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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

Un traidor como los nuestros (33 page)

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—Giles —explicó—. Nos conocimos ayer en un palco abarrotado de gente. No espero que se acuerde de mí. Estaba de paso en París, y Emilio me pescó, prueba de que uno, por si las moscas, nunca debe telefonear a los amigos. Pero la verdad es que anoche nos corrimos una buena, lo admito. Lástima que ustedes dos no pudieran venir. —Ahora a Perry—: ¿Habla ruso? Yo un poco, por suerte. Me temo que, en cuanto a lenguas, nuestros honorables invitados no tienen mucho más que ofrecer.

Entraron todos juntos, encabezados por Dell Oro. Un mediodía de lunes lluvioso, día poco propicio para la presencia de socios. A la izquierda de Perry, en un rincón, se hallaba Luke, con gafas, encorvado sobre una mesa. Llevaba un auricular inalámbrico en la oreja y permanecía absorto en la pantalla de un llamativo ordenador portátil plateado, con toda la apariencia de un hombre de negocios ocupándose de algún asunto.

«Si por casualidad veis a alguien que se parece vagamente a uno de nosotros, será un espejismo», los había prevenido Héctor la última noche.

Pánico. Una sacudida en el pecho. ¿Dónde demonios está Gail? Con crecientes náuseas, Perry la buscó alrededor, hasta localizarla en el centro de la sala, charlando con Giles, Bunny Popham y Dell Oro. Mantén la calma y mantente a la vista, le dijo mentalmente. Mantén el control, no te dispares, mantén la serenidad. Dell Oro preguntaba a Bunny Popham si era demasiado pronto para el champán, y Bunny respondió que eso dependía de la cosecha. Todos prorrumpieron en carcajadas, pero las de Gail fueron las más sonoras. A punto de acudir en su ayuda, Perry oyó el ya familiar bramido «¡Catedrático, por todos los santos!» y, al volverse, vio subir tres paraguas por la escalinata.

Bajo el paraguas central, Dima con una bolsa de tenis de Gucci.

A su izquierda y su derecha, Niki y el hombre a quien Gail había bautizado ya para siempre como el «filósofo cadavérico».

Los tres habían llegado al último peldaño.

Dima cerró bruscamente su paraguas y se lo endosó a Niki. Acto seguido, entró solo por las puertas de vaivén.

—¿Veis esa puñetera lluvia? —preguntó a todos los presentes en actitud agresiva—. ¿Veis el cielo? ¡Diez minutos, y saldrá el sol! —Y a Perry—: ¿Quiere ir a ponerse el equipo de tenis, Catedrático, o voy a tener que darle una paliza con ese puñete— ro traje?

Risas apáticas entre el público. Estaba a punto de iniciarse el segundo pase de la pantomima surrealista del día anterior.

Perry y Dima descienden por una escalera de madera oscura con sus bolsas de tenis. Dima, en tanto socio del club, precede a Perry. Olor a vestuario. Esencia de pino, vapor antiguo, ropa sudada.

—¡Traigo raquetas, Catedrático! —brama Dima hacia atrás en la escalera.

—¡Estupendo! —contesta Perry con un bramido igual de estridente.

—¡Unas seis! ¡Las putas raquetas de Emilio! Juega de pena, pero tiene buenas raquetas.

—¡Seis de las treinta, pues!

—¡Exacto, Catedrático! ¡Exacto!

Dima está anunciando su llegada a los de abajo. No tiene por qué saber que Luke ya los ha avisado. Al pie de la escalera, Perry mira hacia atrás por encima del hombro. Ni rastro de Niki, ni del filósofo cadavérico, ni de Emilio, ni de nadie. Entran en un vestuario sombrío, revestido de madera al estilo sueco. Sin ventanas. Iluminación económica. Detrás de unos cristales esmerilados se duchan dos viejos. Una puerta de madera con el rótulo WC. Otras dos con los rótulos MASAJE. En los tiradores de las dos puertas se lee OCCUPÉ. «Llamas a la puerta de la derecha, pero no hasta que él esté listo. Ahora repítemelo.»

