—Te sacas el alma practicando y no te dan un real en el estudio.
—¿Tú practicas, Carlos?
—No; francamente me está llegando la vaina esta del Derecho.
—¡Pero qué mierda!... La cosa está en sacar el título. —¡Mira!, es mi tío Juan Lucas... —¡Ese sí que es un tipazo!
—¡Hola tío!... Hay que estarse un poco más tranquilos, oye. No se vaya a dar cuenta de que estamos tomando mucho... Cada día está más guapa la mujer de mi tío.
—¡Sí, oye! ¿Sabes lo que me pasó el otro día en el Golf? ¡Horrible, oye! Por poco no se da cuenta; vi una muchacha en bikini y me acerqué para verla bien, ¡qué bestia, oye!... era tu tía Susan... Parece una muchacha en bikini.
—No mires tanto; no seas bruto que se van a dar cuenta.
Un mozo se acercó con un azafate y cuatro whiskys. —De parte de su tío, señor. —Gracias. —Gracias, tío. —Gracias.
Juan Lucas comía tranquilamente, les guiñó el ojo. Ellos descubrieron un papelito, un mensaje: «Sobrino, el gordo de enfrente es tu primo, aunque no lo creas. Haz una bolita con este papel y arrójasela.» Se cagaron de risa. El sobrino lo miró y Juan Lucas volvió a guiñarle el ojo.
—Yo se la tiro, si quieres —el cuarto.
—¡No! No sean brutos —el que estudiaba para ministro—. Es Bello, el historiador.
Muy tarde: el maitre que supervigilaba a los jovencitos, no se vayan a portar mal porque están bebiendo mucho, vio el papelito volar convertido en mariposa, transformó su azafate en red de caza y saltó sonriente y alcahuetísimo, falló, volteó desesperado hacia Bello, le caía en la frente, no se dio cuenta, volteó feliz: los señores pueden continuar, son muy graciosos los señores. Juan Lucas les envió otra rueda de whisky.
—Gracias, tío.
—Es buenísima gente tu tío.
—No es por nada pero me gustaría ser como él... Vienen toreros y mi tío los aloja o les da comidas, viene cualquier tipo famoso y mi tío anda con él para todas partes, hasta le han dedicado libros. Sale siempre en los periódicos, con su whisky en la mano, atendiendo a todo el mundo y divirtiéndose. ¿Te acuerdas cuando vino la artista esa de Hollywood? ¿Cómo se llamaba la gringa?... No me acuerdo pero mi tío la acompañaba a todas partes y ni cojudo, seguro que se la tiró.
—Habla más bajo —el que estudiaba para ministro.
—Un trome, mi tío, y no porque me he tomado varios whiskys, pero para qué, en el fondo yo quisiera ser como él... En el fondo es lo único que me interesa.
—Hay que tener el cartón primero —el otro.
—¿Tú crees que mi tío tenga cartones? Para lo que él hace no se necesita título. ¿Tú qué piensas, Carlos?... ¿No te gustaría ser así?
—No sé... En todo caso te felicito: creo que eres el único sincero entre nosotros.
Los Juan Lucas y el ministro abrieron grandazos los ojos, miraron a Carlos entre desconcertados y desconfiados, no les había gustado mucho lo de la sinceridad. Algo se había filtrado entre ellos, «San Marcos», pensó Carlos, algo que les impedía ser el colegio, los cuatro juntos nuevamente como en quinto de media cuando esperaban la salida del Villa María y se iban a casar con la más rica y todo eso. Carlos sintió que la había cagado de una vez por todas, pero había bebido lo suficiente como para soportar unas horas más el vacío que se creaba entre ellos, el futuro era un vacío mayor, además: se quedaría con ellos, esta noche, tanto lujo lo ayudaría a mantener la sonrisa con que ahora los miraba.
—Es muy linda tu tía —dijo, volteando descaradamente hacia la mesa de Susan.
—Deben haber sido amigos de Santiago —comentó Juan Lucas, refiriéndose a los cuatro—. No sabía que mi sobrino andaba ya en edad de juerga.
