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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (37 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Después de almorzar, Amy quería ir a la cercana tienda de artículos de broma, adorada por todos los niños del lugar, pero Isobel se negó.

—Se supone que este es un día estrictamente educativo.

—A Daniel le encantaría y papá siempre nos deja ir. Por favooor, mamá.

—Ni hablar.

—Apuesto a que tú querrás pasarte horas en esa aburrida charcutería a la que estás tan enganchada —se quejó Amy—. ¡No es justo!

—Ah —apostilló Daniel—, pero es que tu mamá no acaba de dejar medio calva a una de sus amigas ni ha intentado sacarle los ojos…, por lo menos que yo sepa —añadió, sonriendo.

Amy se rió, pero decidió que no era un momento propicio para tentar su suerte con su madre.

—Sin embargo, tienes razón, cariño —admitió Isobel—. Me alegro de que me lo hayas recordado. No me importaría en absoluto entrar un momento en Valvona y Crolla para hacer acopio de unas cuantas cosas. Leith Walk está de camino a casa y prometo que no tardaré nada. —Amy puso cara de no creérselo—. Te encantará, Daniel —añadió Isobel—. Tienen unos quesos que son para morirse. Solo oler la tienda es como recibir una dosis de la soleada Italia, aquí en medio de nuestra ciudad, tan gris y ventosa.

—Que, sin embargo, es una ciudad encantadora —dijo Daniel. Insistió en que tenían que ir a la Scottish National Gallery antes de volver a casa, y se escandalizó al saber que Isobel nunca había llevado a Amy antes—. Pero solo veremos cinco cuadros —anunció.

—¿Por qué solo cinco?

—Porque eso es lo único que mi abuela, la pintora, me permitía ver al principio, cuando empezó a llevarme a los museos. Así te quedarás con hambre de más.

Tenía razón. Amy no quería marcharse.

Aquella noche, antes de irse cada uno a su cama, el impulso de competir con Giles y jugar con unas cuantas llamas peligrosas propias, dominó a Isobel. Dejó que Daniel la besara para darle las buenas noches y se sintió profundamente perturbada por aquel beso.

—Vaya —dijo en un tono bastante acusador, cuando al final él apartó sus labios de los suyos—, así que besas tan bien como pintas, Daniel Hoffman. Tienes un sinfín de cualidades. —Estaban de pie junto a la ventana de la sala, iluminados por la luz del crepúsculo estival. Le puso las manos en el pecho y apoyó la frente contra él—. Noto cómo te late el corazón a través de la camisa.

—No me extraña —dijo Daniel—. El pobre ha tenido un día tremendo.

27

Giles y Lorna volvieron el domingo. Entraron en la cocina de Glendrochatt cuando todos estaban acabando de almorzar. Se produjo un silencio instantáneo y cauteloso.

—Eh, hola, todo el mundo —dijo Giles, con un aire despreocupado que no se correspondía del todo con lo que sentía en realidad. Edward, que casi nunca saludaba a nadie voluntariamente, ni siquiera levantó la mirada, pero esta vez también Amy permaneció pegada a la silla, aunque dejó de comer. Los tres hombres alrededor de la mesa hicieron un gesto por todo saludo. Isobel se levantó lentamente, mirando primero a su hermana y luego a su marido.

Lorna siempre había tenido una belleza felina, pero entonces mostraba clarísimamente el aspecto, reluciente y satisfecho, de una gata recién alimentada… tal vez una hembra de guepardo, pensó Isobel, mirando las largas y elegantes piernas de su hermana. Había un brillo inconfundible en ella. Si hubiera sido un animal, Isobel pensó que se podría decir que su pelaje estaba maravillosamente lustroso. Dos peinetas negras sujetaban hacia atrás su brillante pelo castaño y tenía un ligero bronceado que le sentaba muy bien. Anudado elegantemente al cuello, llevaba un pañuelo de seda de Hermès, que Isobel no le había visto antes.

Lorna se inclinó para besar a su hermana pequeña haciendo un gran alarde de afectuoso interés.

—Mi pequeña Izz, ¿cómo estás? —preguntó. Isobel notó que se ponía rígida—. ¿Y los niños? —siguió diciendo Lorna, como si ellos no estuvieran presentes—. Pareces cansada, Izzy. De verdad, espero que no haya habido más dramas con Edward y que todo esto no haya sido demasiado para ti, encargándote de todo aquí, tú sola. —Joss le lanzó una mirada absolutamente asesina y Mick enarcó las cejas, pero la expresión de Daniel siguió inescrutable.

—Estoy bien, gracias —dijo Isobel.

—Pues nosotros hemos pasado unos días maravillosos; nos morimos de ganas de contároslo. Fue una lástima que no pudieras venir, Izz. Te perdiste un concierto realmente interesante anoche y a mí me encantó el fin de semana musical. Me ha dado montones de nuevas ideas para cosas que podemos hacer aquí. Gracias por prestarme a tu marido.

