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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (4 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pues eso, que allí estábamos, la Bea, Paz y yo, cuando vemos emerger de entre la cola al joven más guapo que había visto yo aquel día (y te diré que, justamente ese día, había visto a unos cuantos), un adonis rubio de sonrisa de anuncio y ojos azul eléctrico que destacaba entre la multitud que recorre en Sant Jordi la ciudad como una blanca orquídea en un campo de amapolas. Codazo e inclinación de cabeza de Eva a Paz, gesto que se reproduce acto seguido, de idéntica manera, de Paz a Bea. A buenas entendedoras pocas palabras bastan. El adonis se presenta por fin ante mí y yo le dedico una sonrisa, esta vez completamente espontánea. Entonces él me dice que quiere que le dedique mi libro a «su princesa», y no me paro a pensar en lo cursi que resulta que un hombre le llame a su chica «princesa» porque pienso que un hombre como ése tiene bula para llamarle a su chica princesa, bomboncito o caramelito, y me sale del alma escribir sobre la primera página del libro:
Nuria, prin
cesa, ¡QUÉ suerte tienes! Que disfrutes el libro y, sobre todo, el no
vio, con salud. El chico desaparece y allí nos quedamos las tres comentando la jugada. «Las hay con suerte.» «Es que hombres así no quedan, guapo y encima cariñoso.» «Algún defecto tendrá, seguro... Que no es oro todo lo que reluce.» «Sí, fijo que escribe con faltas de ortografía.» «O es impotente...» Y no seguimos viboreando porque el escritor que está sentado a mi lado —un cuarentón desabrido con tripa y gafas de pasta que no tiene cosa mejor que hacer que escuchar nuestra conversación pues nadie ha acudido a que le firme— empieza a mirarme con cara rara.

Al rato aparece por una esquina de la caseta una chiquita rubia, bastante mona, que me dice: «Yo no vengo a que me firmes ningún libro, sólo quiero darte esta nota.» Me deja un papel azul sobre la mesa y desaparece. Guardo el papel en el bolso con la sana intención de leerlo más tarde, rogando a la Diosa que no se trate de una carta de amor enfebrecido del mismo tono delirado de algunas de las que suelo recibir por parte de lectoras de
Enganchadas,
enganchadas también ellas no sólo al libro, sino a todas las drogas habidas y por haber, y no lo leo hasta la mañana siguiente.

Aquí tengo la nota, la guardo para que la leas de mayor y para que tengas un recuerdo de cuando estabas dentro de mí.

Te la transcribo:

«Querida Eva, soy la "princesa" a la que has felicitado por el novio. Me encantó
Enganchadas.
Yo también estuve enganchada a la coca mucho tiempo, y me identifiqué absolutamente con el capítulo de Gloria... Pero esta nota no es para contarte mi vida. Es para decirte que el libro me gustó tanto que se lo presté a todas mis amigas y al final, como suele suceder en estos casos, una no me lo devolvió y me quedé sin él. De ahí que mi novio, que sabe lo mal que me sentó perderlo, me lo haya vuelto a regalar por Sant Jordi, pero esta vez ¡firmado! Me ha hecho muchísima ilusión.

»Sé que estás embarazada y quiero felicitarte de corazón. Yo tengo ahora treinta años y a veces pienso en tener un hijo, pero me asaltan un montón de dudas: ¿se me deformará el cuerpo?, ¿perderé mi libertad?, ¿sabré quererle? Por eso me parece tan importante que una mujer como tú escriba un libro sobre la experiencia, porque sé que no harás nada cursi ni lleno de tópicos. ¡Anímate a empezarlo! Y luego anímate a acabarlo, claro. Por favor... muchas te lo agradeceríamos.

Nuria»

Te diré que lo primero que me sorprendió fue la preocupación aquella por la posible deformación del cuerpo. En realidad, me pareció bastante frívola. Poco podía yo imaginar que acabaría compartiendo aquella inquietud que tan absurda me resultaba. Y sí, claro que se me deformó el cuerpo, aunque como tampoco es que antes del embarazo lo tuviera de
top model,
lo cierto es que no hubo que lamentar grandes desgracias.

