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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (2 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Pero yo diría que no, que no fue el cáncer el que lo mató, sino su Otro. Yo creo que el yo impostado, el que la mirada de los otros le impuso, asesinó a su yo esencial, que la tristeza que tuvo su valiente alegría lo mató para siempre, quejóse Merlo, incapaz de quererse a sí mismo pero incapaz también de suicidarse a la manera clásica (es decir, de un golpe contundente y certero, tipo salto por la ventana, corte de muñecas o ahorcamiento), se fue matando lentamente: no dejó de fumar porque no quería vivir.

Cuando José Merlo murió yo tenía veintiséis años y ya no llevaba túnicas ni muñequeras, entre otras cosas porque ya no estaban de moda, y había acabado la carrera y me sabía por supuesto de memoria a Lorca y a Cernuda (cambié las túnicas por unos vaqueros y las muñequeras por una pulsera de plata azteca que me regaló Sonia con ocasión de mi vigésimo cumpleaños), ya no escuchaba a The Cure sino a Portishead, pagaba yo misma mis facturas y la hipoteca de mi apartamento y, aunque desde fuera pareciera una, y entera, desde dentro éramos dos.

A esa edad yo elegí para matarme otro veneno de baja intensidad, pero también legal. La verdad es que lo había elegido hacía mucho, en la época de las túnicas y las muñequeras, pero había sabido contenerme y, hasta entonces, me envenenaba lentamente y con mesura, espaciando las dosis. Quizá fuera la muerte de mi antiguo profesor la que disparó el mecanismo de autodestrucción, no sé cuánto tuvo que ver el dolor de ver morir a José Merlo con la saña destructiva de un yo contra otro yo, pero sí sé que fue más o menos a aquella edad cuando la cosa se recrudeció. Yo elegí, sin saber siquiera que lo había elegido (y lo peor de todo es que las elecciones inconscientes son las únicas sinceras), matarme a base de copas haciendo honor al viejo dicho que reza
«alicantina, borracha y fina»;
y lo cierto es que si hubiera seguido al ritmo que llevaba, quizá hubiera recorrido un camino parecido al de José Merlo, sólo que en lugar de palmarla de un enfisema habría sucumbido a una cirrosis.

Yo creía que me lo pasaba bien navegando en un turbulento mar de alcohol que amainaba las heridas sin llegar nunca a puerto; creía de verdad que había algo de heroico en levantarse sudando ginebra y lágrimas al lado de un bulto sin identificar, con la resaca como una piedra atada a una soga que colgara de mi cuello y que me arrastrara hacia el fondo de unas sábanas extrañas y arrugadas de las que no podía despegarme.

Yo creía de verdad que cada copa era como una llave mágica capaz de abrir celdas interiores desde donde liberar sentimientos y recuerdos reprimidos; creía de verdad encontrar confesores discretos y solidarios en los compañeros de borrachera y refugio en las barras de los bares en las que mis dolores no tendrían que rendir exámenes ni explicar sus orígenes.

Yo creía, lo creía de verdad, que estaba salvada si me jugaba a los bares mis últimas fichas, creía en las letras de los tangos y en la mística de las barras, y así me convertí en la loca que busca en el licor que aturda la curda que al final ponga el punto final, el último golpe de gracia y talento a la función, corriéndole un telón al corazón, casi sin esperar a oír el último aplauso.

Pero no conseguí nada, ni telones en el corazón ni telarañas, ni siquiera unos visillos blancos, y allí seguía el muy puto corazón, a la intemperie, diseccionado, con las arterias obstruidas y mermada la fuerza de contracción. Ya no es Cernuda ni Lorca el poeta homosexual que citaría, porque yo, a fin de cuentas, nunca aspiré a ser profesora y a Gil de Biedma no se le enseña en clase, o al menos no se le enseñaba cuando yo llevaba túnicas negras y muñequeras de pinchos y cuando David Muñoz era la estrella de mi instituto; no lo citó jamás José Merlo, pero lo cito yo para explicarte que la otra, mi embarazosa huésped, la otra yo dentro de la una que éramos dos, recorría las barras de los bares últimos de la noche y las calles muertas de la madrugada con ojos de perdida, bebiendo hasta perder el control (siento citar de nuevo a Los Secretos, pero es que venía a huevo), y cuando llegaba a casa en la cabina de un ascensor de luz amarilla, y se paraba a verse en el espejo y miraba su cara abotargada, y su sonrisa de muchacha soñolienta, y sus ojos de huérfana verdadera, caía en la cuenta de que sus borracheras torpes ya no tenían puta la gracia y de que sus juergas de adolescente resultaban patéticas habiendo ya cumplido treinta años, y entonces abría la puerta de un apartamento sucio y avanzaba a tientas por la casa tropezando con los muebles y me arrastraba a mí a la cama, a dormir con ella, perra enferma, arrepentida y furiosa de impotencia.

