—¿Sí?
La voz del otro lado parecía algo sorprendida. Trokic le fue susurrando las palabras por el pequeño micrófono del móvil; apenas eran audibles en la oscuridad. Luego colgó, aliviado sólo en parte. Jacob estaba en camino. ¿Qué hacer, permanecer en el coche o echar a andar por la pista asfaltada bosque a través? De nuevo el mismo ruido en el cubo de basura a veinte metros de distancia. Si querían acabar con él, ¿por qué no le atacaban? ¿Le habrían seguido desde el apartamento de Anna Kiehl? Se oyó un chasquido. Una piedra aterrizó a sus pies. Eso le convenció: le vigilaban. Sacó el arma.
Pasaron los minutos, uno, dos, cinco… La oscuridad le envolvía por completo. La carrocería del coche le cubría las espaldas y su Heckler & Koch nueve milímetros le protegía el pecho. ¿Dónde cojones se había metido el condenado inspector? Llevaba largo rato sin oír movimiento, respiraba con más calma y no sabía si le habían dejado solo, si seguía vigilado o si estaba fraguándose un ataque.
Cuando el Ford blanco de Jacob tomó la curva del área de descanso, la tensión y el dolor le habían agotado hasta tal punto que se desplomó junto al vehículo.
—¿Qué coño está pasando? —fue el saludo de Jacob una vez a salvo.
Le hizo un rápido resumen.
—Los del Falck vendrán por tu coche. Aquí ocurre algo muy raro.
Permaneció en silencio un momento dándole vueltas a sus propias palabras.
—Es una cuestión de control —prosiguió—, de poder, de doblegarte; una antigua táctica militar para desorientarte y hacerte perder el norte, la están usando contigo.
Nueva pausa.
—Es tu actitud.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nunca te crees nada y eso provoca a la gente que está acostumbrada a tener el control.
Trokic apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y le observó.
Los dos habían amado a la misma mujer; no en el sentido bíblico, pero sí había formado parte de sus vidas. Menuda, de ojos verdes y comprometida con sus semejantes hasta llamar la atención en una mujer tan joven. Era Sinka, su prima, la hermana pequeña de ese primo que le había dado cobijo los dos años de guerra que pasó en Croacia. Durante el tiempo que permanecieron en el país, Trokic y Jacob construyeron una relación basada en la confianza, un pasado común positivo a pesar del conflicto.
Jacob tenía intención de llevar consigo a Sinka a Dinamarca y todos se alegraban por los dos, pero nunca pudieron llegar tan lejos. Un día fue a darse un baño a la isla de Krk y ya no regresó, se convirtió en una más de tantísimas mujeres desaparecidas en plena guerra y, a pesar de los esfuerzos que hicieron, jamás volvió a aparecer. Fue una pérdida terrible para ambos. La idea de lo que pudiera haberle sucedido, en qué manos podía haber caído, le llenaba de furia. Hablar de ello resultaba demasiado doloroso, pero la compenetración entre los dos salió airosa de aquella prueba y mantuvieron el contacto desde entonces.
Llegaron a la circunvalación.
—¿Adonde me llevas?
—A urgencias.
—¿Y por qué no vamos mejor a tomar esa cerveza que habíamos dicho? —propuso; sudaba sólo de pensar en batas blancas y agujas—. Iba a hacer gulash para los dos, con
ajvar
. He mejorado un poco la receta.
—¿La del
ajvar
? —preguntó Jacob.
—Sí, ahora lo hago un poquito más agrio y más picante. Le pongo pimiento rojo, berenjena, ajo, chile, vinagre de manzana, aceite de oliva, azúcar de caña, sal y pimienta. Lo tenía listo para el
guilash
, pero se nos ha hecho un poco tarde.
Su amigo torció el gesto, compungido.
—Bueno, pues vamos a urgencias ahora y luego pillamos una pizza de camino hacia casa. Y le echamos el
ajvar
.
Lisa se miraba en todos y cada uno de los espejos y superficies brillantes que le salían al paso esa mañana. Aún no se había acostumbrado. Sus largas greñas habían quedado reemplazadas por una melenita corta de un tono suavizado con reflejos dorados claros. El resultado era sensiblemente distinto, porque el nuevo marco contribuía a armonizar los matices de su rostro. Había hecho una incursión en el Magasin con Anita, y todo para hacerse con un pequeño vestuario. Era la primera vez que permitía que su hermana se inmiscuyera en su estilismo personal, porque en su opinión los gustos de Anita eran demasiado del montón, pero el creciente número de derrotas que acumulaba a sus espaldas le decía que quizá hubiese llegado el momento de probar algo nuevo. No había que asustar al pichón antes de que se posara, la sermoneó su hermana. Y puede que no anduviera del todo descaminada, porque al cruzar la comisaría le llovieron los cumplidos.