Julius no pudo encontrarle ni una sola espina a su corvina. Pero en cambio el pejerrey de Juan Lucas traía hasta el espinazo, obligándolo a trabajar con el cuchillo más corto, el de pescado, un trabajo que Juan Lucas hacía como nadie en este mundo, feliz, además.
—Tío —dijo Julius—, un día te dio cólera con Nilda porque encontraste una espina... ahora seguro te vas a molestar mucho.
A Susan no le dio risa pero se rió de todos modos, era una buena oportunidad.
—El pejerrey es una cosa y la corvina otra. ¿Acaso tú has encontrado espinas en tu plato?... Tu plato está limpio.
—Je je, a lo mejor me he comido una...
Susan se tapó la cara.
—¡Mozo! —llamó Juan Lucas; se acercaron maitre y mozo—. Traiga, por favor, la carne para este chico de una vez.
—¿Le gustaría en su punto? ¿bien cocida? ¿cómo le gustaría al caballerito?
—Con espinas —se le escapó a Susan.
El mozo quedó medio en las nubes; el maitre, en cambio, encendió su cara: que no había entendido nada, señor, que la broma era excelente, señora, comprenda usted por favor, señor, buscó la influencia francesa pero nada.
—Esteeee... je je...
—Normal, oiga, para el chico. —Juan Lucas crispó las patas de gallo: maitre y mozo se retiraron de espaldas, patinando sobre el hielo.
—Salud —dijo Susan, alzando la copa de champagne. —¡Bravo mujer! ¡Salud!
—Thank yon, darling. Julius, van a hacer todo lo posible por traerte un Chateaubriand con espinas.
—Como podrá usted ver, jovencito, su madre está muy feliz esta noche.
—Pídeme un postre, Juan. No tengo hambre.
—Gracias por apurar las cosas, pero hay que esperar que este chico termine con su carne.
—Puedo quedarme con él, si quieres...
—Susan...
—¿Por qué no le cantas happy birthday, Juan?
Julius derramó su copa de champagne; miró a Juan Lucas despavorido.
—Mozo, por favor, limpie la mesa —dijo Juan Lucas al vacío. Un mozo bajó del cielo.
—Inmediatamente, señor —se llenó de todo lo necesario.
Terminaba de limpiar cuando trajeron el Chateaubriand para Julius.
—No quiero, mami...
—¿Podríamos tomar el postre? —preguntó Susan. —¿Los señores no desearían?... —Nada. El postre. El chico está que se duerme. —Y el señor está muy apurado... Julius alzó los ojos para mirar a Juan Lucas: ¿apurado?
Dos mozos habían trabajado largo rato para convertir la mesa inmunda que dejó Lalo Bello en mesa del Aquarium. Justo terminaron cuando entró ése que Julius miraba ahora, un señor sin su esposa y con dos igualitos a él pero más jóvenes, sus hijos indudablemente y con ellos dos muchachas algo fuera de ambiente, tenían que ser las enamoradas. Se instalaron los cinco, encendieron cinco cigarrillos y sonrieron satisfechos al mismo tiempo que arrojaban el humo, se cubrieron de humo, cambiaron de postura, ensayaron una vez más y ahora sí el humo ya no les caía en la cara. Sonrieron. El señor encontró los ojos de Julius y le hizo un guiño. Julius miró a Susan, Susan a Juan Lucas y Juan Lucas recién entonces se dio cuenta de que era alguien que él conocía, el ricacho ese: el señor con los hijos y las enamoradas lo saludaba con gran venia, luego se estiraba, miraba sonriente a sus hijos y a las chicas, estaba esperando: a la una, a las dos y a las tres: qué joven estás papá, cada día se te ve más joven, es increíble lo joven que te mantienes. Y las preguntas de las chicas: ¿no es cierto? La más desenvuelta decía que jovencísimo, la otra decía lo mismo pero con los ojos, y nuevamente los hijos: cada día estás más joven papá, y papá se estiraba, guardaba la barriga en el pecho, ¿es verdad?, preguntaba, ¿es verdad? Sí papá, joven y duro como tus gemelos de oro, flamante como tu Lincoln, joven, papá, pensarán que somos tus hermanos, no tus hijos, pensarán que... Se callaba el más bruto y la tímida agachaba la cabeza, no fueran a pensar que ella era su novia o su querida, la gente es tan chismosa en Lima, le contaron el