Un traidor como los nuestros (3 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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Separados entre sí por una brecha tan ancha como el océano Atlántico que habían cruzado en fecha reciente, y sin embargo dando gracias por poder desahogarse ante dos oyentes curiosos por oficio, Perry y Gail reanudaron la historia.

Las siete menos cuarto de la mañana siguiente. Mark los esperaba en lo alto de la escalera de piedra, ataviado con su mejor equipo blanco y sosteniendo dos botes con pelotas de tenis refrigeradas y un café en un vaso de papel…

—Me temía que se les hubieran pegado las sábanas, encantadora pareja —saludó con entusiasmo—. Vamos bien de hora, eh, no se preocupen. Gail, ¿qué tal está hoy? Como una rosa, si me permite decirlo. Usted primero, Perry. No hay de qué. Vaya día, ¿eh? Vaya día.

Perry encabezó la marcha por el segundo tramo de escalera hasta donde esta torcía a la izquierda. Al doblar el recodo, se topó de bruces con los mismos dos hombres de las cazadoras que la noche anterior deambulaban por allí, los dos que daban un repaso a Gail, según pensó ella, y eso si es que se fijó en ellos. Estaban apostados a ambos lados del arco de flores que, como un pasillo nupcial, daba acceso a la puerta de la pista central, un mundo aparte en sí misma, delimitada por los cuatro costados con vallas de lona y setos de hibisco de siete metros de altura.

Al verlos acercarse a los tres, el rubio con cara de niño dio medio paso al frente y, con una sonrisa desabrida, separó las manos en el gesto clásico de quien va a cachear a alguien. Desconcertado, Perry se plantó cuan alto era, aún demasiado lejos para un cacheo pero a no más de dos metros, con Gail a su lado. Cuando el hombre dio otro paso al frente, Perry retrocedió, arrastrando a Gail consigo y exclamando:

—¿Qué demonios pasa aquí?

A efectos prácticos, se dirigía a Mark, ya que ni el cara de niño ni su compañero moreno dieron señales de haber oído la pregunta, y menos aún de haberla entendido.

—Servicio de seguridad, Perry —explicó Mark, restregándose contra Gail al acercarse a Perry para susurrarle con tono tranquilizador—: Rutina.

Perry, inmóvil, alargó el cuello hacia delante y a un lado mientras digería esta información.

—¿Seguridad de quién exactamente? No lo capto. —A Gail—: ¿Y tú?

—Tampoco —coincidió ella.

—El servicio de seguridad de Dima, Perry. ¿De quién va a ser? Está podrido de pasta. Un pájaro gordo a nivel internacional. Estos chicos solo obedecen órdenes.

—¿Órdenes de usted, Mark? —volviéndose y escrutándolo con mirada acusadora a través de las gafas.

—Perry, no diga tonterías. Órdenes de Dima, no mías. Son los muchachos de Dima. Van con él a todas partes.

Perry volvió a fijar la atención en el guardaespaldas rubio.

—Señores, ¿hablan ustedes inglés por casualidad? —preguntó. Y como aquella cara de niño no se inmutó, o acaso se mostrase aún más imperturbable, Perry añadió—: No habla inglés, parece. Ni lo oye, por lo que se ve.

—Por Dios, Perry —suplicó Mark, tiñéndose su rostro de un tono rojo más intenso—. Solo un vistazo a la bolsa, y listos. No es nada personal. Rutina, como le digo. Igual que en cualquier aeropuerto.

Perry se volvió de nuevo hacia Gail.

—¿Tienes alguna opinión al respecto?

—Desde luego que sí.

Perry ladeó la cabeza en la otra dirección.

—A ver, Mark, necesito que me lo aclare bien —explicó, haciendo valer su autoridad pedagógica—. La persona que ha propuesto este partido de tenis conmigo, Dima, desea asegurarse de que no voy a lanzarle una bomba. ¿Es eso lo que dan a entender estos hombres?

