Disponía de cinco pistas, amén de la pista central. Las pelotas de competición se guardaban en frigoríficos. Expuestas en las vitrinas estaban las copas de plata con los nombres de los campeones de antaño que habían jugado allí, y uno de ellos era Mark, el profesional residente, un australiano con unos kilos de más.
—¿Y de qué nivel hablamos, si no es indiscreción? —preguntó con afectado refinamiento mientras examinaba las fogueadas raquetas, los gruesos calcetines y las zapatillas de tenis de Perry, gastadas pero aún aprovechables, así como el escote de Gail.
Para ser dos personas que ya habían dejado atrás la primera juventud pero estaban aún en la flor de la vida, Perry y Gail formaban una pareja muy atractiva. La naturaleza había concedido a Gail unas piernas y unos brazos largos y bien torneados, pechos pequeños y turgentes, un cuerpo grácil, una piel inglesa y un magnífico cabello dorado, además de una sonrisa capaz de iluminar los rincones más tenebrosos de la vida. Perry ofrecía un aspecto también muy inglés pero de otra índole: poco garboso y en apariencia desmadejado, cuello largo y nuez prominente. Le sobresalían mucho las orejas, y con su andar premioso, parecía tambalearse. De niño, en su escuela pública le habían puesto el hiriente mote de «Jirafa», hasta que los insensatos proclives a llamarlo así aprendieron la lección. Pero con la madurez adquirió —sin tener conciencia de ello, por lo que resultaba aún más digno de admiración— cierta gallardía, precaria pero indudable. Tenía una mata de rizos castaños, frente pecosa, y unos ojos grandes —detrás de unas gafas— que le conferían un aire de perplejidad angélica.
Desconfiando de la capacidad de Perry para el autobombo, y en actitud tan protectora como siempre, Gail asumió la responsabilidad de contestar al profesional residente:
—Perry juega la fase previa en Queen's, y una vez accedió a la primera ronda del torneo, ¿eh que sí? De hecho, llegaste a entrar en el Masters. Y eso después de romperse la pierna esquiando y pasar seis meses sin jugar —añadió con orgullo.
—¿Y usted, señora, si no es mucho atrevimiento? —preguntó Mark, el obsequioso profesional, con cierto retintín en el «señora» que no acabó de gustar a Gail.
—Yo no le llego a la suela del zapato —respondió sin inmutarse, a lo que Perry dijo: «Chorradas», y el australiano sorbió aire entre los dientes, movió la pesada cabeza en un gesto de incredulidad y pasó las desordenadas hojas de su registro.
—Veamos, tengo aquí a una pareja que quizá les venga bien —dijo, enjugándose el sudor de la frente con una toalla de tenis mugrienta—. Les dan cien vueltas a los otros huéspedes, eso se lo digo desde ya. Aunque, para serles sincero, tampoco es que tenga infinidad de gente donde elegir. Igual ustedes cuatro deberían tantearse.
Resultó que sus adversarios eran una pareja india de Mumbai en luna de miel. La pista central estaba ocupada, pero la pista 1 no. Pronto se acercaron a verlos calentar personas de paso y jugadores de otras pistas: fluidos golpes desde la línea de fondo,
passing shots
a los que nadie corría, algún
smash
desde la red sin respuesta. Perry y Gail ganaron el sorteo del saque inicial, Perry cedió el primer servicio a Gail, que cometió dos dobles faltas, y perdieron el juego. A continuación sacó la novia india. El partido mantuvo un tono pausado.
Solo cuando Perry empezó a sacar se puso de manifiesto claramente la calidad de su tenis. Su primer servicio tenía altura y fuerza, y cuando entró, poco podía hacerse para devolverlo. Se anotó cuatro tantos de saque consecutivos. El público fue en aumento; los jugadores eran jóvenes y atractivos; los recogepelotas descubrieron nuevos niveles de energía. Hacia el final del primer set, Mark, el profesional residente, se dejó caer por allí como quien no quiere la cosa para echar un vistazo, se quedó durante tres juegos y por fin, con semblante pensativo, regresó a su tienda.
