Un traidor como los nuestros (5 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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Un caluroso abrazo para cada chico, y el partido prosigue sin más incidentes hasta su inevitable desenlace.

En la derrota, el comportamiento de Dima es de una efusividad embarazosa. No solo la acepta con elegancia, sino que se conmueve hasta derramar lágrimas de admiración y agradecimiento. Primero estrecha a Perry en el triple abrazo ruso contra su enorme pecho, tan duro como si fuera de asta, asegura Perry después. Mientras tanto, las lágrimas resbalan por sus mejillas, y por consiguiente llegan al cuello de Perry.

—Tiene usted el juego limpio de un puñetero inglés, ¿me oye, Catedrático? Es usted un puñetero caballero inglés, como esos que salen en los libros. Lo quiero, ¿me oye? Gail, venga aquí. —Para Gail el abrazo es incluso más reverente, y cauto, cosa que ella agradece—. Cuide de este bobo, ¿me oye? Da pena jugando al tenis, pero es todo un caballero, vaya que si lo es. El Catedrático del juego limpio, eso es, ¿me oye? —repitiendo el mantra como si acabara de inventarlo él.

Se vuelve bruscamente para soltar un colérico berrido por un móvil que sostiene para él el guardaespaldas con cara de niño.

Los espectadores abandonan la pista poco a poco. Las niñas necesitan abrazos de Gail. Gail las complace gustosamente. Al pasar junto a Perry de camino a su clase de tenis, uno de los hijos de Dima, con la mejilla aún encendida por el bofetón, dice con acento americano: «Bien jugado, tío». La bella Natasha se une al desfile, el mamotreto encuadernado en piel entre las manos. Con el pulgar marca el punto donde se ha visto interrumpida su lectura. Cierra la marcha Tamara, del brazo de Dima, la cruz ortodoxa digna de un obispo resplandeciente bajo el sol, ya más alto. Después del partido, Dima camina con una cojera más acusada: inclinado hacia atrás, mentón al frente, cuadrando los hombros ante el enemigo. Los guardaespaldas acompañan al grupo por el tortuoso sendero de piedra. Tres monovolúmenes con ventanillas de cristal tintado aguardan detrás del hotel para llevarlos a casa. Mark, el profesional residente, es el último en marcharse.

—¡Un magnífico partido, señor mío! —con una palmada a Perry en el hombro—. Se da buena traza en la pista. Solo tiene que pulir el revés, si me permite el atrevimiento. A lo mejor deberíamos trabajarlo un poco, ¿no le parece?

Uno al lado del otro, Gail y Perry observan mudos el cortejo que, sorteando los baches, se aleja por la carretera y desaparece entre los cedros que ocultan a las miradas de los curiosos la casa llamada Las Tres Chimeneas.

Luke aparta la vista de las anotaciones que ha ido tomando. Como si obedeciera a una orden, Yvonne hace lo propio. Los dos sonríen. Gail procura eludir la mirada de Luke, pero no puede porque Luke la fija en ella.

—Bien, Gail —dice con tono imperioso—. Le toca otra vez a usted, si no tiene inconveniente. Mark era un pesado. Al mismo tiempo parece una mina de información. ¿Qué otros datos puede facilitarnos sobre la familia de Dima? —A continuación, con ambas manos al mismo tiempo, da un golpe de muñeca, como si estimulara a su caballo hacia metas mayores.

Gail lanza una mirada a Perry, sin saber muy bien para qué. Perry no se la devuelve.

—Es que era tan falso… —se queja ella, volcando en Mark, y no en Luke, su desaprobación, y contrayendo el rostro para dar a entender que el mal sabor de boca aún perdura.

Al poco de sentarse Mark con ella en la primera grada, explicó Gail, empezó a hablar como un descosido de lo importante que era su amigo el millonario ruso Dima. Según Mark, Las Tres Chimeneas era solo una de sus varias fincas. Tenía otra en Madeira, y otra en Sochi, en el Mar Negro.