—¿Qué tal se lo pasó anoche, Catedrático? —pregunta Dima mientras se desviste.

—Muy bien. ¿Y usted?

—Fue una mierda.

Perry deja caer su bolsa de tenis en el banco, abre la cremallera y empieza a cambiarse. Dima, desnudo, permanece de espaldas a él. Un tablero del juego serpientes y escaleras, en azul, abarca desde la nuca hasta las nalgas, estas incluidas. En los paneles centrales de su espalda, unas fieras, gruñendo, asaltan a una chica en un bañador de los años cuarenta. Rodea con los muslos un árbol de la vida: las raíces nacen en el trasero de Dima y las ramas se extienden por encima de sus omóplatos.

—Tengo que ir a mear —anuncia Dima.

—Está usted en su casa —dice Perry en broma.

Dima abre la puerta del lavabo y, una vez dentro, echa el pestillo. Sale al cabo de un momento con un objeto tubular en la mano. Es un condón con un nudo en la abertura; contiene un lápiz de memoria. Delante, Dima tiene representado un mino— tauro de cuerpo entero. El vello púbico le llega hasta el ombligo. La polla y los huevos son de un tamaño considerable, como era de prever. En un lavabo, limpia el condón bajo el grifo y se acerca a su bolsa de tenis de Gucci. Con unas tijeras de uñas, corta el extremo del condón, lo desprende y entrega las dos partes a Perry para que las haga desaparecer. Perry se las mete en el bolsillo lateral de la chaqueta y por un instante se imagina a Gail encontrándolas allí pasado un año y preguntándole para cuándo espera el niño.

A la velocidad meteórica de un recluso, Dima se enfunda un suspensorio y unas bermudas de tenis azules, se guarda el lápiz de memoria en el bolsillo derecho de las bermudas, se pone una camiseta de manga larga, los calcetines y las zapatillas. Todo ello le ha llevado apenas unos segundos. Se abre la puerta de una ducha. Sale un anciano obeso con una toalla ceñida a la cintura.

—Bonjour tout le monde!

Bonjour.

El anciano obeso abre su taquilla, deja caer la toalla a sus pies, saca una percha. Se abre la puerta de la segunda ducha. Sale un segundo anciano.

—Quelle horreur, la pluie!
—se queja el segundo anciano.

Perry coincide con él. La lluvia: un verdadero horror. Llama vigorosamente a la puerta de la sala de masaje de la derecha. Tres golpes cortos pero firmes y secos. Dima está detrás de él.

—C'est occupé
—advierte el primer anciano.

—Pour moi, alors —dice Perry.

—Lundi, c'est tout fermé
—informa el segundo anciano.

Ollie abre la puerta desde dentro. Al entrar, pasan junto a él rozándolo. Ollie cierra la puerta y da a Perry una tranquilizadora palmada en el brazo. Se ha quitado el pendiente y alisado el pelo hacia atrás. Viste una bata blanca de médico. Es como si se hubiese despojado de un Ollie y se hubiese puesto otro.

Héctor también lleva bata blanca, pero se la ha dejado desabrochada, al desgaire. Es el masajista jefe.

Ollie encaja unas cuñas de madera en el marco de la puerta, dos abajo, dos a un lado. Como siempre le ocurre con Ollie, Perry tiene la sensación de que ya ha hecho todo eso antes. Héctor y Dima se miran a la cara por primera vez, Dima echándose hacia atrás, Héctor hacia delante, uno avanzando, el otro retrocediendo. Dima es el viejo presidiario esperando la siguiente dosis de castigo; Héctor, el alcaide de la prisión. Héctor tiende la mano. Dima se la estrecha; luego se la retiene cautiva con la izquierda mientras hunde la derecha en el bolsillo. Héctor entrega el lápiz de memoria a Ollie, que se lo lleva a una mesa lateral, abre la cremallera de la bolsa de masajista, extrae un ordenador portátil plateado, levanta la tapa y conecta el lápiz de memoria, todo ello en un único movimiento. Con su bata blanca, Ollie parece más alto que nunca, y sin embargo el doble de diestro.