—Me alegro de que te divirtieras… y fue solo un préstamo —dijo Isobel, irónica. Lorna sonrió, con su sonrisa de Mona Lisa.

Giles, por su parte, parecía de lo más incómodo.

—Bien, ¿cómo está mi pequeña? —preguntó dándole un golpecito en la nariz a Isobel y besándola de una manera despreocupada que ella encontró insultante.

Se había propuesto tratarlo todo con mucha frialdad, y aun así se oyó diciendo en tono áspero:

—¿De qué vais vosotros dos con todo eso de la «pequeña»? ¿Os creéis que me he convertido en la señora Pepperpot en uno de sus ataques de encogimiento o qué?

Durante una semana, Giles se había permitido el lujo de cultivar su resentimiento, alimentando esa espinosa planta asiduamente y dejándola crecer, pero al ver a Isobel y notar lo herida y vulnerable que se sentía, detrás de su expresión indignada, el corazón le dio un vuelco. De repente, todas sus sospechas parecían lo que de verdad esperaba que fueran: una invención de Lorna. Una oleada de remordimiento lo inundó. Miró a Isobel sonriendo, interrogador y luego le tendió las manos, con su habitual gesto aparentemente espontáneo de apaciguamiento; esta vez se encontró frente a un muro de piedra.

—Supongo que ya habéis almorzado, ¿verdad? ¿Quién quiere café? —preguntó Isobel y se fue a calentar el agua, dejando muy claro que no le apetecía prestar atención alguna a aquellas manos tendidas.

La sonrisa de Giles se desvaneció para verse sustituida por algo mucho menos agradable. «Muy bien —pensó furioso, con su orgullo herido por aquel rechazo tan público—, si no aceptas mis humildes disculpas, entonces seguiremos como estamos. Ya veremos quién se rinde antes.»—Pareces un niño enfurruñado, Giles —dijo Isobel, mirándolo por encima del hombro y enarcando las cejas desdeñosamente, sabiendo exactamente dónde clavar el puñal—. ¿Es que te han atrapado con la cuchara dentro de la mermelada?

—A veces un poco de dulzura resulta un cambio agradable —dijo Giles, suave como la seda y añadió, mirando a Daniel—. ¿Qué tal han ido las sesiones de pintura mientras yo he estado fuera?

No era un buen principio para la vuelta a casa.

Por la noche, Isobel se obligó a hablarle a Giles de los niños. No solo le explicó lo de Edward y los dibujos de las arañas, sino también las recientes dificultades con Amy; la angustia oculta de su hija por el retraso de Edward, que había provocado la pelea con Tara y, finalmente, el resentimiento que la niña sentía hacia su tía. La parte de Edward fue más fácil de lo que esperaba, pero la relativa a la música de Amy, no. Estuvo tentada de dejarlo y casi le faltó valor, pero por el bien de su hija sabía que tenía que decir algo. Trató de ser breve y sonar tan imparcial como fuera posible; algo en lo que no tuvo mucho éxito.

—Y Valerie parece decidida —acabó—. No soy solo yo, Giles. Las dos pensamos que tendrías que evitar que Lorna asistiera a las prácticas de Amy. —Giles escuchaba, con cara inexpresiva. Isobel, que siempre había pensado que podía interpretar cada matiz de su expresión, se sorprendió al ver que, esta vez, no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar.

—De acuerdo —dijo Giles, inesperadamente, después de un silencio, desconcertándola. Él también había llegado a la misma conclusión y habría preferido ser él quien tomara la iniciativa, pero la lealtad hacia Amy era lo primero. En secreto, estaba muy avergonzado por la manera en que había arruinado el fin de semana de su hija y también era muy consciente de que la magia del vínculo especial que los unía corría un terrible peligro. Lo mismo se podía decir de su relación con su esposa, pero eso era más complicado.

—Me ocuparé de que no vuelva a suceder —dijo fríamente y luego, viendo la cara de sorpresa de Isobel, añadió con un aire burlón—: ¿Satisfecha?

No dejó que viera lo afectado que estaba al comprender la importancia del nuevo horror de Edward hacia las arañas ni de la encendida defensa que Amy había hecho de su hermano gemelo. Le parecía un contraste enorme con su propia y fea conducta de la semana anterior. Sentía un feroz asco hacia sí mismo, que le dejaba emocionalmente en carne viva, como si se hubiera quemado y se le hubiera caído una capa de piel. Decidió reflexionar muy en serio, no solo sobre su hijo, sino también sobre su propia actitud hacia él… pero todavía no estaba listo para discutirlo con su esposa.

Isobel se había preguntado qué sentiría si Giles quisiera hacer el amor con ella, como habría hecho normalmente después de una ausencia como aquella, pero no había necesidad de que lo temiera ni lo esperara. Igual podían haber sido dos extraños los que estaban en la cama.

El lunes por la mañana, mientras Isobel estaba fuera y Lorna a buen recaudo en la oficina, Giles fue al teatro.