Después de un largo segundo set, estaban empatados a uno. En el tercer y definitivo set, Perry y Gail se situaron con una ventaja de cuatro a tres. Y si bien Gail tendió a la cautela, Perry a esas alturas del encuentro iba ya a por todas, y la pareja india no volvió a ganar otro juego en lo que quedaba de partido.
Los espectadores se dispersaron. Los cuatro jugadores se quedaron allí para intercambiar cumplidos, acordar una revancha, ¿y quedar tal vez a tomar una copa en el bar esa noche? ¡Cómo no! Los indios se marcharon mientras Perry y Gail recogían sus raquetas de repuesto y sus jerséis.
En eso volvió a la cancha el profesional australiano, acompañado de un hombre musculoso, muy erguido, ancho de pecho y totalmente calvo, que lucía un reloj Rolex de oro con diamantes incrustados y llevaba un pantalón de chándal gris ceñido a la cintura mediante un cordón atado con una lazada.
Por qué Perry reparó primero en la lazada de su cintura y después en el resto del individuo tiene fácil explicación. En ese momento estaba a medio cambiarse las zapatillas de tenis viejas pero cómodas por un par de playeras con suela de cáñamo, y seguía aún agachado cuando oyó pronunciar su nombre. Así las cosas, alzó lentamente su cabeza alargada, como suelen hacer los hombres altos y angulosos, y advirtió primero unas alpargatas de piel en unos pies pequeños, casi femeninos, separados como los de un pirata, luego unas robustas pantorrillas bajo un chándal gris y, más arriba, la lazada del cordel que mantenía en alto el pantalón, con un nudo doble, como debía ser dada su notable área de responsabilidad.
Y por encima de la lazada, una selecta camisa de algodón carmesí, que envolvía un torso colosal, donde abdomen y pecho no parecían diferenciarse, con un cuello de estilo oriental que, abrochado, habría parecido un collarín de eclesiástico en versión recortada, solo que en modo alguno habría podido abarcar el musculoso cuello que contenía.
Y por encima del cuello, ladeado en gesto de ruego, con las cejas enarcadas en actitud invitadora, el rostro terso de un cincuentón calvo, de ojos castaños y mirada melancólica, desplegaba una radiante sonrisa de delfín. La ausencia de arrugas no inducía a pensar en inexperiencia sino todo lo contrario. Era un rostro que a Perry, el amante de la aventura al aire libre, se le antojó moldeado para la vida: el rostro, dijo a Gail mucho tiempo después, de un «hombre forjado», otra definición a la que él aspiraba para sí pero, pese a su viril empeño, aún no creía merecer.
—Perry, permítame presentarle a mi buen amigo y cliente, el señor Dima, de Rusia —anunció Mark, insuflando un ceremonioso soniquete a su empalagosa voz—. Dima opina que han hecho ustedes un partido fenomenal, ¿verdad que sí? Como buen conocedor del deporte de la raqueta, ha estado viéndolos jugar con admiración, me permito decir, ¿no, Dima?
—¿Jugamos? —propuso Dima con expresión de disculpa, sin apartar sus ojos castaños de Perry, quien para entonces se había erguido ya cuan alto era y permanecía allí inmóvil, un tanto incómodo.
—Hola —saludó Perry con la respiración aún un poco agitada, y tendió una mano sudorosa. La mano de Dima era la de un artesano metido en carnes, con una pequeña estrella o asterisco tatuado en el segundo nudillo del pulgar—. Y esta es Gail Perkins, mi cómplice en el delito —añadió, sintiendo la necesidad de introducir un ritmo más pausado.
Pero Mark el profesional, anticipándose a Dima, dejó escapar un resoplido de aduladora protesta.
—¿Cómo que «delito», Perry? —objetó—. ¡Habrase visto, Gail! Han hecho un juego de fábula, las cosas como son. Un par de esos reveses paralelos estaban a la altura de los mismísimos dioses, ¿o no, Dima? Usted mismo lo ha dicho. Lo hemos visto desde la tienda. Por el circuito cerrado.
—Dice Mark que juega usted en Queen's —comentó Dima, su sonrisa de delfín dirigida a Perry, la voz pastosa, grave y gutural, y vagamente americana.