Casi al final de la escalera se encontró a Trokic. El comisario presentaba todo el aspecto de estar recién salido de un accidente de coche: la cara pálida y entre verde y amarilla por encima del pómulo izquierdo, la piel hinchada y con manchas y un vendaje enrollado alrededor de la cabeza.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó sorprendida.
Le hizo un breve resumen.
—El resto en mi despacho. Me falta el informe de vuestros interrogatorios de ayer.
—Joder, qué pinta tienes.
Trokic se llevó la mano a la zona de la nuca que le dolía con un gesto mecánico.
—Doce puntos. Tuvieron que afeitarme un montón de pelo para llegar hasta la herida y evitar la infección, pero me aseguraron que volvería a crecer —explicó con un hondo suspiro—. Estuve a esto, podría haberle cogido.
Su teléfono empezó a sonar. Contestó y al cabo de un momento se lo pasó a Lisa.
—Es para ti.
—Me llamo Kaare Storm, soy un amigo de Christoffer Holm.
He leído lo de su asesinato en el periódico.
Hizo una pausa y después continuó con voz emocionada:
—No sé… nos escribíamos mucho.
—Ah, ¿sí? —le animó a continuar.
—Anoche estuve revisando nuestra correspondencia; el último año. Esperaba encontrar algo que pudiese interesarles. No tengo ni idea de si puede ser importante, pero había una serie de mensajes de esta primavera sobre su investigación.
—¿De qué se trata? —preguntó Lisa, con las antenas desplegadas.
Captó la mirada del comisario por encima de la mesa y conectó el altavoz del teléfono.
—Es mejor que lo vean ustedes. Se lo puedo reenviar; si me garantizan confidencialidad en la parte personal de los mensajes, claro.
—Por supuesto.
Sintió que aquello era el germen de algo. Tras su conversación con Søren Mikkelsen en el psiquiátrico, no había podido dejar de preguntarse si el trabajo de Christoffer realmente guardaría alguna relación con el caso. Se había pasado la noche tratando de hacerse una idea de en qué consistían sus investigaciones, pero chocaba una y otra vez con su falta de conocimientos en la materia. Y si aquel hombre de veras tenía secretos profesionales, dudaba mucho de que fueran a estar precisamente en el montón de papeles que le habían dado.
—También me interesa cualquier tipo de correspondencia relativa a posibles novias o amantes.
—Ahora mismo le envío lo que tengo —contestó Kaare Storm.
—No es imposible —dijo Lisa una vez hubo colgado.
—Sigue esa pista —le ordenó Trokic—. Y habla con alguien de Practicón, llévate a Jacob. Por el momento creo que es mejor que los del hospital no estén al tanto de nuestras investigaciones.
—Quiero ir a echarle un vistazo a su casa —le informó Lisa— en cuanto haya leído lo que mande Storm.
—Me encargaré de que tengas una llave.
Jasper y Kurt, uno de los técnicos, habían registrado el día antes el apartamento, pequeño y bastante céntrico. Al contrario que en el caso de Anna Kiehl, se habían topado con un lugar revuelto y abandonado con muchas prisas. Habían hallado varios cabellos, supuestamente femeninos, y muchas huellas dactilares; todo estaba siendo sometido a análisis. Sin embargo, podía habérseles pasado por alto algún tipo de material de investigación que no tenía por qué abultar demasiado.
No le había comentado nada acerca de su pelo ni de su ropa y se había creado un ambiente algo tenso y enrarecido entre los dos, como si acabase de separarles el espacio de una posibilidad.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —preguntó Jacob una vez en el apartamento, que estaba en un cuarto piso y tenía vistas a casi toda la ciudad.
—No lo sé con precisión. Un disco que no hayáis visto con cosas de trabajo, material de investigación, informes, algo por el estilo.
Jacob echó un vistazo con una mueca.
—¿No tenía ordenador en casa? Joder, ¿cómo se puede vivir así?
—No, no hemos encontrado nada. Usaría el del psiquiátrico, al fin y al cabo trabajaba allí. Habrá que revisarlo todo otra vez.
Lisa sacó su portátil y lo encendió. El intercambio de mensajes entre los dos amigos había sido esporádico y, en ocasiones, intenso.
Esta mañana he vuelto a hacer la prueba de nado forzado. Fenomenal.
Estas ratas se salen. Tiene que haber algo que se me haya escapado. Trabajo día y noche y he mandado a analizar una prueba de altromín.
Quizá estuviera equivocada y aquello no fuese más que una pérdida de tiempo. Por otra parte, tampoco tenían gran cosa y les convenía mirar hasta debajo de las piedras.
Su idea era ir a Copenhague a visitar a un empleado de Procticon pasado el mediodía. El viaje era largo, pero podían conducir por turnos y trabajar al mismo tiempo. Iba a ser un día agotador; después de la reunión con el hombre de Procticon, tendrían que emprender el camino de regreso bien entrada la tarde.