—Este es un mundo muy peligroso, Perry. Tal vez usted no se haya enterado, pero los demás sí lo sabemos, y procuramos convivir con ello. Con el debido respeto, le recomiendo encarecidamente que siga el juego.

—Otra posibilidad sería que lo abatiera a tiros con mi Kaláshnikov —continuó Perry, levantando su bolsa de tenis un par de centímetros para indicar dónde guardaba el arma, ante lo que el segundo hombre abandonó la sombra de los arbustos y se situó junto al primero, bien que las expresiones faciales de ambos seguían siendo inescrutables.

—Perdone que se lo diga, señor Makepiece, pero está haciendo una montaña de un grano de arena —protestó Mark. Aquella cortesía suya adquirida con tanto esfuerzo empezaba a ceder gradualmente bajo la tensión—. Tenemos por delante un gran partido de tenis. Estos muchachos cumplen con su obligación y, a mi entender, la cumplen de una manera muy educada y profesional. Francamente, caballero, no entiendo dónde está el problema.

—Ah. El «problema» —reflexionó Perry, eligiendo la palabra como útil punto de partida para un debate en grupo con sus alumnos—. Permítame, pues, que le explique el problema. En realidad, si nos paramos a pensar, los problemas son varios. El primero es que nadie mira dentro de mi bolsa de tenis sin mi permiso, y en esta ocasión no concedo mi permiso. Y tampoco mira nadie dentro del bolso de esta señora. —Señalando a Gail—. Son aplicables las mismas reglas.

—Con todo rigor —confirmó Gail.

—Segundo problema. Si su amigo Dima piensa que voy a asesinarlo, ¿por qué me pide que juegue al tenis con él? —Después de dejar un holgado margen de tiempo para la respuesta, y viendo que no recibía ninguna, aparte de un expresivo sorbetón de aire entre los dientes, Perry prosiguió—: Y el tercer problema es que, de momento, la propuesta es unilateral. ¿Acaso he pedido yo a Dima que me deje mirar dentro de su bolsa? No. Ni lo deseo. Tal vez pueda explicárselo usted cuando le presente mis disculpas. Gail. ¿Y si atacamos ese magnífico bufet de desayuno por el que ya hemos pagado?

—Buena idea —dijo Gail con entusiasmo—. No me había dado cuenta del hambre que tengo.

Se dieron media vuelta, y se alejaban ya escalera abajo, haciendo caso omiso de las súplicas del profesional residente, cuando se abrió la puerta de la pista y Dima, con su voz de bajo, los obligó a detenerse.

—No se me escape, señor Perry Makepiece. Si quiere volarme los sesos, hágalo con la puñetera raqueta.

—¿Y la edad de ese hombre, Gail? ¿Cuántos años le echa? —preguntó Yvonne, la intelectualoide, tomando nota en su cuaderno con afectada precisión.

—¿El cara de niño? Veinticinco, como mucho —contestó ella, y una vez más deseó encontrar un término medio entre la ligereza y el miedo.

—¿Perry? ¿Cuántos años?

—Treinta.

—¿Estatura?

—Por debajo de la media.

Perry, cariño, si tú mides un metro ochenta y cinco, todos estamos por debajo de la media, pensó Gail.

—Un metro setenta y cinco —agregó ella.

Y el pelo rubio, muy corto, coincidieron ambos.

—Y llevaba una pulsera, una cadena de oro —recordó ella, para su sorpresa—. Una vez tuve un cliente que llevaba una igual. Si algún día se encontraba en un apuro, para salir del paso, desprendería los eslabones, uno por uno, y los vendería.