Así que sin elegirte te elegí porque, repito, son las elecciones inconscientes las únicas sinceras y yo, conscientemente, nunca pensé en tenerte, pero ¿no es curioso que en todos aquellos años que pasé borracha nunca se me olvidó enfundar en condones los aparatos de mis amantes esporádicos o que, cuando me embarcaba en una relación más larga, no hubiera resaca ni borrachera capaz de hacerme olvidar la ingesta diaria de mi pastillita blanca ni hubiera vómito que arrojara de mi estómago la mágica pildorita (como le sucedió, por ejemplo, a mi vecina, cuya hija fue el resultado de una noche de amor, por supuesto, pero también de una indigestión en la que devolvió el desayuno y con él la Ovoplex que el primer café de la mañana había ayudado a tragar) y, sin embargo, fuese precisamente tras dejar de beber cuando olvidé una noche, disuelta en esa niebla del cuerpo absorto en sus propios misterios, mis precauciones profilácticas y me abrí de piernas y de paso a la posibilidad de que existieras?

Me escindí en dos entonces, pero no en dos enfrentadas sino en una que crecía dentro de otra, que se hacía sitio dentro de la otra, desplazando sus órganos internos para crear los suyos, bebiendo de la sangre de su anfitriona como un vampiro bienvenido, un vampiro interno y propio y deseado que sorbía su vida por el cordón umbilical a modo de pajita. Y durante nueve meses fui dos, pero por una vez no dos rivales, sino dos organismos perfectos, simbióticos, aliados, como aquellos soldados espartanos que entraban en batalla enamorados y cuyo amor los volvía invencibles, y nunca fui más fuerte pese a que nunca fui más torpe, pese a que al final ni siquiera pudiera caminar sin ayuda, pese a que las señoras me cedieran los asientos en el metro conmovidas ante mi aparente desvalimiento. Tuve que convertirme en dos para dejar de ser dos, porque una de ellas iba a matarme, pero en lugar de matar creé vida, y así sobreviví.

Tú tienes once días de vida. Y yo he jurado que me iba a sentar frente al ordenador y no me iba a mover de aquí durante dos horas hasta que acabara alguna página. Hace poco, días antes de que tú nacieras, pensaba que nunca más podría escribir. De hecho, apenas he tocado el ordenador durante casi nueve meses, puede que más, a excepción de un capítulo que redacté en Santa Pola para una novela cuya protagonista lleva tu nombre, capítulo que luego tiré y novela que no sé si alguna vez continuaré. Total, para qué, si es casi seguro que compartirá la misma triste suerte de sus hermanas mayores y acabará la pobre criando polvo en un cajón. Lo que sé es que ahora mismo me resulta imposible hablar acerca de algo que no seas tú. Y yo.

Desde este carrusel hormonal y vital al que de pronto me encuentro subida, no me veo capaz de escribir de otra cosa que no sea lo que estoy viviendo. Ahora, no esperes tú ni espere quien lea esto encontrarse con una autobiografía o un diario al uso. Estas palabras están desprovistas desde el principio de la intención de querer convencer a la ajena voluntad de la veracidad de su contenido: no pienso ser fiel a la realidad, entre otras cosas porque dicho propósito sería imposible, ya que la realidad es multiforme y la memoria una farsante que interpreta el pasado según le da la gana, lo cual quiere decir que aunque una albergue la firme intención de contar las cosas tal y como fueron, siempre acabará contándolas tal y como las recuerda, que no es lo mismo.

