Un talento para la guerra (10 page)

Read Un talento para la guerra Online

Authors: Jack McDevitt

BOOK: Un talento para la guerra
10.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

No era, pensaba la gente, la imagen adecuada que querían proyectar.

Supongo que no. De todos modos, la ciudad prosperó.

Estaba llena de turistas adinerados, jubilados ricos y tecnócratas varios, en su mayoría empleados de la industria de la comunicación digital, que estaba por entonces todavía en su infancia.

Se accede a la ciudad mediante una plataforma flotante desde la cual uno puede tomar un transporte tubular flotante hacia el centro de Pellinor. O, si el tiempo es bueno, se puede cruzar cualquiera de los puentes flotantes. Mi primer acto a bordo del transporte fue consultar una guía. Así obtuve la dirección de Scott antes de llegar.

Tomé un taxi, me registré en un hotel y me di una ducha.

Según la hora local, era el inicio de la tarde. Sin embargo me sentía exhausto. Se debía de nuevo a mi dificultad para viajar: enfermo en ambos despegues y el resto del tiempo también. De modo que me paré bajo el aire tibio de la calefacción autocompadeciéndome y trazando planes: abordaría a Scott, averiguaría en qué estaba y volvería a Rimway. Desde allí contrataría a alguien para que acompañara a Kolpath allí donde tuviera que ir para localizar el secreto de Gabe, pero yo no me movería nunca más de la tierra que me vio nacer.

No. No importaba que la bendita Confederación estuviera quedando de lado. Llevaba semanas ir de un lado a otro, días o semanas comunicarse, y el viaje para la mayoría de la gente era desagradable físicamente. Si el Ashiyyur fuera cortés, declararía la paz y punto. Yo no estaba seguro de que no nos fueran a desintegrar en esta ocasión.

Dormí bien, me levanté temprano y desayuné en un pequeño restaurante colgante. El océano se extendía a mis pies cubierto de olas. El aire salado olía bien. Comí lentamente. Las avenidas, los parques y los almacenes de niveles múltiples se extendían por encima de las paredes tapizadas y sobre el mar. Allí se alineaban las salas de fiestas, los casinos, las galerías de arte y tiendas de esas que venden recuerdos. Había playas, dársenas suspendidas y un paseo marítimo que rodeaba la ciudad elevada unos metros sobre el mar.

Pero mucha gente decía que lo mejor de Pellinor estaba bajo la superficie. Allí, la mayor parte de la luz del sol se filtraba a través de aproximadamente veinte metros de agua oceánica verde y era posible ver a los grandiosos leviatanes de ese mundo acuático deslizarse majestuosamente a menos de un metro de la mesa del desayuno.

Tomé un taxi al salir del restaurante y puse la dirección de Scott en el lector. No sabía hacia dónde iba. El vehículo se elevó sobre la línea del cielo, se sumergió en los parámetros del tránsito y se arqueó sobre el océano. La isla de Harry Pellinor quedó fuera de mi vista. Solo las torres siguieron siendo visibles, erguidas desde un agujero en el océano. La única tierra en el archipiélago, que estaba por encima del nivel del mar, se ubicaba en dos extensiones de tierra al sudoeste de la ciudad. Esas elevaciones, a tal altura, semejaban ahora un delgado hilo de islitas.

El taxi dobló para correr paralelo a la costa. Era una mañana de verano diáfana y brillante. Bajé la capota para gozar de ese aire dorado. Había leído que la atmósfera de La Pecera era relativamente rica en oxígeno, por lo que producía cierta sensación de euforia. Puedo dar fe. Cuando el taxi se dirigió de nuevo hacia la tierra, yo había adquirido ya una sensación muy intensa de bienestar. Todo iba a salir muy bien.

Un oleaje suave se agitaba graciosamente a causa del viento liviano del oeste. Un globo aéreo flotaba a la deriva en el cielo. Entonces emergieron unos pequeños chorros de agua en la superficie, pero no logré distinguir qué clase de criaturas los producían.