Dima y Héctor no han cruzado una sola palabra. El momento recluso-alcaide ha pasado. Dima ha recuperado su inclinación hacia atrás, Héctor sus hombros cargados. La ecuánime mirada gris de este es desprejuiciada e imperturbable, pero también inquisitiva. No se trasluce en ella el menor asomo de posesión, de conquista, de triunfo. Podría ser un cirujano decidiendo cómo operar, o si operar.

—¿Dima?

—Sí.

—Soy Tom. Soy su
apparatchik
británico.

—¿El Número Uno?

—El Número Uno le manda saludos. Yo estoy aquí en su representación. Ese es Harry —señalando a Ollie—. Hablaremos en inglés y el Catedrático aquí presente velará por el juego limpio.

—Vale.

—Sentémonos, pues.

Se sientan. Cara a cara, con Perry, el responsable del juego limpio, al lado de Dima.

—Arriba hay otro colega nuestro —continúa Héctor—. Está sentado en el bar, solo, frente a un ordenador portátil plateado como el de Harry. Se llama Dick. Lleva gafas y una corbata roja de militante del partido. Cuando salga del club al final del día, Dick se pondrá de pie y cruzará lentamente el vestíbulo por delante de usted, cargado con su ordenador plateado y poniéndose su gabardina de color azul oscuro. Haga el favor de recordarlo para ocasiones futuras. Dick habla con mi misma autoridad y con la autoridad del Número Uno. ¿Entendido?

—Entendido, Tom.

Héctor consulta su reloj, y mira luego a Ollie.

—He calculado siete minutos hasta el momento en que usted y el Catedrático suban arriba. Dick nos avisará si se requiere su presencia antes. ¿Es de su gusto, el plan?

—¿De mi gusto? ¿Está usted como una puta cabra?

Se inició el ritual. Perry jamás habría imaginado que tal ritual existía, y sin embargo los dos hombres parecían reconocer su necesidad.

Primero Héctor:

—¿Está usted en estos momentos, o ha estado alguna vez, en contacto con algún otro servicio de inteligencia exterior?

Turno de Dima:

—Juro por Dios que no.

—¿Ni siquiera con el ruso?

—No.

—¿Sabe de alguien de su círculo que haya estado en contacto con algún otro servicio de inteligencia?

—No.

—¿O de alguien que venda información similar en otra parte? ¿A cualquiera, la policía, una empresa, un particular, en cualquier lugar del mundo?

—No conozco a nadie así. Quiero a mis hijos en Inglaterra. Ya. Quiero cerrar el trato de una puta vez.

—También yo quiero cerrarlo. Eso mismo quieren Dick y Harry. Y eso quiere el Catedrático. Estamos todos en el mismo bando. Pero primero tiene que convencernos. Y yo tengo que convencer a los otros
apparatchiks
de Londres.

—El Príncipe va a matarme, joder.

—¿Eso se lo ha dicho él?

—Claro. En el puto funeral: «No estés triste, Dima. Pronto te reunirás con Misha». En broma. Una broma pesada.

—¿Cómo ha ido la firma esta mañana?

—Estupendamente. Ya se me ha ido media vida de las putas manos.

—Entonces estamos aquí para organizar la otra media, ¿no?

Por una vez Luke sabe exactamente quién es y qué hace aquí. También lo sabe la directiva del club. Es monsieur Michel Despard, un hombre de buena posición, y espera a su anciana y excéntrica tía, la famosa artista que vive en la Île Saint-Louis y de quien nadie ha oído hablar. Lo ha invitado a comer, y el secretario de ella ha reservado ya una mesa para los dos, pero como excéntrica tía que es, quizá no se presente. Michel Despard sabe que es muy capaz de eso, y como el club también lo sabe, un maître comprensivo lo ha acompañado a un rincón tranquilo del bar, donde, dado que es lunes y llueve, puede esperar tanto como quiera y de paso despachar algún que otro asunto… y gracias por su amabilidad, caballero, muchísimas gracias: con cien euros la vida resulta un poco más fácil.