—Bueno, de eso hace ya unos años —respondió Perry con modestia, todavía ganando tiempo.
—Dima ha adquirido recientemente Las Tres Chimeneas, ¿eh, Dima? —dijo Mark como si la noticia, por alguna razón, confiriese mayor interés a la propuesta de jugar un partido—. El mejor enclave en este lado de la isla, ¿eh, Dima? Tiene grandes planes para esos terrenos, por lo que hemos oído. Y según creo, ustedes dos están en el Captain Cook, uno de los mejores bungalows del hotel, en mi opinión.
Allí se alojaban, sí.
—Pues ya ven: son vecinos, ¿eh, Dima? Las Tres Chimeneas está justo en la punta de la península, al otro lado de la ensenada, enfrente de ustedes. La última gran finca no urbanizada de la isla, pero eso Dima tiene previsto remediarlo, ¿me equivoco, señor mío? Se habla de una emisión de acciones preferenciales para los isleños, cosa que, a mi modo de ver, es una idea más que aceptable. Entretanto permite allí alguna que otra acampada, por lo que he oído. Acoge a parientes y amigos de mentalidad afín. Eso lo admiro. Yo y todo el mundo. En una persona con sus medios, es lo que yo llamo tenerlos bien puestos.
—¿Jugamos?
—¿A dobles? —preguntó Perry, desprendiéndose de la intensa mirada de Dima para volverse con cara de incertidumbre hacia Gail.
Sin embargo Mark, establecida ya su cabeza de puente, aprovechó la ventaja.
—Gracias por el ofrecimiento, Perry, pero a Dima no le van los dobles, siento decir —se apresuró a aclarar taxativamente—. Nuestro amigo aquí presente solo juega individuales, ¿me equivoco, caballero? Es usted un hombre independiente. Prefiere ser el responsable de sus errores, como me dijo una vez.
Esas fueron sus palabras textuales hace no mucho, y yo me las tomé al pie de la letra.
Viendo que ahora Perry se sentía dividido pero también tentado, Gail acudió en su rescate:
—Por mí no te preocupes, Perry. Si quieres jugar individuales, no tengo inconveniente.
—Perry, creo que haría mal en no aceptar a este caballero —dijo Mark, de nuevo a la carga—. Si yo fuera aficionado a las apuestas, no sabría por quién decantarme, como lo oye.
Y cuando Dima se alejó, ¿era eso una cojera? ¿Ese pie derecho ligeramente arrastrado? ¿O era solo el esfuerzo de acarrear esa enorme mitad superior del cuerpo a todas horas del día?
¿Fue también entonces cuando Perry se fijó por primera vez en los dos hombres blancos que rondaban, ociosos, por la entrada de la pista, uno con las manos relajadamente detrás de la espalda, el otro con los brazos cruzados ante el pecho? ¿Los dos con calzado deportivo? ¿Uno rubio, con cara de niño, el otro moreno y lánguido?
De ser así, fue solo de manera inconsciente, sostuvo de mala gana ante el hombre que se hacía llamar Luke y la mujer que se hacía llamar Yvonne, diez días más tarde, cuando estaban los cuatro sentados a una mesa de comedor oval en el sótano de una bonita casa adosada victoriana en Bloomsbury.
Los había llevado allí un hombre corpulento y afable, con boina y un pendiente, que se presentó como Ollie, pasándolos antes a recoger en un taxi negro por el piso de Primrose Hill. Luke les había abierto la puerta; Yvonne aguardaba de pie detrás de Luke. En un vestíbulo que olía a pintura reciente, con una tupida moqueta, saludaron a Perry y Gail con un apretón de manos; después Luke les dio las gracias por ir, y los condujeron escalera abajo hasta aquel sótano reformado, con su mesa, sus seis sillas y una cocina americana. Las ventanas de cristal esmerilado, en forma de media luna y encastradas en el muro exterior, se oscurecían al pasar por la acera los pies desdibujados de los viandantes.
A continuación se vieron despojados de sus móviles e invitados a firmar una declaración conforme a la Ley de Secretos Oficiales. Gail, la abogada, leyó el texto y se indignó.