Pero después venía su petición: que escribiera sobre mi estado.

Ya te he dicho que no era la primera vez que alguien me decía que debía escribir sobre el embarazo, o sobre
mi
embarazo (la verdad es que yo odio decir embarazo y prefiero decir preñez, porque la palabra embarazo implica algo vergonzoso, molesto, mientras que preñez reivindica la parte más animal del asunto). De hecho, todos me lo decían por aquel entonces, conocidos y desconocidos, amigos que me llamaban para felicitarme (por el éxito del libro o por mi nuevo estado o por ambas cosas) y periodistas que me entrevistaban, gente que me abordaba por la calle porque me acababan de reconocer (te digo que me hice muy famosa, sobre todo porque en el libro había testimonios sobre adolescentes que vivían la cultura del botellón o del éxtasis, y como el tema estaba candente, me llamaron para que participara en tropecientos mil programas de radio y en algunos debates de televisión), hasta el mismo portero del edificio me lo preguntó. En fin, tú imagínate que a Iñaki Gabilondo le sale una erupción en la piel y de repente todo cristo le pregunta si se está planteando escribir un libro sobre la dermatitis atópica. Pues más o menos así me sentía yo. ¿Qué iba a poder escribir? ¿De qué otra cosa iba a poder escribir? ¿Cómo evitar contar la realidad de mi embarazo, que en nada se parecía a esas vivencias color pastel que la gente gusta de asociar con lo que llaman «el estado de buena esperanza»? ¿Qué editorial iba a querer publicar algo así?:

«Hoy me he levantado con una náusea pegajosa en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de toffees. Además, me dolía cada hueso de mi cuerpo. Cuando de alguna manera he conseguido arrastrarme hasta el cuarto de baño me he encontrado en el espejo con una réplica de mi persona a la que por poco no reconozco, porque no me acordaba de que las tetas me llegan hasta el ombligo. Y la verdad, no sé cómo había podido olvidarme, porque me duelen tanto que se me hace imposible obviarlas. En fin... ¡qué bonito es estar embarazada!»

Y es que, lejos del éxtasis sublime y la sensación de plena realización que se suponía que yo debía experimentar, llevaba cuatro meses más que largos viviendo lo que parecía ser la gripe más persistente de mi vida, un malestar físico constante, no lo suficientemente grave para que tuviera que guardar cama pero sí lo bastante insidioso como para que cualquier actividad física o mental me resultase una tortura, no digamos ya la promoción de un libro por los pueblos de España con sus correspondientes sesiones de entrevistas y firmas. Y, para colmo, todo el mundo, lectoras incluidas, empeñados en que escribiera sobre el bonito estado en el que me encontraba. Lo dicho: «buena esperanza» le llaman. Esperanza de que aquello acabara de una vez.

Cuando terminamos con las sesiones de firmas, y aprovechando que en el día de Sant Jordi los libros se venden con descuento, me compré, en la misma librería en cuya caseta había firmado el libro para Nuria la princesa, una especie de diario-ensayo cuya lectura me había recomendado fervientemente Elena:
Tiempo de espera,
de Carme Riera. Lo leí —o más bien lo devoré— en menos de una hora y, cuando lo cerré, me quedé con la sensación de que un abismo se abría entre la percepción del embarazo según la Riera y la realidad que yo estaba viviendo. En aquellas páginas —maravillosamente escritas, por cierto— se describía una especie de remanso idílico de días huecos y redondos, una paz derivada de la conexión mística entre la madre y el bebé. Nada que ver con lo mío: yo me sentía como la teniente Ripley teniendo que manejar una nave en la que se había colado un alien, con la diferencia de que no contaba ni con el valor ni con la resistencia física de la heroína galáctica. Además, ¿acaso nunca había vomitado la Riera, no se había mareado, no se cansaba, no le dolían todos y cada uno de los huesos?