Cualquiera se encuentra un día, hablando con sus hermanos o familiares, con que cada uno de los asistentes a un mismo momento (pongamos como ejemplo una cena de Navidad) recuerda un episodio distinto pese a que todos, en teoría, compartieron el mismo: Era pavo. No, te digo que era pollo. Qué va, cenamos lenguado, estoy segura. ¿Cómo vamos a cenar lenguado, desde cuándo hemos cenado lenguado en esta casa? Y la que se emborrachó y dijo aquellas tonterías fue mamá, no la tía Reme. ¡Pues claro que fue la tía Reme, que se arrancó a cantar tangos como una descosida, si además tu madre casi no bebe! Y así hasta el infinito...

La memoria se rige según sus propios caprichos: es petulante y da o quita sin razones lógicas. Y, a veces, trae a la luz desde lo oscuro un pasado presente de repente pero que no existía hasta entonces (ese lenguado de cierto restaurante que nos trae de forma abrupta el recuerdo de cierta Nochebuena en la que la tía Reme se emborrachó y empezó a decir tonterías, cuando hasta entonces nunca nos habíamos acordado ni del lenguado ni de la cogorza de la tía Reme), dándole la vuelta a los hechos como si se trataran de un abrigo muy usado, como si el tiempo y las certezas fueran reversibles. Pero, ¿es verdad que lo recordamos? Quizá lo hemos imaginado, o quizá hemos reconstruido una historia a partir de ciertos datos, añadiendo luego otros que sólo corresponden a la cosecha de nuestra imaginación.

Recuerdo por ejemplo una historia que alguien contaba en una película,
Session 9,
y que, por lo visto, estaba basada en un suceso real. Resulta que una jovencita, paciente de un hospital psiquiátrico, particularmente agresiva y reticente al sexo, se sometió a unas sesiones de regresión. Bajo la hipnosis dirigida por su terapeuta, la atribulada paciente acabó recordando que su padrastro la violó varias veces cuando ella era aún prepúber, reviviendo aquellos —convincentes— episodios con todo tipo de detalles escabrosos y paso a paso, primero las caricias iniciales más o menos inocentes, después los tocamientos que dejaban de ser cariñosos para convertirse en sospechosos hasta llegar, finalmente, a la penetración pura y dura. La madre de la chica, informada por el terapeuta y ya divorciada del (ex) padrastro, ardió en santa ¿y justificada? indignación: no bastaba con que el hombre bebiera como un cosaco, con que le pegara día sí y día también, con que le pusiera cuernos con todo lo que se moviera... ¿tenía además que llegar a profanar lo más sagrado, la virtud de su pobre hijita? Así pues, la madre interpuso una denuncia por estupro aun sabiendo que iba a resultar difícil probar lo que sucedió. O lo que no sucedió, pues los abogados del ex padrastro descubrieron un informe clínico que probaba que la chica era virgen cuando contó la historia y desmontaron, por tanto, toda la narración, desde los primeros besos hasta el estupro consumado. Lo que yo me pregunto ahora es, ¿era real la historia si ella la vivía como tal? ¿O quizá la chica exorcizó de aquella manera el deseo reprimido hacia el padrastro culpándole a él de unos apetitos que vivían en su imaginación pero que ella no podía admitir? De ese modo, al imaginar una violación, recreaba algo que hubiera deseado —seducir al padrastro— pero librándose del sentimiento de culpa, pues le adjudicaba al objeto de sus fantasías la responsabilidad de las mismas.

Del mismo modo, lo que yo pueda o no recordar puede ser, o no, del todo exacto. Al fin y al cabo, ¿qué es mentir sino recordar algo que no ha sucedido?