—Y una casa en las afueras de Berna —prosiguió Gail—, donde está la sede de sus empresas. Pero él va de un lado a otro. Según Mark, pasa parte del año en París, parte en Roma y parte en Moscú. —Observó a Yvonne mientras esta volvía a tomar nota—. Pero el domicilio, por lo que se refiere a los hijos, es Suiza, y estudian en un colegio internacional para millonarios, en las montañas.

»Habla de la "compañía". Mark da por supuesto que Dima es el dueño. Hay una empresa registrada en Chipre. Y bancos. Varios bancos. La banca es su fuerte. Fue eso lo que lo llevó a la isla en un principio. En la actualidad Antigua cuenta con cuatro bancos rusos, según el recuento de Mark, y uno ucraniano.

No son más que placas de latón en galerías comerciales y un teléfono en el bufete de algún abogado. Cuando compró Las Tres Chimeneas, pagó a toca teja. Sin maletines; usó, cosa que en sí misma ya no auguraba nada bueno, canastas de lavandería, que le prestó el hotel, según Mark. Y en billetes de veinte dólares, no de cincuenta. Los de cincuenta son poco fiables. Compró la casa, y una refinería de azúcar en ruinas, y la península donde se encuentran.

—¿Mencionó Mark alguna cifra? —Luke de nuevo a la carga.

—Seis millones de dólares estadounidenses. Y el tenis tampoco era simple placer. O no inicialmente —continuó Gail, sorprendida de lo bien que recordaba el monólogo del insufrible Mark—. En Rusia, el tenis es uno de los principales símbolos de estatus. Si un ruso te dice que juega al tenis, está diciéndote que nada en la abundancia. Gracias a las extraordinarias clases de Mark, Dima regresó a Moscú, ganó una copa y todo el mundo quedó boquiabierto. Pero esa parte de la historia Mark debe callársela, porque Dima se enorgullece de haber aprendido por su cuenta. Conmigo Mark hizo una excepción por la absoluta confianza que yo le inspiraba. Y si en algún momento me apetecía dejarme caer por su tienda, tenía en el piso de arriba una habitacioncita de fábula donde podíamos seguir con la conversación.

Luke e Yvonne sonrieron en actitud comprensiva. Perry no esbozó siquiera un amago de sonrisa.

—¿Y Tamara? —preguntó Luke.

—Está «cegada por Dios», dijo Mark. Y de paso como una chota, según los isleños. No se baña en el mar, no va siquiera a la playa, no juega al tenis. A sus hijos solo les habla de Dios y a Natasha no le hace ni caso. Apenas dirige la palabra a los nativos, a excepción hecha de Elspeth, la mujer de Ambrose. Ambrose es el jefe de recepción del hotel. Elspeth trabaja en una agencia de viajes, pero si la familia de Dima anda por allí, lo deja todo y va a echar una mano. Según parece, no hace mucho una criada cogió prestadas unas joyas de Tamara para ir a un baile. Tamara la sorprendió antes de que las devolviese y le arreó tal mordisco en la mano que tuvieron que darle doce puntos. Dijo Mark que él, en su lugar, se habría puesto también la vacuna de la rabia.

—Y ahora, Gail, si es tan amable, háblenos de las niñas que se sentaron a su lado —propuso Luke.

Yvonne llevaba la batuta de la acusación; Luke hacía el papel de ayudante, y Gail, en el estrado, procuraba conservar la paciencia, que era lo que ella misma exigía a sus testigos so pena de excomunión.

—Entonces, Gail, ¿las niñas estaban ya allí acomodadas, o se acercaron dando brincos por propia iniciativa en cuanto vieron a la guapa señora? —preguntó Yvonne, llevándose el lápiz a la boca mientras examinaba sus anotaciones.

—Subieron por la escalera y se sentaron conmigo, una a cada lado. Y no vinieron dando brincos, sino caminando.

—¿Sonriendo? ¿Riendo? ¿En plan traviesas?

—Yo no vi una sonrisa ni media.