Pensaba yo que quizá mi malestar físico no fuera otra cosa que una manifestación psicosomática: en realidad no quería tener un bebé, así que mi cuerpo estaba haciendo todo lo posible por rechazarlo. ¿No sería que ella era una mujer de una pieza, estable y serena, y yo poco más que una niñata inmadura e histérica? Acabé por escribir a la autora y le dije algo así como: «Me ha encantado tu libro, pero lo que describes no se parece en nada a mi vivencia del embarazo...» Ella me respondió a vuelta de
e-mail,
amabilísima, y vino a decirme que sí, que claro que había vomitado durante el embarazo y que lo había pasado tan mal como cualquiera, pero que, como el libro estaba destinado a su hija, quiso insistir en la parte más amable del proceso para que la niña pensara que ella había nacido como resultado de un acto de amor y no de una simple crisis de vómitos.

Yo no te quiero vender la moto de que el embarazo es un proceso maravilloso. De paso, tampoco quiero convencerte de que te ha tocado una madre estupenda ni pretendo que de mayor me idealices a base de ocultarte lo peor de mí. Mujer, no es que te lo vaya a contar todo, todo, pero uno de los problemas de ser despistada es el de que a los distraídos no sólo se nos da mal mentir, sino también economizar con la verdad, tú ya me entiendes, porque antes o después me olvido de que había algo que no debía decir y siempre acabo por meter la pata. Es decir, por ejemplo, que a qué vendría escribir aquí que nunca jamás dudé que quisiera tenerte o que el embarazo fue un estado pleno y dichoso de gozosa espera, si me conozco y sé que cualquier día, dentro de unos años, te acabaría contando la verdad a poco que tú me preguntaras. Espero que entiendas que yo no soy más que el vehículo que la Providencia o Dios o la Diosa o el Uno o el Todo o el Orden Cósmico o como quieras llamarlo puso a tu disposición para que tú vinieras al mundo, y que nunca tienes que esperar el tener una madre perfecta, porque yo no lo soy, ni de lejos.

De todas formas, me viene a la cabeza una frase que alguna señora con hijos me dijo una vez refiriéndose a la educación de los suyos: «Los niños aprenden más de lo que no se les dice que de lo que se les dice», con lo que quería decir que cuando les mientes, acaban por darse cuenta y la verdad que pretendía ocultárseles se les queda mucho más grabada que cualquier mentira que se les hubiera dicho. Algo parecido a lo que leí sobre niños con orejas de soplillo: si sus padres se empeñan en ocultar el defecto dejándoles crecer el pelo, los niños entienden que sus orejas son algo que hay que esconder a toda costa, algo repugnante, obsceno, y acaban mucho más acomplejados que si mamá les hubiera cortado el pelo al rape o peinado o con coletitas. La verdad es esquiva, juega al escondite, se repliega si la buscas, aparece cuando menos te lo esperas, y si intentas ignorarla se planta firme ante ti, agitando los brazos.

Te vengo a contar lo de los libros sobre embarazo porque este tema me tuvo muy interesada durante nueve meses. ¿Por qué, me preguntaba yo, si los dos acontecimientos límite en la vida del ser humano son, lógicamente, el nacimiento y la muerte, la una está tan tratada en la literatura mientras que el otro prácticamente no está descrito? Apenas hay descripciones de partos ni embarazos en los clásicos, omisión no tan sorprendente si se tiene en cuenta que el noventa y nueve por ciento de la literatura universal está escrita por hombres, y por eso queda constancia de los modelos exactos de botines que calzaba la Bovary (hasta Vargas Llosa tiene un estudio sobre el particular) y de sus desvelos para encontrar unas cortinas elegantes que le dieran un toque de distinción a su saloncito, pero nada se cuenta de esos largos nueve meses que pasó embarazada ni de las doce horas de parto que atravesó (si es que no fueron más) ni del mes de puerperio que debió pasar en la cama (como cualquier otra burguesita decimonónica). No recuerdo ningún párrafo que detallara sus vómitos matinales o sus problemas con el corsé cuando el pecho empezó a crecerle y la cintura a ensancharse. Es más, Emma tiene una niña, se la enchufa a la nodriza de turno y prácticamente nada más volvemos a saber de la pobre Berthe hasta que su madre se muere. Y vale, la Karenina se pasa el libro diciendo lo mucho que quiere a su niño pero, entre tú y yo, leyéndolo parece que quiera bastante más al teniente Vronski y, que yo recuerde, su amor por su hijo no le impide ni la frena a la hora de arrojarse al tren.

