—Lo que no termino de entender —dijo el comisario intentando apartar la vista de un consolador negro de vinilo que había en el suelo— es qué tipo de conexión crees que puede haber entre tu consumo de estimulantes y nuestro caso. Hasta donde yo sé…
—Esta mañana ha salido en el periódico que el muerto ese investigaba con pildoras de la felicidad… y yo estuve probando unas pastillas para un tío que también era de ésos. La primavera pasada. Le conocí en una fiesta privada. Ya están en circulación. Igual era él.
Trokic levantó una ceja. A su lado Jasper, ausente, jugueteaba con dos velas apagadas.
—¿Pretendes decirnos que Christoffer Holm tenía algo que ver con la venta de sustancias ilegales? Estás hablando de un científico muy respetado, así que es una acusación muy grave.
Randi clavó los ojos en un póster de Ozzy que había en la pared.
—Es que yo no compré nada, me lo dio gratis; pero nunca me dio ningún nombre.
Encendió un Cigarrillo de liar y un olor penetrante empezó a extenderse por el angosto cuartucho. El inspector sacó una fotografía del bolsillo de su cazadora.
—¿Es él?
Le lanzó una veloz ojeada.
—
Nope
.
Suspiraron a coro.
—Me dio para un par de semanas, dijo que había que probar la calidad. Yo estaba mal de cojones, así que lo hice.
Jasper levantó la vista e hizo una señal con la cabeza, como si quisiera preguntar por qué no se marchaban.
—¿Probar la calidad? —continuó Trokic.
—Sí, sí; una cada mañana.
—¿Y lo hiciste?
—Claro. ¿Por qué no me escuchas, tío? Estaba de bajón. Ya te digo si me las tomé.
—Y ¿qué efecto te hicieron? —le preguntó, más por curiosidad que por otra cosa.
Ella sacó unos morritos llenos de piercings y puso una cara pensativa.
—Bueno, al principió no noté nada, pero después de un par de días la cosa se puso bastante guay.
—¿En qué sentido?
—Bueno, pues eso… esto está un poco desordenado, ¿no?
Asintieron.
—Lo recogí todo, salía a correr todas las noches, el sexo era como nunca y dormía tres horas al día.
—¿Una especie de éxtasis?
—Sí, pero uno nuevo que no había probado antes. Dura mucho más y va como construyéndose poco a poco, es un peligro. He leído que los monos acaban con lesiones cerebrales con probar el éxtasis una sola vez, estropean la capacidad que tiene el cerebro de fabricar sus propias sustancias de la felicidad.
Se quedó observando sus uñas mordidas y continuó con voz apagada:
—Me dijo que eran auténticas kamikazes.
Se miraron boquiabiertos. A los de Narcóticos les iba a encantar.
—Creedme, lo he probado todo —aseguro, no sin cierto orgullo—. Pero luego…
—Pero luego, ¿qué? —preguntó Trokic.
—Luego se acabó.
—Y ¿volvió el desorden?
—Peor aún; me puse rara, ya no era yo, era otra que vivía en mi cuerpo y no me caía bien.
—¿Por qué? ¿Estabas mal? ¿Deprimida?
—¿Ves esa jaula de ahí?
Señaló hacia una jaula pequeña con barrotes. Parecía una pajarera y estaba vacía. Trokic asintió.
—Estrangulé a mi jerbillo.
Lo decía con lágrimas en los ojos.
—¿Volviste a verle?
Hizo un gesto negativo y observó pensativa al comisario.
—¿Has visto alguna vez los siete soles?
—No.
Apartó la mirada.
—También son negros los siete. Ahora tomo píldoras de las normales, pero no me vuelven ordenada.
—¿Tú qué piensas? —preguntó Jasper cuando, diez minutos más tarde, Trokic le llevaba hacia su casa.
—¿Con lo que sabemos de Christoffer Holm? No creo que tenga nada que ver con este asunto, y ella misma ha dicho que no era el de la foto. Además, hay montones de jóvenes que van por ahí haciendo experimentos con sus formulitas. Es posible que ande un poco hita de atención. Un destino un poco triste.
—Pero hay drogas nuevas en circulación —insistió.
—Sí, mañana comunicaremos los nuevos datos.
Subió el coche al bordillo frente al edificio rojo donde vivía Jasper. Para el joven inspector y para muchos otros, la jornada de trabajo había concluido. Por lo que a él se refería, todavía quería pasar por casa de Anna Kiehl a echar un vistazo, algo tenía que habérseles pasado por alto.
Ya se estaba haciendo tarde cuando aparcó frente a la casa de Anna Kiehl y cerró el coche con llave. La sensación se apoderó de él apenas abrió el portal; después recorrió a la carrera los pocos pasos que le separaban de la puerta, donde su sensación pasó a ser una certeza.
