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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (35 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—A nosotros —replica Héctor con vehemencia—. Los queremos a usted y a toda su familia. Lo queremos a usted sano y salvo en Inglaterra, cantando como un ruiseñor. Lo queremos contento. Estamos en medio del trimestre escolar suizo. ¿Tiene algo previsto para los niños?

—Después del funeral de Moscú les dije: a la mierda el colegio, a lo mejor nos vamos de vacaciones. Volveremos a Antigua, tal vez a Sochi, para pasarlo bien, para ser felices. Después de Moscú, les conté una bola detrás de otra. Dios mío.

Héctor no se inmuta.

—Están en casa, pues, no en el colegio, esperando a que usted vuelva, pensando que es posible que usted se los lleve a algún sitio, pero sin saber adonde.

—Unas vacaciones sorpresa, les dije. Como un secreto. A lo mejor se lo creyeron. A lo mejor.

—El jueves por la mañana, mientras usted esté en el banco y celebrando en Bellevue, ¿qué hará Igor?

Dima se frota la nariz con el pulgar.

—A lo mejor va de compras a Berna. A lo mejor lleva a Tamara a la iglesia rusa. A lo mejor lleva a Natasha a la hípica. Si no está leyendo.

—El jueves por la mañana Igor tiene que ir de compras a Berna. ¿Puede decírselo a Tamara por teléfono sin que quede raro? Su mujer debe darle a Igor una larga lista de la compra. Provisiones para cuando vuelvan de sus vacaciones sorpresa.

—Vale. Veremos.

—¿Solo «veremos»?

—Vale. Se lo diré a Tamara. Está un poco mal de la cabeza. Lo hará. Seguro.

—Mientras Igor hace la compra, Harry y el Catedrático recogerán a su familia en la casa para llevarlos a esas vacaciones sorpresa.

—A Londres.

—O a un lugar seguro. Lo uno o lo otro, según cuánto tardemos en organizar su traslado a Inglaterra. Si, en virtud de la información que usted nos ha dado hasta ahora, logro convencer a mis
apparatchiks
para que se fíen de que el resto ya les llegará, sobre todo la información que está a punto de obtener en Berna, los llevaremos a usted y su familia el jueves por la noche a Londres en un avión especial. Prometido. Con el Catedrático como testigo. Si no, los trasladaremos a usted y su familia a un lugar seguro y cuidaremos de ustedes hasta que mi Número Uno diga «venid a Inglaterra». Esa es la realidad de la situación tal como yo la veo. Perry, tú puedes confirmarlo.

—Sí.

—Durante la segunda firma en Berna, ¿cómo registrará la información que reciba?

—Eso no es problema. Primero estaré solo con el director del banco. Tengo derecho. Quizá le diga: hazme unas copias de esta mierda. Necesito copias antes de firmarlo. Es amigo mío. Si no acepta, da igual. Tengo buena memoria.

—En cuanto Dick lo saque del hotel Bellevue Palace, le dará una grabadora y deberá grabar todo lo que haya visto y oído.

—Nada de fronteras.

—No cruzará ninguna frontera hasta que llegue a Inglaterra. Eso también se lo prometo. Perry, tú me has oído.

Perry lo ha oído, y aun así, por un momento, con la mirada perdida, se abisma en sus cavilaciones, juntando en la frente sus largos dedos.

—Tom dice la verdad, Dima —admite por fin—. A mí también me ha dado su palabra. Yo le creo.

Capítulo 14

Luke recogió a Gail y Perry en el aeropuerto de Zurich-Kloten a las cuatro de la tarde del día siguiente, martes, después de pasar estos una noche intranquila en el piso de Primrose Hill, los dos en vela, preocupados por asuntos distintos: Gail sobre todo por Natasha —¿a qué se debía aquel repentino silencio?—, pero también por las niñas. Perry por Dima y la inquietante idea de que a partir de ese momento Héctor dirigiría las operaciones desde Londres, y Luke tendría el mando y el control in situ con el respaldo de Ollie y, en su defecto, de él mismo.

Desde el aeropuerto, Luke los llevó en coche a un Gasthof de un antiguo pueblo enclavado en un valle a unos kilómetros al oeste del núcleo urbano de Berna. El Gasthof era encantador. El valle, en su día idílico, era ahora un deprimente complejo urbanístico formado por anodinos bloques de apartamentos, letreros de neón, torres de alta tensión y un sex-shop. Luke esperó a que Perry y Gail se registraran y luego se tomó una cerveza con ellos en un rincón discreto del Gaststube. Poco después se reunió con ellos Ollie. En lugar de la boina, llevaba un sombrero de fieltro de ala ancha, garbosamente sesgado sobre un ojo, pero por lo demás exhibía la personalidad incontenible de siempre, dispuesto a informarlos de los últimos detalles organizativos.

