro copas. Pero también bebía de día: las cañas del tapeo, los güisquis para la sobremesa y los carajillos de media tarde. El caso es que a base de seguirle el ritmo yo misma me había convertido, si no en una alcohólica anónima, sí en una borracha conocida, conocida en todos los bares de Malasaña y Lavapiés.

Pero no todo era negro en mi vida. Había perdido un montón de amigos, cierto, pero también conservaba muchos que habían demostrado una lealtad inquebrantable y que me habían aguantado en los peores momentos, cuando gritaba a la menor nimiedad o me ponía a llorar porque se me derramaba la taza de té; estaba redonda, pero no obesa, seguía teniendo una cara bonita y, desde luego, no me costaba ligar; había escrito un libro del que me avergonzaba, pero al menos había conseguido publicarlo; me había quedado sin novio, pero había ganado en tranquilidad; tenía casa propia (o que llegaría a serlo algún día, porque en realidad la casa era del banco), un perro al que adoraba, varios trabajos (por más que malpagados) y, sobre todo, tenía ganas de vivir, no demasiadas ni exultantes, pero desde luego muchas más de las que tuviera antes, pues por cada pensamiento suicida que surgía dentro de mí había dos momentos en los que pensaba: «Esto se puede arreglar, las cosas se pueden arreglar, todo puede ir a mejor.» Porque como te he escrito antes no disponemos de más armas que la razón para combatir los sentimientos.

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