Muy pronto me encontré en tierra y ascendí hacia el terreno elevado. Eran playas amplias, bien cuidadas, pobladas de árboles que exhibían una hilera de casas de piedra y cristal. La línea de la costa estaba surcada por escolleras, piscinas y cabañas, visibles entre los árboles. Varios anfiteatros se erigían en las aguas costeras, sostenidos por relucientes pilotes.

La zona estaba dominada por la bahía Uxbridge. Es muy conocida la obra maestra de Durell Coll que la hizo famosa. Supuestamente, se formó durante la época de Coll, hace dos siglos y medio, cuando una de las estaciones de proyección gantner falló y el océano se precipitó sobre la tierra.

El taxi se deslizó por la costa de la bahía, y se le pegaron unos cuantos areneros, que aleteaban alegremente por el camino. Dobló hacia el interior de la isla cruzando un estrecho, pasó sobre un bosque espeso y se dirigió hacia una de las laderas de la colina. Los areneros chocaron ruidosamente contra las ramas de alrededor.

Desde el aire no había visto en ese lugar ninguna casa; tampoco veía ninguna desde el suelo. El sendero era pequeño, apenas suficiente para el deslizador. Le di instrucciones de esperarme allí, escalé y seguí un sendero en el bosque.

Quedé casi de inmediato fuera de la luz del sol, en un tibio mundo verde de ramas gruesas y espeso follaje. Debí darme cuenta de que La Pecera prácticamente no tenía flora y fauna natural y que la mayor parte era importada desde Rimway; por eso me sentía tan a gusto, como en casa.

En la cima de la colina pude ver un bungaló entre arbustos, matas y capullos blancos enormes. En un amplio cobertizo se veía una simple silla. El sol daba de lleno sobre las ventanas cerradas y las paredes algo combadas.

Desde el tejado caía una enredadera. El aire era tibio. Olía vagamente a materia muerta y a madera vieja.

Llamé a la puerta. La casa parecía confortable y tranquila. Desde uno de los árboles algo se agitó con un movimiento leve.

Traté de espiar a través de la ventana de enfrente para ver la sala. Estaba a media luz. Vislumbré un sofá y dos sillones, un escritorio antiguo y una mesa de vidrio alargada. Había un jersey sobre la mesa, junto a una figura de cristal que representaba una criatura del mar irreconocible para mí. En el pasillo de entrada distinguí una caja con recuerdos. Contenía rocas de varias clases, todas etiquetadas. Ejemplares de los mundos exteriores, probablemente.

Las paredes estaban cubiertas de impresos. Tardé en darme cuenta de qué eran:
Sim en las puertas del infierno
, de Sanrigal;
Corsario
, de Marcross;
Maurina
, de Isitami;
En la roca
, de Toldenya. Había otros con los que yo no estaba familiarizado: una pintura de Tarien Sim, varias de Christopher Sim, una del país de los dellacondanos de noche, con una figura solitaria que debe de haber sido Maurina contemplando todo junto a un árbol esquelético.

La única pintura que no me pareció asociada con Sim se hallaba cerca de la caja de las rocas. Era una moderna nave estelar, surcada de luces y avanzando hacia extrañas constelaciones. Me pregunté si no sería el
Tenandrome.

Yo sabía qué aspecto tenía Scott. De hecho, me había traído un par de fotos, aunque viejas. Era alto, de piel oscura y ojos castaños. Pero había una cierta inseguridad, una especie de desgana en su actitud que implicaba que tenía más de negociador que de líder de equipos de investigación en los mundos desconocidos. La cabaña parecía estar vacía. No abandonada exactamente, pero tampoco habitada.

Empujé las ventanas, con la esperanza de encontrar alguna abierta. Todas estaban aseguradas. Di una vuelta a la casa, buscando una entrada y pensando en si lograría algo entrando por la fuerza. Era muy probable que no, y, si se me fotografiaba en el intento, seguramente perdería toda posibilidad de cooperación por parte de Scott y terminaría con un enorme problema legal también.