—Ni muerta —exclamó, en tanto que Perry, diciendo entre dientes «¿Qué más da?», firmó con impaciencia.
Gail, después de tachar un par de cosas y añadir su propio redactado, firmó bajo protesta. En el sótano, la iluminación se reducía a una única lámpara, de luz tenue, suspendida sobre la mesa. Las paredes de obra vista despedían un leve olor a oporto añejo.
Luke era un cuarentón de aspecto distinguido, bien afeitado y, a ojos de Gail, un tanto bajo. Los espías de sexo masculino, se dijo con una falsa jocosidad suscitada por el nerviosismo, deberían venir en tallas más grandes. Con su porte erguido, su impecable traje gris y unos pequeños cuernos de cabello cano fluctuando por encima de las orejas, recordaba más bien a un jockey amateur de club de campo con su mejor traje.
Yvonne, por su parte, no podía ser mucho mayor que Gail. En la primera impresión, Gail la encontró remilgada pero, a su manera intelectualoide, guapa. Con su insípido traje sastre, el pelo a lo paje y sin maquillar, aparentaba más años de los necesarios y, para ser una espía de sexo femenino —de nuevo conforme al criterio resueltamente frívolo de Gail—, tenía un aire demasiado formal.
—De hecho, pues, no los identificaron ustedes como guardaespaldas —observó Luke, volviendo con avidez su cuidada cabeza para mirar alternativamente a Perry y Gail desde el otro lado de la mesa—. Al quedarse solos, ¿no hicieron ningún comentario? Algo así como «Eh, eso era un tanto raro; parece que el tal Dima, quienquiera que sea, llevaba no poca protección», por decir algo.
¿De verdad es así como hablamos Perry y yo?, se preguntó Gail. Primera noticia.
—Yo sí los vi, claro —admitió Perry—. Pero si la pregunta es: ¿me llamaron de algún modo la atención?, la respuesta es no. Un par de tipos buscando con quien echar un partido, debí de pensar, si es que pensé algo —y pellizcándose la frente con sus largos dedos, muy serio—; o sea, uno no piensa, así sin más, «esos son guardaespaldas», ¿eh que no? Bueno, puede que ustedes sí. Viven en ese mundo, imagino. Pero si uno es un ciudadano de a pie, esa posibilidad ni se le pasa por la cabeza.
—¿Y usted qué me dice, Gail? —preguntó Luke con imperiosa solicitud—. Usted entra y sale de los juzgados a diario. Ve el mundo de la maldad en su más horrendo esplendor. ¿No le despertaron alguna sospecha?
—Debí de pensar que eran un par de tíos dándome un repaso, y eso si es que me fijé en ellos, así que no presté atención —contestó Gail.
Pero Yvonne, ojito derecho del maestro, no tuvo bastante ni mucho menos.
—Y esa noche, Gail, al reflexionar sobre el día, ¿de verdad no se plantearon quiénes eran esos dos hombres de más que rondaban por allí? ¿Era acaso escocesa? Bien podía serlo, pensó Gail, la hija de actores, que se preciaba de un oído infalible para los acentos.
—Era nuestra primera noche en el hotel, propiamente hablando —contestó Gail en un arrebato de exasperación nerviosa—. Perry había encargado una cena a la luz de las velas en el Captain's Deck, ¿vale? Teníamos allí mismo las estrellas y la luna llena y las ranas toro en pleno apareamiento y la estela de la luna que llegaba casi a nuestra mesa… ¿Cree que íbamos a pasarnos la noche mirándonos a los ojos y hablando de los gorilas de Dima? Vamos, por favor… —Y temiendo haber sido más irrespetuosa de lo que pretendía—: De acuerdo, sí hablamos de Dima… brevemente. Es una de esas personas que se te quedan grabadas en la retina. De pronto era nuestro primer oligarca ruso, y al cabo de un momento Perry ya estaba flagelándose por haber accedido a jugar un partido con él y quería llamar al profesional para suspenderlo. Yo le conté que había bailado con hombres como Dima y que tenían una técnica asombrosa. Al oír eso, ya te quedaste callado, ¿eh que sí, Perry, cariño?