«A ver qué tal está este tecito para el viaje de regreso», dice Carlos, arrojando el humo de su cigarrillo mientras Arminda coloca las tres tazas, tazones desportillados y Julius vuelve a insultar, lo siente, siente que insulta pero reacciona genial y sonríe feliz aunque nerviosísimo y levanta su taza con ambas manos cuando ella le va a servir, es que no podría pasarse un segundo más sin café, sin té, le tiemblan las manos pero logra controlarlas mientras ella le sirve, logra bajar la taza hasta la mesa sin derramar mucho y la levanta de nuevo y prueba y se quema y aguanta y está muy rico pero Carlos, cancherísimo y dominando, no le da bola cuando lo mira y manda un tremendo sorbo con ruido y malos modales, con sonrisita bullanguera al ver que Arminda se acerca con tres panes y mantequilla, con qué malos modales coge uno pero Julius quisiera poder, poder tomar el té así, y es que ahora, entre el silencio de Arminda sentada por fin y bebiendo su té como una muerta, los sonidos de Carlos al sorber, y los que hace cuando deja chorrear en la misma bebida el pan que acaba de mojar, o cuando lo muerde enorme empapándose hasta el bigote, o cuando mastica, esos sonidos son el único ruido, agudo como una punzada bajo la bombilla reumática, y se repiten gracias al hambre tragona y alegre de Carlos, se repiten y van adquiriendo un ritmo, van a desembocar en un comentario, estamos a punto de sonreír, voy a ser Julius aquí, nos vamos a reír, Guadalupe también, pero Guadalupe los mira sorda, debe creer que continúa removiendo algo en el ollón quieto, y tal vez por eso la bombilla oscurece los sonidos un segundo antes del ritmo y la humedad de la casucha los corroe, es de noche en la Florida y se ha convertido en pelos mojados de té el bigotito de Carlos justo en el instante en que Julius se cogía de él, ya no lo alcanzó tropical, algo negro se desprendía además a su derecha: la melena de Arminda cayendo por ambos lados de su cara cuando pegó los labios a la taza sin levantarla, la melena de Arminda doblándose junto al pan que se había olvidado de alcanzarte: «Come, niño», te dijo, con la mueca que era su sonrisa; insistió en que era para ti y te lo fue acercando poquito a poco con la mano, cuando ya Carlos había terminado y estaba listo para irse; la mano te iba acercando el platito con el pan y la mantequilla y tú viste de repente la uña negra morada inmensa un punto blanco, anda comiendo niño, y tú viste los guantes blancos con que Celso y Daniel servían en el palacio y para nada te sirvieron: vomitaste, Julius, vomitaste cuando ya Carlos se quería marchar, tuvo que fumarse otro cigarrillo mientras Arminda descubría que el té no te sentaba y te limpiaba el cuello con un trapo húmedo, y tú ya no hacías nada, viste solamente cómo Guadalupe se acercó tres pasos, te miraba entonces con gran atención pero siempre de lejos y era sorda.
Abajo, en el camino aún de tierra, pusieron el letrero PROPIEDADPRIVADA,el que te da pica porque hubiera sido bestial meterte por ahí con el carro y tu hembrita, pero tienes que seguir de frente por la carretera. Al lado, el arquitecto de moda hizo poner otro letrero con su nombre en letras negras bien grandazas y así arrancó el asunto. Todo esto en Monterrico, que es mucho más San Isidro que San Isidro. Después, dicen que la familia dejó a los hijos internos y se marchó a Europa, quería volver cuando ya todo estuviera listo y no ocuparse de nada. Le dejaron carta blanca y un montón de dinero al arquitecto de moda; eso sí, le dijeron que querían mucho vidrio y él, revisando una vez más sus ideas funcionalistas y el cheque que le dejaron, optó por un feliz eclecticismo: la casa esa de vidrio que hay sobre un cerro en Monterrico, ¿cómo?, ¿no la has visto todavía?, ¡pero si ha salido fotografiada en todas las revistas!