Los músculos se le paralizaron al instante y se sintió invadido por frías oleadas de desasosiego. El precinto del apartamento de Anna Kiehl estaba roto. ¿Habría sido alguien de comisaría? Lo dudaba, no conocía a nadie capaz de cometer la irresponsabilidad de dejar el paso franco a cualquiera. Se llevó la mano al arma de reglamento con un gesto mecánico y fue bajando el picaporte con cautela. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió sin hacer ruido. Sacó la pistola y se deslizó por el interior de la casa con la espalda contra la pared en un lento movimiento sin dejar de acechar nerviosamente en todas las direcciones. No se veía nada. Echó una ojeada en la cocina, tan sombría y tan desierta como la última vez. De pronto le pareció fría y distinta. La temperatura de la vivienda había descendido varios grados desde su última visita y ahora se abrían paso otros olores. Oyó un chirrido estridente a su espalda, un sonido demasiado fuerte. Sin poder evitar un estremecimiento, se volvió a la velocidad del rayo, pero no eran más que los botones de metal de su cazadora al chocar contra el radiador. Soltó aire y estrujó el arma.
Continuó avanzando por el vestíbulo con todos los sentidos a pleno rendimiento. Tenía la sensación de no estar solo. Percibía una mezcla de olor a ser humano y un suave perfume sin sexo; no era capaz de clasificarlo ni estaba del todo seguro de si salía del cuarto de baño, donde había todo un despliegue de perfumes de Anna Kiehl. Le resultaba familiar. ¿Dónde lo había olido antes?
Abrió la puerta del baño de un empellón. Su sonoro chirrido le provocó un terrible sobresalto y al instante volvieron a circularle por la sangre las hormonas de la alerta. Vacío también y sin señales de intrusión alguna. Se dio la vuelta otra vez; a unos metros distinguió una débil claridad procedente del salón, un resplandor frío y azulado sobre una mesita redonda.
—¿Oiga? —gritó—. Policía.
Al no obtener respuesta avanzó en silencio hasta abrir de par en par la puerta del salón. Empuñando el arma con firmeza se asomó con cautela para tener una visión de conjunto del salón y los diferentes ángulos. Pestañeó. Algo andaba mal, rematadamente mal.
En el mismo instante en que le invadió el espanto, un trueno en forma de golpe en la nuca con algo contundente le traspasó la cabeza. Cayó hacia delante arrastrando consigo una lámpara. El plástico de la pantalla restalló al ceder bajo su peso. Todo se volvió negro y sintió un goteo por el pelo y una carga en las vértebras del cuello. Cegado por el dolor, se echó sobre un costado mientras palpaba el suelo con la mano en busca del arma presa del pánico. Luego se le aclaró la vista por un segundo, lo bastante para intuir la silueta en la puerta, una figura encapuchada que le observaba desde la incipiente oscuridad. Su pistola se agitó en la mano derecha de aquella persona con un movimiento frío, furioso. Después, el encapuchado la arrojó a lo lejos y huyó del apartamento. Trokic se desplomó y perdió el conocimiento.
A juzgar por la penumbra, apenas había estado sin sentido unos minutos cuando el dolor le devolvió al mundo. Aterrorizado y consciente de su vulnerable situación, recorrió la habitación con la mirada, pero volvía a reinar el silencio. Arrastrándose recuperó el arma, que estaba debajo de la mesita del sofá. En un acto reflejo se llevó la mano al punto de la nuca donde le habían golpeado. Tenía el pelo pegajoso y empapado de sangre, pero no advirtió ninguna fractura. Sin cambiar de posición rebuscó en el bolsillo el teléfono móvil y, después de algo más de unos momentos de torpeza, consiguió llamar a Jasper y pedirle que acudiera con un técnico.
Lentamente logró ir incorporándose hasta sentarse y miró a su alrededor. A su lado yacía la lámpara con la bombilla rota y todo estaba lleno de cristales reducidos a añicos. La pantalla, completamente chafada, estaba algo más allá. Había sangre en el suelo, un charquito desparramado, pero nada alarmante. Al ponerse en pie, tambaleándose, descubrió el objeto que le había golpeado: una figura africana de unos cuarenta centímetros de alto, un guerrero masái de ébano con una lanza en la mano. Lo reconoció, se trataba de uno de los adornos de Anna Kiehl. Fue al cuarto de baño, mareado. Tenía que haber un armario con medicinas o un botiquín por alguna parte. En el tercer cajón del lavabo encontró una venda, se la enrolló entera por la cabeza para detener la hemorragia y regresó al salón.
La vio en el mismo instante en que puso un pie en la habitación. Estaba en el suelo, a la luz de la lámpara que colgaba sobre la mesita de la esquina. La observó estupefacto tratando de encontrarle un sentido a aquella cosa. Tratando de evitar los cristales con cuidado, avanzó hacia la mesita para someter su nuevo hallazgo a un examen más minucioso. A la luz de la lámpara, casi parecía una pieza de museo, una exposición. Echó un vistazo más por la habitación con todos los músculos en tensión para cerciorarse de que estaba solo.
Era una mano. Una mano reseca, nudosa y retorcida con la palma hacia arriba. Le dio un empujoncito. El policía no tenía la más mínima noción de anatomía, pero cualquiera le habría dado la razón, en este caso no resultaba necesario: no cabía la menor duda de que se trataba de una mano humana cortada.