otro día que a su suegro, hija no lo es todavía, lo habían visto siguiendo al ómnibus del Villa María, viejo verde, en su carro llenecito de aletas, espejitos, antenas, cromos y botones, aprietas uno y el asiento se convierte en cama, terrible tu suegro. Llegaron maitre y mozo y se unieron al grupo que no paraba de sonreír. Uno de los hijos, el que trabajaba ya en la oficina de papá, le preguntó al maitre si eran padre e hijos o tres hermanos, uno de ellos sin novia. El maitre con la mejor influencia francesa, le pisó el pie al mozo y soltó que hermanos, ¿qué otra cosa podían ser? Miró luego al mozo, acababa de comprender el pobre y acertó: los señores eran hermanos, claro, ¿qué otra cosa podían ser? Sonreían, no podían parar de sonreír; feliz el papá con su terno marrón a rayas y el cuellazo crema de la camisa de seda, el pañuelito en el bolsillo superior del saco haciendo juego con la corbata, qué joven es mi querida y me da fama, pero de pronto medio tristón porque allá al frente Juan Lucas está indudablemente mejor conservado, tengo tantos años como rayas mi terno, una cebra; pero notaron el desconcierto los hijos, miraron al maitre y ahora sí, todos a una: cada día más joven, papá, día que pasa, día que se te ve más joven, papá, alzaron el tono de voz y todo, no pudo más el hijo menor, el que iba a trabajar en la oficina de papá: no te dejaría solo con Martita, eres una fiera, papá; Martita bajó los ojos, papá miró su terno: marrón sin cebras, verde botella el Lincoln, de buen apellido la esposa ocupándose de la casa, joven y hermosa la querida y gas-to horrores, cosa de señores, en ella, guapas secretarias, comprar una hacienda, turfman, cada día gano más, no pagarle mucho a los hijos, que no me hagan ¡ay! abuelo todavía, viva la fama, el poder, la vida, mis hijos: más joven cada día papá, cada hora que pasa, me voy a poner celoso de ti, papá... Y papá recogiendo el orden de su mundo, acomodándolo en una nueva sonrisa, ¿ qué opina usted ?
Usted era el maitre y no opinaba nada porque estaba aterrorizado. Más bien les rogaba, perdida momentáneamente la influencia francesa, les imploraba con la mirada que ordenaran, les suplicaba con muy buen sueldo que escogieran, que bajaran el tono de voz, que se dieran cuenta, por favor, que había mirado, que nunca miraba, que se había movido, que nunca se movía, que acababa de inclinarse, que nunca se inclinaba, que los estaba mirando furioso. Algo captaron ellos en la extraña actitud que adoptaba el maitre, algo intuyeron entre tanta sonrisa, y voltearon a mirar: frío, miedo, terror fue lo que sintieron al encontrarse con los ojos rojos, bañados en alcohol de José Antonio Bravano. Se le escurrió su mundo al padre de sus hermanos, sus hijos lo encontraron viejísimo y muerto de miedo. José Antonio Bravano se había inclinado ligeramente, su rostro azul o verde o rojo asomaba brillante al lado de su tercera esposa, inmóvil a su lado; sus ojos relucían enfermos, los estaba odiando, le había hartado tanta chilindrina en la mesa de la izquierda. Los que captaron la escena esperaban algo malo. El padre de sus hermanos disparó su primer y último cartucho, buen negocio contra imperio era el asunto y él lo sabía; se inclinó, pues, hasta besar la mesa, cerró los ojos, abriéndolos al levantar la cabeza ya sin mirar a Bravano, y esperando pálido y viejísimo cualquier cosa, hasta un disparo cruzó su mente, pero nada: silencio eterno y miedo. Se atrevió a mirar a sus hijos: lo miraban, Martita habló ingenuísima, prefería corvina con salsa tártara, el hijo más bruto avisó que su señora le había metido algo en la boca, el maitre empezó nuevamente a tomar nota, alguien dijo qué bien lo lleva su tercera esposa, Juan Lucas, en su mesa, le explicaba a Susan, «casi arde Troya», le decía, y Julius miraba a ese señor tan raro que otra vez parecía muerto.