Pero antes los informó Luke de la parte que a él le atañía. Con Gail, tuvo un trato tenso y distante, nada más lejos del coqueteo. La opción preferida de Héctor, anunció a los reunidos, era inviable. Tras los primeros sondeos en Londres —no mencionó a Matlock delante de Perry y Gail—, Héctor no veía la menor posibilidad de conseguir autorización para trasladar a Dima y familia a Inglaterra inmediatamente después de la firma del día siguiente, y por tanto había puesto en marcha su plan alternativo, a saber, una casa franca dentro de las fronteras de Suiza hasta recibir luz verde. Héctor y Luke se habían devanado los sesos para encontrar el lugar idóneo, llegando a la conclusión de que, dada la complejidad de la familia, «remoto» no era sinónimo de «secreto».

—Y creo, Ollie, que esa es también tu opinión, ¿no?

—Total y absolutamente, Luke —contestó Ollie con su cockney un tanto dudoso, enturbiado por un leve dejo extranjero.

Suiza disfrutaba de un verano prematuro, prosiguió Luke. Mejor, pues, conforme al principio maoísta, refugiarse entre la multitud que dar la nota en un pueblo pequeño donde toda cara desconocida es objeto de curiosidad, tanto más si la cara en cuestión es la de un ruso calvo e imperioso acompañado de dos niñas pequeñas, dos gemelos bulliciosos en plena pubertad, una hija adolescente de una belleza devastadora y una esposa medio ausente.

La distancia tampoco ofrecía protección alguna a juicio de los planificadores descalzos: todo lo contrario, ya que el pequeño aeropuerto de Berna-Belp era ideal para el despegue discreto de un avión privado.

Después de Luke le tocó a Ollie, y Ollie, como Luke, estaba en su elemento, siendo su estilo informativo parco y meticuloso. Una vez analizadas varias posibilidades, explicó, había optado por un chalet moderno, construido para alquilar, en una ladera cercana al popular pueblo turístico de Wengen, en el valle de Lauterbrunnen, a sesenta minutos en coche y a quince minutos en tren de donde se hallaban en ese momento.

—Y sinceramente, si alguien se para a mirar dos veces ese chalet, no se me pasará por alto —concluyó con tono desafiante, dando un tirón al ala de su sombrero negro.

Acto seguido Luke, siempre eficaz, les entregó una sencilla tarjeta con el nombre y la dirección del chalet y el número del teléfono fijo para llamadas imprescindibles e inocuas en caso de que surgiera algún problema con los móviles, si bien, informó Ollie, en el propio pueblo la cobertura era impecable.

—¿Y cuánto tiempo van a estar los Dima inmovilizados allí? —preguntó Perry en su papel de amigo de los reclusos.

No preveía una respuesta aclaratoria pero, para su sorpresa, Luke estuvo muy comunicativo, o desde luego más de lo que Héctor habría estado en circunstancias similares. Era inevitable pasar por una serie de aros en Whitehall, explicó Luke: Inmigración, Ministerio de Justicia, Ministerio del Interior, por nombrar solo tres. De momento Héctor concentraba todos sus esfuerzos en soslayar el mayor número posible de dichos aros hasta que Dima y familia se hallaran sanos y salvos en Inglaterra.

—A ojo, calculo que serán tres o cuatro días. Menos con un poco de suerte, más en caso contrario. A partir de ese punto la logística empieza a ocluirse un poco.

—¡Ocluirse! —exclamó Gail con incredulidad—. ¿Como una arteria?

Luke se sonrojó. Pero enseguida se echó a reír con ellos e hizo el esfuerzo de explicarse. En operaciones como esa —y no es que hubiera dos iguales—, el proceso debía revisarse continuamente, dijo. Cuando Dima desapareciera de la circulación —a eso de las doce del día siguiente, Dios mediante—, se produciría cierto revuelo para localizarlo, aunque nadie sabía exactamente qué forma adquiriría dicho revuelo.

—Solo quiero decir, Gail, que a partir de mañana al mediodía, el reloj se pondrá en marcha, y tendremos que estar preparados para adaptarnos a corto plazo según convenga. Podemos hacerlo. Es lo nuestro. Para eso nos pagan.

Después de instar a los tres a irse a dormir temprano y llamarlo a cualquier hora en caso de necesidad, Luke regresó a Berna.

—Y si me llamáis a través de la centralita del hotel, no olvidéis que soy John Brabazon —les recordó con una sonrisa tensa.

Solo en su habitación de la primera planta del rutilante hotel Bellevue Palace de Berna, con el río Aar bajo su ventana y los picos del Oberland bernés a lo lejos, negros contra el cielo anaranjado, Luke intentó ponerse en contacto con Héctor y oyó su voz codificada decir «a menos que esté hundiéndose el mundo, deja un mensaje, maldita sea», y si la cosa era así de grave, tanto servía el criterio de Luke como el de Héctor, «así que haz lo que tengas que hacer y no te quejes», lo que arrancó a Luke una carcajada, y confirmó de paso sus sospechas: Héctor se había enzarzado en un duelo burocrático a vida o muerte en el que no cabía respetar los horarios de trabajo convencionales.