—Esto es una locura, en mi vida he visto nada semejante. Jasper observaba horrorizado el absurdo hallazgo.
—¿Quién cono la habrá puesto ahí? ¿No le viste?
—No.
—Tienes que ir a que te cosan eso —sentenció una vez examinada la herida de Trokic; después continuó—: Dios santo, ¿nunca terminaré de trabajar? Acababa de llenar la bañera y va Agersund y me llama porque tenías el teléfono apagado. Dime, ¿para qué quieres un móvil si nunca lo llevas encendido?
—Me he quedado casi sin batería —se defendió—, la pila ya no va muy bien. Luego paso a que me vea el médico de guardia.
Por detrás de ellos, un técnico guardaba la mano seca en una bolsita de plástico. Los dos recién llegados habían estado intentando dilucidar su procedencia, aunque, en realidad, todos tenían muy claro a qué tipo de criatura pertenecía.
—A urgencias —determinó Jasper.
Luego le dio una palmadita en el hombro antes de lanzarse a una inspección ocular del apartamento.
El comisario estaba a punto de marcharse cuando el técnico lanzó una pequeña exclamación.
—Joder, si lleva algo escrito por el otro lado, grabado en la piel.
Fue deletreando con dificultad.
—
Eudaimonia
—descifró Trokic.
Asimiló la información en silencio. Aquello no era ningún juego, era algo muy serio. Luego se volvió hacia el joven agente y le miró a los ojos.
—Felicidad, en griego; o, mejor dicho, cierto tipo de felicidad.
Casi había oscurecido cuando Trokic aparcó en la pequeña área de descanso y sacó una potente linterna del maletero. Media hora más y no se vería nada a medio metro de distancia. Jasper había insistido mucho en que debía ir a urgencias. Quizá fuese, quizá no.
Avanzó por el sendero que conducía a la laguna con paso vigilante. ¿Sería posible que hubiese más cadáveres enterrados por allí? Necesitaba comprobar si la tierra estaba removida alrededor del lugar donde encontraron a Anna Kiehl. La herida le latía a cada paso que daba. El agente que habían dejado en la zona los últimos días ya había sido destinado a otras tareas y el bosque estaba lleno de esporádicos borrones de niebla fría. Un joven montado en una bicicleta de montaña le adelantó a una velocidad frenética y, después de derrapar al tomar la curva con una peligrosa maniobra, desapareció hacia el este por el dédalo de senderos.
En el lugar de los hechos, el precinto rayado colgaba entre los árboles, por algunas zonas roto y con los extremos ondeando al viento. A la mortecina luz de la tarde examinó minuciosamente la tierra con ayuda de la linterna, pero a primera vista todo parecía seguir tal y como lo había dejado la policía.
Por último se sentó a fumar un cigarrillo en un tronco algo apartado del camino. ¿Habría alguna relación entre el asesino y aquel lugar? Conocía la sensación, el aire del mar llenándote los pulmones y el soplo de la brisa componían un decorado, un estado de ánimo que llegaba a definirte. Un lugar podía cambiar la manera de percibir la realidad.
Echó un vistazo a su alrededor. Dos personas habían aparecido muertas en esa zona. ¿Habría una tercera? Al día siguiente pondría a un pequeño grupo de agentes a peinarlo todo una vez más.
Eudaimonia.
Otro mensaje críptico pasado por el tamiz de la Grecia clásica. ¿Qué relación tenía con todo aquello? La
eudaimonia
no era una felicidad privada, sino una felicidad basada en el respeto, el reconocimiento y la fuerza, un estatus. Para algunos, pensó, quizá la única dicha. Algo le decía que eso era lo que le faltaba a su asesino, algún tipo de felicidad. Había algo melancólico, angustioso, en todo aquello; pero no era capaz de precisar por qué. Era uno de los temas que él y Jacob habían abordado una y mil noches en los cafés de Zagreb, la interpretación de la felicidad, qué impulsaba al ser humano hacia la guerra, las heterogéneas maneras de entender la felicidad por las que una persona estaba dispuesta a matar.
En ese mismo momento oyó el chasquido de una rama en el interior del bosque. Al instante se puso en pie tratando de orientarse en una oscuridad que ya lo había invadido casi todo.
Poco a poco fue avanzando hacia su coche sin dejar de volverse a mirar por encima del hombro. Quizá lo de ir a urgencias no fuera tan mala idea después de todo.
Cuando se disponía a abandonar el aparcamiento, advirtió que el coche estaba completamente vencido hacia un lado. Con un mal presentimiento, salió a alumbrar las ruedas con la linterna. Los neumáticos del lado derecho estaban desinflados. Escrutó la oscuridad que le rodeaba con un sinfín de ideas pasándole por la mente. De pronto oyó un traqueteo metálico que salía de algún punto a su derecha. Detrás del cubo de basura del área de descanso. Se encogió y sacó el móvil del bolsillo. El pitido que empezó a oírse a intervalos de cinco segundos le indicaba que apenas le quedaba batería suficiente para hacer una llamada.