Volví al vehículo para recorrer aquel sitio. Había aproximadamente una docena de casas en un kilómetro a la redonda. Descendí a todas, preguntando una por una, diciendo que era un primo que se encontraba por casualidad en La Pecera. Parecía que casi nadie lo conocía por su nombre. Varios dijeron que más de una vez se habían preguntado quién viviría en esa casa.

Ninguno admitió ser más que conocido. Dijeron que era un hombre agradable, tranquilo, que se ocupaba de sus asuntos. Que no era fácil trabar amistad con él.

Una mujer, a quien encontré holgazaneando en el jardín de una casa ultramoderna, de lajas de vidrio y parcialmente sostenida por pilotes de luz gantner, agregó un detalle ominoso.

—Ha cambiado —me dijo con mirada torva.

—¿Entonces usted lo conoce?

—Sí, claro —me contestó—. Lo conocemos desde hace años. —Me invitó a entrar a una sala, acto seguido desapareció momentáneamente en la cocina y reapareció con un jugo de hierbas helado—. Es todo lo que tenemos. Lo lamento.

Se llamaba Nasha. Era una criatura pequeña, de hablar suave, con ojos luminosos y modales apresurados como los remolinos de arena de la playa. Alguna vez había sido hermosa. Pero eso ya se había desvanecido. Creo que estaba muy contenta de tener alguien con quien hablar.

—¿En qué ha cambiado Scott?

—¿Sabe mucho de su primo? —me preguntó a su vez.

—Hace años que no lo veo. Desde que los dos éramos muy jóvenes.

—Yo no lo conozco desde hace tanto. —Sonrió—. Pero seguramente usted ya sabe que su primo no es muy dado a relacionarse con la gente.

—Es verdad —respondí—. En realidad no es antipático —arriesgué—, es tímido.

—Sí —confirmó—. Aunque no estoy segura de que el resto de los vecinos esté de acuerdo, yo creo que sí. Siempre me cayó bien, aunque ya desde el principio me pareció un poco solitario. Encerrado en sí mismo, aislado. La mayoría de la gente que trabajó con él le diría que siempre parecía estar apurado o preocupado. Pero una vez que uno lo llegaba a conocer, se soltaba. Tenía un fabuloso sentido del humor, un poco seco, cosa que no toda la gente aprecia. Mi marido piensa que es una de las personas más graciosas que ha conocido.

—Su marido…

—Estaba con él en el Cordagne. —Ella miraba estrábicamente hacia la doble luz solar—. Siempre me gustó Hugh. Dios sabe que él me ha hecho mucho bien. Lo conocí cuando Josh, mi marido, y él se entrenaban para el vuelo en el Cordagne. Nuestros hijos eran pequeños y éramos nuevos en La Pecera entonces. Comenzamos a tener problemas energéticos. La casa había sido adquirida por Investigaciones, pero los encargados no sabían hacer funcionar las cosas, en especial el vídeo. Los niños estaban molestos. Afrontando la mudanza, ¿entiende? No sé cómo Hugh lo averiguó, pero insistió en intercambiar los alojamientos. —Notó que mi vaso estaba vacío y se apresuró a llenarlo de nuevo—. Así era él.

—¿En qué cambió?

—No sé cómo decirlo exactamente. Todas las características excéntricas que tenía se extremaron. Su sentido del humor se tornó cáustico. Siempre fue taciturno, pero vimos como caía en profundas depresiones. Y, si bien le gustaba estar solo, se volvió un ermitaño. Dudo que muchas personas de aquí le hayan dirigido la palabra en los dos últimos años.

—Eso parece.

—Solo la gente que trabajaba con él. Pero hubo algo más. Se volvió un tanto mezquino. Como cuando Harv Killian donó la mitad de su patrimonio al hospital para que le pusieran su nombre a una sala. Scott pensó que eso era algo patético. Aún recuerdo lo que dijo: «Quiere comprar lo que nunca podría ganar».