Se movían por la casa sistemáticamente y en silencio. Christoffer Holm no parecía tener demasiados dispositivos electrónicos, pero al fin dieron con una pequeña pila de CDs escondida en la estantería.
—Prueba con éstos —dijo Jacob tendiéndole el montón.
El breve contacto de sus manos bastó para sobresaltarla.
Se sentó e introdujo el primer disco en el lector del portátil.
—Aquí no hay nada —informó decepcionada tras revisarlos todos.
—Los peces están muertos —comentó él mientras abría los cajones del armario de caoba que sostenía el acuario—. O lo que quiera que sean esos tristes despojos que hay ahí al fondo. De pequeño tuve varios guppys negros, digamos que en cantidades variables. Los peces se comen unos a otros.
Sacó un cajón y miró detrás.
—Aquí no hay nada. Nada de nada.
—Vamos a pensar con lógica —propuso Lisa—. Supongamos que de verdad encontrara algo que fuese la leche. ¿A quién podía interesarle?
—Supongo que a la industria farmacéutica.
—Evidentemente. Y ¿a cuánta gente pudo habérselo contado? —continuó.
—A los más íntimos: la familia, la novia, quizá los amigos.
—¿Colegas?
—Puede, pero son potenciales competidores —apuntó él.
—Y ¿dónde guardar el material?
—¿En la caja de seguridad de un banco?
Lisa entornó los ojos.
—No era el tipo de hombre que tiene una caja en un banco, me da en la nariz. Necesitaba a alguien en quien confiase al cien por cien, un lugar donde él supiese que iba a estar en buenas manos.
—¿Anna Kiehl?
Intercambiaron una mirada y a Lisa empezó a correrle por la espalda un sudor frío.
—La hermana —susurró.
Jacob consultó el reloj.
—¿Nos dará tiempo?
—Podemos pasar un momento por su casa a la vuelta.
—Vale, vamos cagando leches a ver qué nos cuenta.
Trokic acababa de mantener una lúgubre conversación telefónica¡ con el forense cuando, obedeciendo a un impulso repentino, se presentó en casa de Isa Nielsen. Quizá pudiera aportar algún dato sobre la mano. Había aprendido a tirar de todos los hilos a su alcance.
—¿En qué puedo serle útil exactamente? —le preguntó una vez acomodados, él en un sillón y ella en el sofá.
—Me gustaría conocer su opinión profesional sobre nuestro caso.
—Pero ¿qué le ha pasado en la cabeza?
Por un instante, su brazo se contrajo como si fuera a alargarlo para tocarle la herida, pero fue algo pasajero.
—Me interpuse en el camino de alguien.
—Ha tenido que dolerle —comentó—. Por cierto, ¿le apetece una copa de vino? He puesto a enfriar un maravilloso Chardonnay y tiene aspecto de necesitarlo.
—No gracias, estoy de servicio y esas cosas.
—¿Un capuchino, tal vez?
—Perfecto, gracias.
Desapareció en la zona de la cocina y empezó a oírse el trajín de los cacharros. Trokic se recostó en el confortable asiento. La casa tenía un olor casi dulce. Observó unas marionetas pintadas que colgaban en un rincón; su madre tenía unas parecidas de Rumania, pero a él nunca le hicieron demasiada gracia.
—¿Qué le lleva a pensar que puedo ayudarle? —le preguntaba minutos después tendiéndole una taza humeante con sonrisa maliciosa.
Llevaba una vaporosa blusa de color crema con las mangas de seda y unos vaqueros claros. Casual a la par que exclusivo. Le costaba trabajo encajar su aspecto con la gravedad de su hogar.
—Estudia el comportamiento humano.
—Eso no me convierte necesariamente en una experta en la materia. Como ya le dije, trabajo fundamentalmente con modelos politológicos, el resto es pura afición.
—¿Afición a qué, por ejemplo? —le preguntó.
—¿Necesita que le ayude con algo específico? —le esquivó.
Asintió, incorporándose en el asiento para acercarse un poco más a ella.
—Ayer estuve en casa de Anna Kiehl. Encontramos una mano momificada en una mesita. Nuestro forense la ha estado examinando esta mañana y es una mano humana, de un hombre.
Lejos de parecer impactada, Isa Nielsen le miraba con un aire de lo más profesional y la barbilla apoyada entre las manos.
—No se puede negar que suena muy interesante. ¿Es posible que el culpable intente decirles algo? ¿Que siga los dictados de otra persona?
—Pero ¿de quién?
Se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea, es lo primero que me ha venido a la cabeza. Parece todo muy… calculado.
Jugueteó con el reloj y su aire de sobriedad dejó paso a una mezcla de encanto y vulnerabilidad.
—No sé qué decirle —contestó, algo escéptico.
—Me ha pedido mi opinión y le he dicho lo que pienso.
Trokic observó la habitación.