—¿Las envió a usted, en su opinión, quienquiera que estuviese cuidando de ellas?

—Vinieron por voluntad propia, sin lugar a dudas. En mi opinión.

—¿Está segura? —ahora más escocesa y tenaz.

—Lo vi todo. Mark acababa de hacerme una insinuación, y yo no tenía ninguna necesidad de oír cosas como esa, así que me largué sin miramientos a la grada superior para alejarme de él lo máximo posible. En esa grada estaba yo sola.

—¿Y dónde se encontraban las niñitas en ese momento? ¿Más abajo? ¿A la misma altura? ¿Dónde, por favor?

Gail tomó aire para serenarse y a continuación habló con toda calma:

—Las niñitas estaban sentadas en la segunda grada, con Elspeth, una a cada lado. La mayor se volvió y me miró; luego habló a Elspeth. Y no, no oí lo que decía. Elspeth se volvió y me miró, y contestó a la niña mayor con un gesto de asentimiento. Las dos niñas se consultaron entre sí, se levantaron y subieron hacia mí por la escalera. Despacio.

—No la presionen así —intervino Perry.

El testimonio de Gail ha pasado a ser más evasivo. O eso se le antoja a ella, con su oído de abogada, y sin duda también a Yvonne. Sí, las niñas se plantaron ante ella, dice Gail. La mayor la saludó con una reverencia que debía de haber aprendido en clases de danza y, en un inglés muy correcto, casi sin acento, preguntó: «¿Podemos sentarnos con usted, señorita?». Ante lo que Gail se echó a reír y dijo: «Claro que sí, señorita», y se sentaron con ella, una a cada lado, aún sin sonreír.

—Pregunté a la mayor cómo se llamaba. Hablé muy bajo, por lo callado que estaba todo el mundo. «Katia», dijo ella, y yo pregunté: «¿Y cómo se llama tu hermana?»; «Irina», me contestó. E Irina se volvió y me miró como si yo estuviera… no sé… entrometiéndome, de hecho. La verdad es que no entendía esa hostilidad. Les pregunté si sus padres estaban allí. A las dos. Katia negó con la cabeza, muy vehemente. Irina no dijo nada. Nos quedamos las tres quietas durante un rato. Un rato largo, para tratarse de niñas. Y yo pensé que a lo mejor les habían prohibido hablar en los partidos de tenis. O con desconocidos. O que quizá no sabían más inglés que ese, o eran amistas, o discapacitadas de un modo u otro.

Se interrumpe, con la esperanza de que le dirijan una pregunta o alguna forma de exhortación, pero solo ve ante sí cuatro ojos que aguardan y, a su lado, a Perry, vuelto hacia la pared de obra vista, cuyo olor recuerda a Gail el alcoholismo de su difunto padre. Respira hondo mentalmente y se lanza:

—Al final de un juego, aprovechando el cambio de lado, probé de nuevo: ¿a qué colegio vais, Katia? Katia niega con la cabeza; Irina la imita. ¿No vais al colegio? ¿O no vais al colegio durante estos días? No van durante estos días, según parece. Habían ido a la Escuela Internacional Inglesa de Roma, pero ya no. No explicaron por qué, ni yo se lo pregunté. No quise ponerme pesada, pero tuve un mal presentimiento, sin saber muy bien a qué se debía. ¿Viven en Roma, pues? Ya no. Otra vez Katia. ¿Fue en Roma donde aprendiste ese excelente inglés, pues? Sí. En la Escuela Internacional se podía elegir entre inglés o italiano. Era mejor el inglés. Señalo a los dos hijos de Dima. ¿Esos son hermanos vuestros? Vuelven a negar con la cabeza. ¿Primos? Sí, algo así. ¿Solo algo así? Sí. ¿También van a la Escuela Internacional? Sí, pero en Suiza, no en Roma. Y la chica guapa que vive dentro de un libro, digo, ¿es prima vuestra? La respuesta es de Katia, arrancada de ella como una confesión: Natasha es nuestra prima, o algo así: otra vez. Y seguían sin sonreír. Pero Katia acaricia mi pareo de seda. Como si nunca hubiera tocado la seda.