Por eso mismo esto que escribo, que seguiré escribiendo, no va a ser más que una retahila desordenada de notas. De hecho, no sé muy bien lo que es o en lo que se convertirá. Es la primera vez que me siento frente al teclado con tan poca idea de por dónde va a Transcurrir lo que sea que acabe contando. Y esto se debe a que tu madre, como ya descubrirás con el tiempo, es un poco
control freak
y antes de preparar un libro necesita tener una idea clarísima de lo que va a contar, lo que supone la organización previa de esquemas, notas de protagonistas, lecturas y documentaciones varias; la inclusión en el
dossier,
si hiciera falta, de recortes de periódicos, mapas del lugar donde se supone que la trama transcurre, entrevistas con personas reales que pudieran parecerse a los futuros personajes imaginarios, y un concepto clarísimo del principio, nudo y desenlace de la historia a relatar. Y todo esto ¿para qué? Para nada. Para que luego nadie quiera publicar sus novelas.

Muchas veces pienso que esto responde a una necesidad desesperada de ordenar el mundo: ya que aquel en el que vivía siempre me pareció inordenable y gobernado por el caos más absoluto, al menos me quedaba el consuelo de instituirme en demiurgo de una realidad paralela en la que las cosas respondieran a un plan preciso. El mío.

El problema es que una cosa es tener vocación y otra tener talento. Y yo estoy segura de que tuve la primera, pero no tanto de que llegara acompañada por el segundo. Sabido es que toda obra tiene que ser imperfecta, como lo es que la menos segura de las contemplaciones estéticas es siempre aquella que hemos creado nosotros mismos, pero ni siquiera estas dos certezas me animan a pensar que la magnitud de mis capacidades no fuera inversamente proporcional a la de la disposición que las animara. Te diré: yo, desde pequeñita, quería ser escritora. Desde que recuerdo, creo, aunque ya te he explicado que la memoria es mentirosa. En primero de Básica escribía cuentos sobre duendes del bosque y princesitas valientes, los ilustraba con ceras Plastidecor y encuadernaba con grapas. Después llegaron las poesías adolescentes y los primeros relatos de cinco páginas, y más tarde los pequeños premios literarios de ayuntamientos perdidos, los accésit de concursos un poco más importantes y los cuentos publicados en alguna antología de tercera fila. Terminé la carrera de Filología Hispánica, después hice un curso del INEM de corrección y edición y acabé trabajando de negra para una famosa presentadora de televisión que presuntamente escribió un libro titulado
Cómo conseguir a ese chico que te gusta
(pero ésa es otra historia, como diría Moustache, el camarero, en
Irma la dulce);
de correctora de textos y/o lectora para varias editoriales, de consejera sentimental (bajo seudónimo, y haciéndome pasar por sexóloga) para una revista de adolescentes y de reportera dicharachera en una revista femenina, amén de ocuparme de la sección cultural semanal de un programa de radio.

Y ya ves, a lo tonto te he resumido en apenas una docena de líneas más de diez años de trayectoria laboral. En esos diez años escribí tres novelas: la primera la envié a veinte editoriales y todas me respondieron con la misma carta tipo: «Le agradecemos que nos haya enviado su manuscrito, pero lamentamos informarle de que no está previsto en nuestros planes editoriales, bla, bla, bla.» La segunda, aconsejada por los mismos editores de las casas para las que trabajaba, se la envié a una agente que me dijo que la novela era impublicable pero que «apuntaba maneras» (como si yo fuera un torero) y aceptó firmarme un contrato de representación para el caso de que escribiera una tercera novela menos densa, obra que escribí, claro, y que la agente encontró mucho más interesante, opinión que no compartió editor ninguno, puesto que el pobre libro, tras haber recorrido los despachos de todas las editoriales del país (incluidas aquellas que contrataban mis servicios de correctora) acabó compartiendo cajón con los otros dos pero habiendo conocido mucho más mundo, eso sí, que sus hermanos mayores. Y entretanto yo vivía amargada porque me tocaba hacer
editings,
esto es, corregir y rehacer auténticos bodrios de calidad ínfima e interés nulo que ni tenían enjundia literaria ni historia interesante, ni sinceridad, ni fuerza ni nada, que por no tener no tenían ni ortografía, pero que habían sido escritos por periodistas conocidos, esposas o amantes de editores o escritores, primos hermanos de directores de periódicos o, cómo no, incluso por los propios directores de periódicos o por sus jefes de sección, que redactaban el manuscrito pero nunca lo firmaban.

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