Con las uñas sin pintar y bien recortadas para mayor comodidad, Yvonne empuja un fajo de fotografías de prensa hacia ellos por encima de la mesa oval. En primer plano, media docena de jóvenes fornidos con trajes a lo Armani da la enhorabuena a un caballo vencedor, con las copas de champán en alto para la cámara. Al fondo, vallas publicitarias en cirílico e inglés. Y en el extremo izquierdo, con los brazos cruzados ante el pecho, el guardaespaldas con cara de niño, la cabeza rubia casi rapada. A diferencia de sus tres compañeros, no lleva gafas de sol. Pero en la muñeca izquierda luce una cadena de oro.

Perry adopta un aire de cierta suficiencia. Gail empieza a sentir náuseas.

Capítulo 2

Gail no acababa de entender por qué recaía en ella la mayor parte de la conversación. Al hablar, escuchaba las reverberaciones de su propia voz devueltas por las paredes de obra vista del sótano, como le ocurría en el juzgado: ahora aparento justificada indignación, ahora aparento mordaz escepticismo, ahora me parezco a mi deplorable madre después del segundo gin-tonic la última vez que supe de ella.

Y esa noche, pese a todos sus esfuerzos por disimularlo, de vez en cuando se sorprendía a sí misma en un estremecimiento de miedo que no estaba previsto en el guión. Si el público, al otro lado de la mesa, no lo percibía, ella sí. Y mucho se equivocaba, o también Perry, a su lado, lo percibía, porque en ocasiones inclinaba la cabeza hacia ella sin más razón que mirarla con intranquila ternura a pesar del abismo de cinco mil kilómetros que los separaba. Y en ocasiones llegaba al extremo de darle un acucioso apretón de mano bajo la mesa antes de tomar el relevo, en la idea errónea pero perdonable de que así concedía un respiro a sus emociones, cuando en realidad sus emociones se limitaban a pasar a la clandestinidad, reagruparse y reemprender la lucha aún con mayor denuedo tan pronto como tenían la oportunidad.

Si bien no puede decirse que Perry y Gail entraran parsimoniosamente en la pista central, sí es verdad —en eso coincidieron— que se lo tomaron con calma. Estuvo primero el paseíllo a través del arco de flores, con los guardaespaldas en el papel de guardia de honor, sujetándose Gail el ala de la pamela y arremolinando la vaporosa falda.

—Exageré un poco la nota —reconoció ella.

—¡Y cómo! —convino Perry ante las sonrisas contenidas al otro lado de la mesa.

Siguió cierto revuelo en la entrada de la pista cuando de repente Perry pareció pensárselo mejor, hasta que quedó claro que retrocedía solo para ceder el paso a Gail, quien entonces lo precedió con señorial sosiego para insinuar que si bien la planeada ofensa no se había concretado, la posibilidad no podía descartarse aún. Y detrás de Perry entró Mark.

Dima, en la pista central de cara a ellos, extendió los brazos en un amplio gesto de bienvenida. Lucía una camiseta azul, aterciopelada, de manga larga y cuello redondo y unas bermudas negras hasta por debajo de las rodillas. Una visera verde, semejante a un pico, sobresalía de su calva, que brillaba ya bajo el sol de primera hora de la mañana. Perry incluso se preguntó, según dijo él mismo, si Dima se había untado la cabeza de aceite. Para complementar el Rolex con piedras preciosas, adornaba su enorme cuello una cadenita de oro con vagas connotaciones místicas: otro reflejo, otra distracción.

Pero cuando Gail entró, para su sorpresa, no era Dima el principal foco de atención, dijo ella. En la grada, detrás de él, se congregaba una concurrencia variopinta —y extraña, a ojos de Gail—, formada por niños y adultos.

—Como un grupo de macabras figuras de cera —declaró Gail—. No era solo por lo peripuestos que se los veía a esa hora intempestiva, las siete de la mañana. Era por su silencio absoluto y sus caras de pocos amigos. Me senté abajo, en la primera grada, que estaba vacía, y pensé: Dios mío, pero ¿esto qué es? ¿Un tribunal popular, una procesión religiosa, o qué?