Bien finos eran los dueños de la casa de cristal sobre el cerro de Monterrico, y dicen que Juan Lastarria gritó ¡me ligó!, cuando recibió la tarjetita para el cóctel de inauguración, en todo caso es verdad que pensó en Juan Lucas, hace ya algún tiempo que eran socios y la gente lo saludaba más, y como que le quedaban bien los doce ternos que se había mandado hacer en Londres. Pero siempre quería más Lastarria, y por las noches, entre dormido y despierto, imaginaba un conde italiano, uno arruinado y él le compraba el título medio a escondidas, en Siena, por ejemplo. Lo malo es que después cómo se presentaba en Lima, Juan Lucas se iba a cagar de risa en su cara y en presencia de la secretaria esa que un edificio más a mi nombre y la hago mi querida. Por eso cuando andaba entre despierto y dormido, entre el sueño y la realidad, no ahora en que subía atentísimo en su Cadillac como un avión el camino aún de tierra que llevaba a la casa de cristal. «Ya la cagué», pensó el pobre Lastarria al desembocar en la pista de estacionamiento, frente a la casa iluminada: no había un solo carro todavía, era el primero en llegar: «Juan Lastarria es un gordito cursilón que llega el primero y se va el último de cuanto cóctel hay en Lima», habían dicho una vez, y él lo sabía. Viró el timón y casi atropella a un atropellable y afeminado mozo, uno de ésos que se alquilan y se van contagiando hasta el extremo de que a veces a Lastarria como que lo distinguían y lo saludaban entre «buenas noches señor» y «usted no me la hace», a pesar del Cadillac como un avión.
Avión sólo en la pinta, desgraciadamente, porque ahora que bajaba para darse una vueltecita por Monterrico y dejar que otro llegue primero y la embarre, vio que un auto subía como loco, no tardaba en matarse, él hubiera querido volar y pasar por encima, pero nada de eso y ahí estaba ahora el Cadillac, previa frenada terrible, frente a otro carro, uno sport indudablemente, aunque entre el polvo y los faros encendidos casi no se veía nada; aquello parecía la carretera Central con lo de ¡pase! ¡pase! ¡le estoy dando pase!, y miles de gestos y/o putamadreadas. Lastarria decidió no bajarse por nada de este mundo porque su carro era más grande y había costado mucho más caro. Tomó el asunto como encuentro de monopolios millonarios y estaba pensando si allá hay sesenta, aquí hay cien, cuando una mentada de madre con un acento rarísimo lo hizo bajarse corriendo y ensuciarse los zapatos, sabe Dios para qué porque no le iba a pegar a la enorme rubia que de un brinco salía del MG sport y que, con un acento más raro todavía, le gritaba altísima y en pantalones «¡pegas tu caro al cero pu-es hambre!». Lastarria sintió que retrocedía a la época en que enamoraba a su mujer con un solo terno, eso que ya había llegado a la época en que ella se enfermaba antes de todo compromiso social. Volvía al Cadillac y, al tocar la manija de la puerta, quiso ser Juan Lucas y empezó diciendo señori... «¡Pegas tu caro al cero o no!», le chilló la rubia altísima y en pantalones, y él pensó que podía saber judo y en las películas norteamericanas de espionaje, uno nunca sabe, y se trepó, de un saltito se hundió en el sofá rojo del Cadillac, puso el motor en marcha, sintió que era un avión y quiso asustar a la inasustable espía rusa, pero una aleta o un ala, sabe Dios cuál de los cromos del Cadillac empezó a raspar el cerro y Lastarria, automático frente a la vida, apretó un botón que cerraba la ventana para no escuchar el ridículo que estaba haciendo. Siguió avanzando y raspando, y la rubia, que iba con el MG descubierto, escuchó íntegro el raspetón mientras emprendía nuevamente la marcha hacia arriba, pensando muerta de risa que así eran todos los que iban a venir al cóctel y que se quedaría con sus pantalones sucios y maravillosos.