El postre era nada para Juan Lucas porque detestaba todo lo que no fuera pastelería francesa, a las seis de la tardé y en París. Empezaba a hartarse el golfista y les hacía sentir su apuro golpeando con un dedo larguísimo su copa vacía de champagne. A Susan le trajeron helados de vainilla, una bolita solamente, en una preciosa copa de plata, casi un cáliz. Tal vez probaría una pizca, en todo caso se entretendría clavando la cucharilla de plata en lo alto de la montañita blanca, luego miraría, miraría largo rato cómo se iba derritiendo el helado, qué lindo quedaba sobre el mantel casi acolchado, blanquísimo, qué estúpida significación iba adquiriendo eso de que la cucharita, espadita ahora, se fuera hundiendo en la bola de vainilla, acercándose cada vez más al fondo de la copa, un instante que ella empezaba a temer, medio en broma medio en serio, y pensando que era extraño o tonto su juego pero quería ver qué pasaba al fin, cuando el metal de la cucharilla tocara el fondo de la copa y Juan Lucas pidiera la cuenta porque había que marcharse y seguir con todo, ahora que ella empezaba a sentir sueño y pereza y no tenía ganas de sufrir. La fogata de Julius apuraría las cosas, tal vez era mejor así.
La fogata de Julius era sugerencia del maitre y consistía en unas crepés Suzette, le encantarían al caballerito. Susan había aceptado pensando que eso demoraría más la partida, y, qué rara soy, pensando también que el fuego ayudaría a derretir más rápidamente su helado y a precipitar el choque inevitable de la espadita en el fondo de la copa. «Sí, sí, te encantarán las crepés, darling», había dicho, y Julius, que ya le andaba bostezando en la cara hasta al propio Juan Lucas, no tuvo más remedio que despertar de nuevo al ver que maitre y mozo, felices, instalaban el aparato sobre la mesa, el hornillo de plata reluciente, la pequeña sartén y todo, mirándolo sobonsísimos y deseando que él les preguntara algo, ¿cómo se hace, ah?, ¿y ahora qué más, ah?, que era el momento aguardado para extraer fósforos elegantes y arrancar con la fogatita para que el caballerito, el hijo de los señores, quede asombrado y su mamita contenta porque donjuán Lucas anda medio amargo esta noche, mejor encendemos no más y nos vamos en cuanto todo esté listo. Y ahí estaban los dos trabajando con las crepés, bañándolas en Grand Marnier y curasao, transmitiéndoles el sabor de la naranja y el limón azucarados, metiendo las manos en el fuego a ver si por fin el niño se entusiasma, pero el niño nada. El niño volvía a pegar un bostezo padre, se le oscurecía el Aquarium, se le borraba el Country Club, el colegio, el Golf y el mapa del Perú, enseguida lo negro empezaba a aclarar al llenarse el espacio de chispitas giratorias, un Aquarium distorsionado empezaba a formarse, un restaurante caliente en que la fogata enorme de su mesa, las llamaradas locas que iban a incendiarlo todo se trasladaban a la mesa de José Antonio Bravano que era rojo y roja su mujer y no se quemaban ni sudaban sino que el fuego se acobardaba y se instalaba bajito alrededor de su mesa, para que ellos pudieran seguir ahí, porque siempre habían estado ahí, siempre: trajeron el Aquarium y se los pusieron alrededor, trajeron el Country Club y se los pusieron alrededor, trajeron a todos los maitres y mozos del mundo y se los pusieron alrededor: nunca habían entrado al Aquarium, nunca habían salido, siempre estuvieron ahí sentados y no temían al fuego, el fuego, al diablo, el diablo, el caballerito, el caballerito gustaría... Julius se contuvo un nuevo bostezo, lo mató en la palma de su mano y les dijo que iba a esperar porque estaban aún muy calientes; ellos felices, ya estaban listas las crepés del caballerito, ya se apagaba el fuego, él hizo una mueca, sacudió la cabeza como para espantar una mosca y sintió que lo vencía nuevamente el sueño, ese calor, pero le faltaban las crepés...