¿De verdad la tía de Luke es socia del Club des Rois? ¡Claro que sí! Estamos en París. O lo era su difunto protector, el
Comte
, ¿qué más da? O eso les ha contado Ollie bajo la identidad de secretario de la tía de Luke. Y Ollie, como Héctor bien ha observado, es el mejor factótum del sector, y la tía confirmará cuanto sea necesario confirmar.

Y Luke se siente a gusto. Como parte activa de una operación, no podría estar más a sus anchas, más relajado. Puede que sea un simple cliente tolerado en el salón del club, aislado en un rincón. Provisto de unas gafas con montura de concha, un auricular inalámbrico y un portátil abierto frente a él, puede que su aspecto sea el de cualquier ejecutivo ajetreado un lunes por la mañana, poniéndose al día con el trabajo que debería haber hecho el fin de semana.

Aun así, muy dentro de él, está en su elemento: tan satisfecho y liberado como nunca. Es la voz ecuánime en medio del fragor insonoro del combate. Es el puesto de observación avanzado, que transmite los partes al cuartel general. Es el microgestor, el hombre propenso a las preocupaciones pero constructivo, el edecán con buen ojo para los detalles vitales que su agobiado comandante pasa por alto o prefiere no ver. Para Héctor, esos dos «policías árabes» eran fruto de la exacerbada inquietud de Perry por la seguridad de Gail. Si de verdad existían, eran «un par de polis franceses sin nada mejor que hacer un domingo por la noche». Pero para Luke eran datos operacionales pendientes de verificación, que no debían corroborarse ni descartarse aún, pero sí mantener en reserva hasta disponer de información complementaria.

Consulta su reloj, y luego la pantalla. Hace seis minutos desde que Perry y Dima han bajado por la escalera de los vestuarios. Cuatro minutos y veinte segundos desde que Ollie ha comunicado su entrada en la sala de masajes.

Elevando su campo visual, evalúa la escena que se desarrolla frente a él: primero los Enviados Limpios de los Siete Hermanos, con expresión hosca, engullendo canapés y champán, sin molestarse mucho en conversar con sus acompañantes de lujo. Su jornada de trabajo ha terminado. Han firmado. Están ya a medio camino de Berna, su siguiente parada. Están aburridos, resacosos e inquietos. Sus mujeres de anoche han sido decepcionantes, o eso imagina Luke. ¿Y cómo era que Gail llamaba a esos dos banqueros suizos solos en un rincón, bebiendo agua con gas? Pedro y el Lobo.

Perfecto, Gail. Todo en ella es perfecto. Mírala, trabajándose a los presentes como el que más. Cuerpo fluido, caderas deliciosas, piernas interminables, un encanto curiosamente maternal. Gail con Bunny Popham. Gail con Giles de Salis. Gail con los dos. Emilio dell Oro, atraído como una polilla, se suma al grupo. Lo mismo hace un ruso extraviado que no puede apartar los ojos de ella. Es el gordinflón. Ha abandonado el champán y empezado a pegarle al vodka. Emilio enarca las cejas a la vez que deja caer una pregunta ocurrente que Luke no oye. Gail replica con una agudeza. Luke la ama perdidamente, que es como Luke ama. Siempre.

Emilio lanza miradas hacia la puerta del vestuario por encima del hombro de Gail. ¿A eso aludía el festivo intercambio anterior? Emilio ha dicho: «¿Qué harán ahí abajo esos chicos? ¿Acaso debo ir a ponerles freno?». Y Gail ha respondido: «Ni se le ocurra, Emilio, seguro que se lo están pasando en grande», que es lo que ella diría.

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