Tenía un segundo número al que llamar en caso de urgencia, pero como, por lo que él sabía, no existía tal urgencia, dejó un festivo mensaje en el contestador informando de que el mundo aún seguía en pie, Milton y Doolittle permanecían en sus puestos y con la moral alta, y Harry llevaba a cabo un trabajo impecable, y besos a Yvonne. Luego se dio una larga ducha y se puso su mejor traje antes de bajar con la idea de iniciar el reconocimiento del hotel. Se sentía aún más liberado, si cabe, que en el Club des Rois. Era Luke descalzo, montado en una nube: sin instrucciones de última hora desde la cuarta planta por efecto del pánico, sin incontrolable sobrecarga de observadores, escuchas, helicópteros sobrevolando la zona, ni toda esa dudosa parafernalia propia de las operaciones secretas modernas; y sin ningún señor de la guerra, cocainómano para más señas, que lo encadenase en una empalizada en la selva. Solo Luke descalzo y su pequeño pelotón de soldados leales —incluida una de la que estaba enamorado, como de costumbre—, y Héctor en Londres luchando por una buena causa y dispuesto a respaldarlo incondicionalmente.

—Ante la duda, déjate de dudas. Es una orden. No le des vueltas, actúa sin más —lo había instado Héctor ante un apresurado whisky de despedida en el aeropuerto Charles de Gaulle la tarde del día anterior—. No pagaré el pato. El puto pato soy yo. Aquí no hay un segundo premio. Salud y que Dios nos ayude.

En ese momento algo se había agitado dentro de Luke: una mística sensación de unión, de afinidad con Héctor que iba más allá de lo gremial.

—¿Y qué tal está Adrián? —preguntó, recordando la gratuita intromisión de Matlock y deseando reconducirla.

—Ah, mejor, gracias. Mucho mejor —respondió Héctor—. Los psiquiatras creen que han acertado con la combinación de fármacos. En seis meses tendría que estar fuera. Si se comporta. ¿Y Ben qué tal?

—Muy bien. Francamente bien. Y lo mismo Eloise —contestó Luke, arrepintiéndose de haber preguntado.

En el mostrador del hotel, una recepcionista alemana y chic a más no poder informó a Luke de que en esos momentos Herr Direktor, alemán, llevaba a cabo su habitual ronda entre los clientes en el bar. Luke fue derecho a él. Esas cosas se le daban bien cuando tenía que hacerlas. No era tal vez el factótum nato, como Ollie, sino más bien el caradura inglés con desparpajo, sin el menor empacho.

—¿Caballero? Me llamo Brabazon. John Brabazon. Es la primera vez que me alojo aquí. ¿Me permite que le diga una cosa?

Herr Direktor se lo permitió, y sospechando que era una mala noticia, se preparó para oírla.

—Este es sencillamente uno de los hoteles modernistas… supongo que no emplearán la palabra eduardiano… más exquisitos, mejor conservados que he encontrado en mis viajes.

—¿Es usted hostelero?

—Pues no, lamento decir. Soy solo un vulgar periodista. Del…Times, Londres. Sección de viajes. Me presento sin previo aviso, lamento decir. Por un asunto privado…

—… y este es nuestro salón de baile, que llamamos Salón Royal… y esta es nuestra pequeña sala de banquetes, que llamamos Salón du Palais… y este es nuestro Salón d'Honneur, donde celebramos los cócteles. Nuestro chef se enorgullece de sus aperitivos. Y este, claro está, es nuestro restaurante, La Terrasse, para los días con buen tiempo como hoy, y de hecho el lugar de encuentro obligado para todos los berneses elegantes, pero también para nuestros huéspedes internacionales. Aquí han comido muchas personas destacadas, incluso actores de cine. Podemos ofrecerle una considerable lista, y también la carta.

—¿Y las cocinas? —preguntó Luke, porque no quería dejar nada al azar—. ¿Me permite echar una ojeada si los cocineros no tienen inconveniente?

—Al contrario, se sentirán honrados, señor Brabazon.

Y cuando Herr Direktor, de manera exhaustiva, le hubo enseñado todo lo que había por enseñar, y cuando Luke hubo mostrado el debido asombro y tomado abundantes notas, y para su propia satisfacción unas cuantas fotografías con el móvil si a Herr Direktor no le importaba, aunque, como era natural, el periódico enviaría un verdadero fotógrafo si el hotel accedía —accedía—, regresó al bar y, después de obsequiarse con un sándwich Club exquisito y una copa de Dole, añadió unos cuantos toques finales a su visita periodística, que incluyeron detalles tan banales como los aseos, las escaleras de incendios, las salidas de emergencia, los aparcamientos y el proyectado gimnasio en la azotea, actualmente en construcción, antes de retirarse a su habitación y telefonear a Perry para asegurarse de que seguían bien. Gail dormía, Perry esperaba hacer eso mismo de un momento a otro. Al colgar, Luke pensó que había estado lo más cerca de Gail en la cama que probablemente estaría nunca. Telefoneó a Ollie.

—Todo de maravilla, Dick, gracias. Y lo del transporte, por si te preocupaba, a pedir de boca. Por cierto, ¿qué conclusiones has sacado en cuanto a esos policías árabes?

—No sabría decirte, Harry.

—Yo también tengo mis dudas. Pero no te fíes nunca de un policía, como yo digo. Por lo demás, ¿todo bien, pues?

—Hasta mañana.

Y por último Luke telefoneó a Eloise.

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