Pero es que tampoco encontré mucho más sobre embarazo o parto en la literatura moderna, porque hasta hace relativamente poco parecía que la mujer que escribía no paría y viceversa —cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que lo que se entendía por normal era que la mujer casada renunciara a su vida en función de la de su marido; y la soltera, si era madre, lo iba a tener tan crudo como para no poder ni plantearse escribir— y por eso agradecí tanto el libro de la Riera, por muy parcial que fuese o me pareciera, porque resultó ser el único que encontré sobre el tema escrito en español que no fuera una guía de divulgación sobre los aspectos médicos del proceso.

Porque las susodichas guías tampoco tenían desperdicio: en una se decía algo así como «al cuarto mes de embarazo te podrán hacer la amniocentesis y sabrás el sexo del bebé. Ya puedes llamar a la abuela y decirle si tiene que tejer los patucos azules o rosas». O sea, tanto hablar de la educación no sexista y ya imponemos roles y colores desde antes del parto, y además ponemos a la abuela a calcetar, que la pobre señora por lo visto no tiene mejor cosa que hacer, que ya se sabe que las abuelas para eso están, que el abuelo es el que lee el periódico. En otra se explicaba la postura que la embarazada debía adoptar si tenía que agacharse para recoger algo —siempre con la espalda muy recta, en ángulo de noventa grados con el suelo— y se complementaba la información con dos ilustraciones: en la primera la señora recogía un cubo de ropa para lavar, y en la segunda un bebé, para que no dudemos de que una mujer preñada es una ama de casa y no una ejecutiva. En casi todas se hablaba del papel del padre, pero siempre en unos términos de merengue y cornucopia dignos de un pastel nupcial, y siempre recomendando a la pareja de la madre que se implicara en el proceso, como si eso no se diera por hecho en pleno siglo XXI. Casi nunca se planteaba la posibilidad de que la futura madre fuera soltera, y nunca jamás de que tuviera una pareja femenina.

La portada de un libro la ocupaba una pelirroja estupenda y semidesnuda con una tripa enoooooorme (de al menos ocho meses, calculé yo), con la foto cortada justo antes de la altura del pubis, para no tener que enseñarlo. Sus tetas resultaban un prodigio de desafío a las leyes de la gravedad. Nada que ver con mis ubres, desde luego, ni de lejos, pero tampoco con el pecho de ninguna de mis amigas embarazadas, que se inflaba y caía casi antes de que se hiciesen el Predictor incluso en el caso de las que habían sido más planas. Aquellas breves turgencias prácticamente adolescentes me resultaban imposibles en un cuerpo gestante... tan imposibles como que estaban retocadas con aerógrafo, como me hizo ver más tarde mi vecina Elena que, como buena diseñadora gráfica, tiene más ojo que yo para este tipo de detalles. Como también lo estaban las modelos del catálogo Prenatal de ropa interior, que tenían tripa de preñada pero muslos y senos de virgen prepúber, sin asomo de celulitis o retención de líquidos, ni flacidez o estrías. Y lo mismo digo de la mayoría de las futuras madres que aparecen en las guías médicas, que parecen fotografiadas por Hamilton (ese efecto
flou
tan setentón), peinadas por Rupert-te-necesito y vestidas por su peor enemiga en el más tradicional estilo entre mesa camilla y Casa de la Pradera.

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