Todas las habitaciones daban a un enorme patio con una lagunita al centro, y nadie sabía de dónde venía la luz que lo iluminaba tan maravillosamente bien. La casa de vidrio tenía forma de U y encerraba ese patio por tres lados; quedaba un lado abierto que, más allá, se convertía en jardín donde se vislumbraba una piscina también misteriosamente iluminada, ya después empezaba un bosque que se prolongaba por una ladera del cerro, decían que en pleno bosque había una laguna y se hablaba de patos salvajes. Unos cien invitados iban pasando por el vidrio enorme y abierto que era la puerta de entrada y estrechaban la mano de Ernesto Pedro de Altamira, que andaba bastante mal de su neurastenia, que era pálido, finísimo, se parecía un poco a Drácula y leía mucho en alemán, sin desentonar tampoco, ahora que lo veían, con el modernísimo vestíbulo de su casa, donde la biblioteca también es de cristal. A Finita, su esposa muchos la saludaban diciéndole condesa, parece que lo era, además, lo cierto es que muchos hombres se inclinaban para besarle la mano, diplomáticos sobre todo. Las mujeres, en cambio la llamaban por su nombre y le tocaban apenas la mejilla con una pizca de labio; la pobre Finita se estaba mareando ya con lo lindo que olía el mundo esa noche en su casa nueva, no se la fueran a quebrar, era toda de vidrio, se moría de espanto y había sido siempre tan dulce y en el mundo hay gente tan envidiosa. Finita iba adorando a todos los que se acercaban a saludarla, pero tenía el brazo tan cansado ya: «Ernesto Pedro, Ernesto Pedro, ¿cuántos invitados más faltan llegar?», pensaba suplicante y sonriente, mientras otro más le besaba la mano, pero aunque lo hubiera gritado, Ernesto Pedro no le habría contestado porque era germanófilo en el mal sentido de la palabra y se había casado con ella para tener hijos finos y bellos y no para quererla. Llegó Juan Lastarria, que había ido hasta el castillo a cambiar el Cadillac por el Mercedes de su mujer: llegó nuevamente en auto distinto por si acaso alguien además de aquel mozo lo hubiera visto, parece que nadie, entró y le besó la mano a Finita, condesa, lo había practicado y no le fue mal, le dieron nota aprobatoria. Al verlo, Ernesto Pedro de Altamira sintió una fuerte tirantez en la mejilla izquierda, realmente se parecía a Drácula mientras observaba a Lastarria unirse al grupo que iba pasando ante la masturbada mirada de varios mozos que sonreían antes de derretirse, sin lograr nunca sumar el total de lo que veían, menos uno que tenía cara de traidor. Iban pasando los cien invitados y el arquitecto de moda con su esposa la Susan disminuida, escuchaba feliz cuando preguntaban por el artista de la casa de cristal, los contaba, le iban a faltar vidrios para hacer tanta casa de cristal: qué era la Facultad de Arquitectura, esa mierda, qué la vocación y los principios y su esposa sabía portarse y por eso, listo para explicar cuando le preguntaran, el arquitecto pudo unirse al grupo en que iban Susan, linda, y Juan Lucas, perfecto. Los saludó feliz y juntos atravesaron el inmenso living, saliendo al patio encantado siglo xx por el enorme vidrio abierto que era la puerta del living al patio de la lagunita.
Todo era perfecto ahí afuera. Hombres y mujeres recogían vasos de whisky y bocaditos de unas bandejas de plata que pasaban siempre que tú querías que pasen, y continuaban interesadísimos en la conversación. Pero había una sueca muchachona sentada al borde de la lagunita, en pantalones y probablemente sucia. No se la explicaban muy bien cuando la veían y ella parecía no saber tampoco qué diablos pasaba a su alrededor. Susana Lastarria hubiera hablado de una institutriz, claro que en esa facha... Pero Susana Lastarria no había venido y los invitados pensaban más bien que porque Ernesto Pedro de Altamira era muy europeo y muy culto, o porque el mayor de sus hijos estudiaba en Europa, a lo mejor el chico se la había traído de vacaciones, claro que lo de la inmoralidad, pero los Altamira, tú sabes, muy finos, oye. En todo caso la sueca ni se fijaba cuando la miraban como diciéndole ¿y tú de dónde saliste?, y fumaba tranquilísima, rodeada por los chicos de Altamira. Uno de ellos también fumaba, tosía y se reía echándole el humo en la cara, y la sueca se protegía arrojándose la cabellera rubia sobre el rostro, se quedaba largo rato así, nadie captaba cuando abría un hueco entre sus mechas con el dedo y por ahí miraba a Juan