Gail respira hondo. Esto no es nada, se dice. Esto es el aperitivo. Espera al día siguiente para la historia de terror completa, tres platos y postre. Espera a oír mi opinión a posteriori.

—Y cuando ya ha acariciado la seda durante un rato, apoya la cabeza en mi brazo y cierra los ojos. Y ahí se acaba nuestra charla hasta pasados unos cinco minutos, solo que, al otro lado, Irina toma el relevo de Katia y, con fuerza, se adueña de mi mano con sus garras pequeñas y afiladas, como pinzas de cangrejo. Luego se lleva mi mano a la frente y mueve la cara a izquierda y derecha contra la palma como para indicarme que está afiebrada, pero lo que yo noto es que tiene las mejillas húmedas y descubro que está llorando. A continuación me devuelve la mano, y Katia dice: «A veces llora. Es normal». En ese momento termina el partido, y Elspeth viene a por ellas, subiendo a toda prisa por la escalera, y para entonces tengo ya gañas de envolver a Irina en mi pareo y llevármela a casa, preferiblemente acompañada de su hermana, pero como eso no puedo hacerlo, y no sé a qué se debe su disgusto, ni las conozco de nada, ahí se acaba la historia.

Pero la historia no acaba ahí. No en Antigua. La historia continúa maravillosamente. Perry Makepiece y Gail Perkins siguen disfrutando de las vacaciones más felices de su vida, tal como se prometieron allá en noviembre. Para recordarse su felicidad, Gail interpreta la versión sin censura de sí misma.

Las diez de la mañana, aproximadamente: acabado el tenis, volvemos al bungalow para que Perry se duche.

Hacemos el amor, tan bien como siempre, aún somos capaces de eso. Perry nunca se entrega a algo solo a medias, tiene que aplicar todas sus dotes de concentración en una sola cosa.

Doce del mediodía o más tarde: nos hemos perdido ya el bufet del desayuno por necesidades operativas, nadamos en el mar, almuerzo junto a la piscina, regresamos a la playa porque Perry necesita ganarme al tejo.

Cuatro de la tarde, aproximadamente: volvemos al bungalow, Perry ya victorioso —¿por qué no deja ganar a una chica aunque solo sea una vez?—, dormitamos, leemos, hacemos el amor, dormitamos de nuevo, perdemos el sentido del tiempo. En albornoz, nos pulimos el chardonnay del minibar recostados en la terraza.

Ocho de la tarde, aproximadamente: decidimos que nos da pereza vestirnos, pedimos que traigan la cena al bungalow.

Seguimos con nuestras vacaciones, esas que se dan una sola vez en la vida. Seguimos en el Edén, masticando la dichosa manzana.

Nueve de la noche, aproximadamente: llega la cena, y el carrito no lo empuja un viejo camarero del servicio de habitaciones, sino el venerable Ambrose en persona, quien, además del vino californiano corriente que hemos pedido, nos trae una botella helada de excelente champán Krug en una cubitera de plata, con un precio en la lista de vinos de 380 dólares más los impuestos, y procede a colocar ante nosotros, junto con dos copas heladas, una bandeja de canapés muy apetitosos, dos servilletas de damasco y un discurso preparado, que declama a pleno pulmón, con el pecho hinchado y las manos en posición de firmes, como un policía prestando declaración ante el juez.

—Les traigo esta magnífica botella de champán por cortesía de no otro que el único e incomparable señor Dima. El señor Dima desea darles las gracias por… —Saca una nota del bolsillo de la chaqueta junto con unas gafas de lectura—. Dice, y yo repito textualmente: «Catedrático, gracias de todo corazón por aleccionarme en el gran arte del juego limpio en el tenis y por comportarse como un caballero inglés. También le agradezco que me haya ahorrado los cinco mil dólares de la apuesta». Y añade un cumplido para la muy hermosa señorita Gail, y ese es su mensaje.

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