—La inmortalidad —sentencié yo.

Ella asintió.

—Se lo dijo a Killian a la cara. Harv no le volvió a dirigir la palabra.

—Parece cruel.

—En otro tiempo, Scott no lo habría hecho. Decírselo. Lo habría pensado, porque él siempre fue así, pero no habría dicho nada. Pero estos dos últimos años… —Unas pequeñas arrugas rodearon sus labios y sus ojos.

—¿Sigue viéndolo a menudo?

—No desde hace meses. Viajó a alguna parte. No sé adónde.

—¿Lo sabrá Josh, su esposo?

—No —negó con la cabeza—. Quizá sí lo sepan en Investigaciones.

Permanecimos sentados un momento más. Espanté de mi cara unos insectos.

—Supongo —le dije— que su esposo no estuvo nunca en el
Tenandrome
, ¿no?

—Hizo un único vuelo —respondió ella—. Fue suficiente.

—Supongo que sí. ¿Conoce a alguien que haya estado en alguna misión en el
Tenandrome?

—En Pellinor podrán decirle —replicó, tras menear negativamente la cabeza—. Pruebe allí. —Se quedó pensativa—. Ha viajado mucho en estos años. No es la primera vez que se marcha.

—¿Adónde fue en esos viajes? ¿Se lo dijo alguna vez?

—Sí. Se ha vuelto un apasionado de la historia. Pasó una quincena en Grand Salinas. Hay algún museo en órbita allí.

Grand Salinas fue el lugar de la primera derrota de Christopher Sim, el lugar donde la Resistencia dellacondana estuvo a punto de morir.

—Quizás haya ido a Hrinwhar —dijo de pronto.

—¿Hrinwhar? —El famoso ataque. Pero si Hrinwhar no era más que una luna sin atmósfera.

La casa de Scott no era visible desde la entrada de la casa de Nasha, pero sí la colina donde estaba. Ella ocultó sus ojos de la luz del sol y miró hacia allá.

—Para ser sincera, creo que Josh se alegra de que Scott se haya ido. Hemos llegado a un punto en que nos sentimos incómodos cuando anda cerca.

Hablaba con voz quebrada, fría. Pude notar incluso una pizca de rabia.

—Gracias —le dije.

—De nada.

Le pregunté a cada persona con quien hablé si sabían la fecha de regreso de Scott. Sin resultado. Luego, contrariado, volví a Pellinor.

El cuartel regional de Investigaciones consistía en una media docena de edificios de estilos arquitectónicos muy diferentes, viejos y modernos, importados y locales. Una torre de cristal se erguía próxima a un bloque de oficinas puramente funcional, un trazado geodésico cuatripartito ocupaba un sitio adyacente a un templo gótico. El efecto de conjunto que se quería dar era, según la guía, el de representar el desprecio académico por el sentido del orden y la forma de la mente mundana: los motivos propios del erudito recreados en vidrio y material sintético.

Supongo que, en la época en que estuve en ese lugar en mis viajes, me hallaba demasiado influido por las historias de las guerras de Christopher Sim, porque mi impresión del lugar fue que había sido ensamblado bajo fuego enemigo.

La biblioteca se localizaba en el subsuelo del complejo. Se llamaba el Recinto de Wicker en honor a un antiguo administrador. (Me sorprendió el hecho de que los edificios, las alas y los laboratorios estuviesen dedicados a burócratas y benefactores. Los que habían viajado a las estrellas tenían que conformarse con una placa conmemorativa, y el nombre de unos veintitantos, que habían muerto en el cumplimiento del deber, había sido grabado en la piedra.)

Other books

Paper Sheriff by Short, Luke;
Confessions by Sasha Campbell
Wyatt by Michelle Horst
Los asesinatos e Manhattan by Lincoln Child Douglas Preston
Can't Stop Loving You by Lynnette Austin
Double Whammy by Carl Hiaasen
A Holy Vengeance by Maureen Ash
Rescue Team by Candace Calvert
Buttercup by Sienna Mynx