Lucas, que aún no la había visto. Más bien Lastarria sí la había visto y le daba la espalda y se cuidaba mucho de que el grupo con que andaba no se fuera a acercar a la lagunita. Estaban felices todos y lo que decían se perdía en la noche, se pulverizaba entre la música que venía del cuarto del estereofónico, uno que había costado ya dos mayordomos, vía una patadita o un escobazo en no sé qué aparatito fundamental, ése donde parecían vivir encerrados y reducidos los músicos más famosos, tan claro se les escuchaba; lo cierto es que queda usted despedido y todo lo demás que Finita, finísima, se encargaba de decir, mientras Ernesto Pedro traía nuevamente al hombre del estereofónico para que lo arreglara y le colocara siete parlantes nuevos, uno en el dormitorio de la sueca, por ejemplo. Y la sueca, que había sido campeona de natación y hasta parece que había participado en competencias de decatlón, les estaba contando a los chicos de Altamira por qué sus senos eran tan duros y sus brazos perfectos y les explicaba que tal ejercicio le había formado tal músculo y dale con lo de que la natación te pone los pechos bien duros, y el de Altamira de trece años le pidió una pitada al de catorce y le dijo a la sueca que quería tocar y la muy bruta o muy sana y nosotros sólo vemos la putería, la muy bruta se desabrochó la camisa del Altamira mayor, el que la había traído de Londres, uno que no estaba ahora porque había fiesta en casa de una prima del Villa María y ahí ni hablar de llevar a la sueca, en Europa sí pero en Lima ni hablar, además en Europa bestial lo de las suecas y los negros, pero el otro día la habían llevado a la hacienda y se portó pésimo, claro que ni Finita ni Hitler se enteraron, pero la muy bruta parece que se aburría y se largó con José María, el negro que arregla los tractores. Desde entonces ya sí que todos los de Altamira andaban tras la sueca y ahora, ella, debatiéndose entre el atletismo, el amor libre, la putería y en Suecia son socialistas, les mostraba, clarito se veía, el seno maravilloso y nunca había usado sostén. Uno de los invitados pasó el dato, avisó que la nórdica era de armas tomar y entonces los hombres uniformados de elegancia e interés común, recogieron vasos de whisky de los azafates adivinadores de tus deseos y se lanzaron a mirar, felices, compradores y descarados, hasta que a la sueca le dio asco y dejó de hablar de natación y atletismo y giró sobre el borde de la lagunita, les dio la espalda, también estaba buena por ahí, y se puso a jugar con los peces para no ver a esa tanda de imbéciles y a esas mujeres como papagayos de luto. Muy bruta la sueca: no entendía que las señoras estaban elegantísimas y muy bien maquilladas y que, en realidad, ahí el único bicho raro era ella: ¡cómo era posible!, ¡qué descaro!, ¡presentarse así a un cóctel!, es que la chica vive aquí, hija, es una muchacha, ¡aunque viva en el Polo Norte está en la obligación de quitarse ese pantalón asqueroso y esa camisa que debe apestar!... «¡Hermosísima obligación!», exclamó Juan Lucas, Susan dijo algo como darling, alguien se cortó un poco, pero la carcajada del propio Juan Lucas entre que los contagió y los obligó, lo cierto es que Lastarria quiso mojar una estrella con su whisky, prácticamente lanzó su vaso a las nubes, estallando ipso facto en tremenda carcajada, ya todos los del grupo también y cuando podían le explicaban entre risas a otros la salida genial del golfista, la cadena fue creciendo, «eres terrible Juan Lucas», dijo alguna por ahí, Lastarria andaba en el estado inmediato a la cargada en hombros y el arquitecto de moda entre que se reía y veía cómo Susan, linda, se marchaba al Japón misterioso. La sueca volteó a mirar qué pasaba, no entendió nada la pobre, miró a Juan Lucas, fue la primera vez que se miraron, él con el rabillo del ojo y bebiendo un trago gordo de whisky, luego dejó el vaso en un espacio de aire que se transformó en azafate y le clavó los ojos con esa manera suya de mirar sin que nadie se diera cuenta. Sólo Susan lo observaba lejana, casi comprensiva; lo observaba sin mirarlo entre la gente que volvía a conversar interesadísima y que segundos después volteaba a mirar hacia la puerta del living: Ernesto Pedro de Altamira, que se sentía muy muy tenso, tocaba con la yema de tres dedos el brazo importante del Premier, «cuidado con el escalón», le decía, y aparecían en el patio sin que la sueca supiera de quién se trataba.