Hasta los niños parecían distanciados entre sí. Estos enseguida despertaron su interés, como le ocurría siempre con los niños. Contó cuatro.

—Dos niñas muy mustias de unos cinco y siete años, con vestidos oscuros y gorros de playa, muy arrimadas a una mujer negra, pechugona, una niñera o algo así —explicó Gail, decidida a impedir que las emociones se le adelantasen—. Y dos adolescentes, dos chicos rubísimos con pecas y ropa de tenis. Y todos tan alicaídos como si los hubieran sacado a patadas de la cama y llevado hasta allí a rastras a modo de castigo.

En cuanto a los adultos, sencillamente eran tan ajenos a aquello, tan voluminosos y tan distintos de todo que parecían salidos de una viñeta de Charles Addams, prosiguió Gail. Y no era solo por su apariencia endomingada o sus peinados de los años setenta. O por el hecho de que las mujeres, pese al calor, vistieran como en lo más crudo del invierno. Era el aire de pesadumbre común a todos ellos.

—¿Por qué nadie habla? —preguntó Gail en un susurro a Mark, quien, como surgido de la nada, había ocupado el asiento contiguo sin previa invitación.

Mark se encogió de hombros.

—Rusos.

—¡Pero si los rusos hablan sin parar!

Estos rusos no, dijo Mark. Casi todos habían llegado en los últimos días y aún tenían que acostumbrarse al Caribe.

—Allí ha pasado algo —comentó, señalando con la cabeza hacia el otro lado de la ensenada—. Cuenta radio macuto que han montado una especie de cónclave familiar, no siempre en paz y armonía. No sé cómo se las arreglan con la higiene personal. La mitad de las cañerías está que se cae.

Gail se fijó en dos hombres obesos: uno, hablando en susurros por un móvil, llevaba un sombrero de fieltro marrón; el otro, una boina escocesa coronada con una borla roja.

—Primos de Dima —aclaró Mark—. Aquí todo el mundo es primo de alguien. De Perm, son.

—¿Perm?

—Sí, encanto, Perm. En Rusia. No tiene nada que ver con la permanente; es un pueblo.

Una grada más arriba estaban los dos chicos rubísimos, mascando chicle como si lo odiaran. Los hijos de Dima, gemelos, dijo Mark. Y sí, cuando Gail los miró otra vez, vio el parecido: pechos robustos, espaldas rectas, y unos ojos castaños de expresión lánguida y sensual que ya posaban en ella con avidez.

Tomó aire, una bocanada rápida y silenciosa, y lo expulsó. Se acercaba a lo que, en una disertación jurídica, habría sido la pregunta clave, esa que teóricamente debía reducir a escombros en el acto al testigo. Solo que ahora el testigo era ella misma. Pero cuando reanudó la conversación, advirtió complacida que no se percibía estremecimiento alguno en la voz devuelta por la pared de obra vista, ni titubeos ni otras alteraciones reveladoras:

—Y sentada aparte… expresivamente aparte, diría yo… había una preciosidad de chica de quince o dieciséis años, muy modosa, ella, con una melena negra azabache hasta los hombros y uniforme de colegiala, blusa y falda azul marino por encima de las rodillas, que no parecía acompañar a nadie. Así que pregunté a Mark quién era. Naturalmente.

Muy naturalmente, a decir verdad, decidió con alivio al oírse: ni una sola ceja enarcada en torno a la mesa. Bravo, Gail.

—«Se llama Natasha», me informó Mark. «Una flor en espera de que alguien la arranque», para hablar en cristiano, según él. «Hija de Dima pero no de Tamara. La niña de los ojos de su padre.»

¿Y qué hacía la hermosa Natasha, hija de Dima pero no de Tamara, a las siete de la mañana mientras supuestamente debía ver a su padre jugar al tenis?, preguntó Gail a su público. Leía un mamotreto encuadernado en piel, que mantenía sujeto en el regazo como un escudo de la virtud.

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