Daniel estaba subido a la tabla colocada entre dos caballetes, trabajando en el telón de lord Dunbarnock. Se dio cuenta inmediatamente de quién había entrado, pero no se volvió.

—Vaya, has adelantado mucho —dijo Giles—. Me gusta mucho lo que estás haciendo. ¿Has pensado en alguien para retratarlo dentro de ese marco?

Daniel había pintado un interior de color gris pálido, con unas molduras en relieve de un tono un poco más oscuro. Estaba trabajando en un trampantojo, el marco de un cuadro, encima de la chimenea.

—Solo es una idea, pero me preguntaba si te gustaría que hubiera retratos de algunos de tus patrocinadores en las paredes. Ya sé que lord Dunbarnock aparece en miniatura en el otro telón, junto con todos vosotros, pero pensaba que sería adecuado ponerlo también ahí, encima de la chimenea, ya que este es un regalo suyo. Pero tú decides, por supuesto. —No dijo nada de que ya lo había hablado con Isobel.

—Es una idea excelente —respondió Giles—. Quizá los otros deberían ser Violet Fortescue y el bueno de McMichael. Son nuestros mayores benefactores.

—Bien. —Los dos hombres se mostraban estudiadamente corteses, pero la tensión en el aire era como electricidad estática—. Puedo trabajar a partir de fotos. Podría ir y hacerlas yo mismo o me pueden prestar algunas que ya tengan. ¿Podrías encargarte de organizado?

—Sí, claro, por supuesto. —Giles garabateó una nota en un pequeño cuaderno encuadernado en piel que siempre llevaba consigo—. Bien, en realidad es de retratos de lo que he venido a hablar. Creo que es hora de que me dejes ver el de Isobel. —Si Giles esperaba encontrar oposición, quedó decepcionado.

—Ya pensaba que venías para eso. Sí, claro, te lo enseñaré —respondió Daniel, tranquilamente—. Está casi acabado. Podría hacer pequeños cambios si fuera necesario, pequeños detalles, pero he de decir que estoy muy satisfecho con él. —Bajó de la plataforma. No tenía ninguna intención de dejar que Giles creyera que estaba nervioso y se tomó su tiempo, recogiendo los pinceles y apartando a un lado unos botes de pintura. Cogió un caballete del fondo del escenario, lo montó, fue a buscar un lienzo de gran tamaño, todavía tapado, y lo colocó, con cuidado, en los soportes—. Bien —dijo, señalando a un punto en el suelo—, tienes que ponerte ahí. —Giles se situó en el lugar indicado, y Daniel apartó la tela que lo tapaba.

Se quedó quieto, con las manos en los bolsillos, contemplando el retrato de su esposa. Daniel lo observaba y vio cómo se le contraía un pequeño músculo en el extremo del ojo, aunque aparte de eso siguió completamente inmóvil.

En el retrato, Isobel aparecía sentada en la escalinata de Glendrochatt, con un codo apoyado en la rodilla y la barbilla descansando en la mano. Su mirada captaba directamente la del observador; no sonreía exactamente, pero parecía luminosa, casi a punto de echarse a reír. Era una mirada íntima, amorosa. Flapper estaba sentada un peldaño más abajo y era tan real que no hubiera sorprendido a nadie si, de repente, hubiera salido del cuadro de un salto, ladrando, para lanzarse en persecución de un conejo. Isobel llevaba una camisa de color azul vivo con el cuello abierto, vaqueros y un par de alpargatas negras. Junto a ella había un libro abierto y una taza medio llena de café. En el peldaño inferior, como si se le acabara de caer del bolsillo de los pantalones, había una moneda con una forma curiosa. La puerta principal, por encima de ella, estaba abierta, descubriendo parte del interior del vestíbulo, donde se veía un violín y algunas partituras encima de una butaca. El retrato era ovalado y en un círculo exterior, rodeando la figura principal, había cinco medallones. Cada uno mostraba una imagen diferente de Isobel, como si se la viera por una ventana: acurrucada, leyendo, en un sillón, riendo con los cabellos alborotados por el viento, dormida bajo un serbal junto al arroyo y cocinando, con un paño de cocina sujeto en el cinturón. En el medallón superior estaba de pie frente a la puerta del teatro, vestida con traje de noche, como si fuera a un baile de gala, con una banda de tela escocesa anudada en un hombro.

El cuadro era, sencillamente, sensacional.

—¿Y bien? —preguntó Daniel, al cabo de un rato… y en su voz había un punto de desafío.

Se produjo otro largo silencio, mientras Giles continuaba contemplando el retrato. Luego se volvió para mirar al hombre más joven.

—Te pedí que pintaras a mi esposa. No te pedí que me la robaras.

28

Giles y Daniel se encararon. Daniel estaba indignado por el comentario de Giles.

Pensó furioso que, en vista de la reciente infidelidad de Giles, tan negligente con algo tan envidiablemente precioso y, considerando lo dolida que estaba Isobel, él había sido mucho más que paciente. «De acuerdo —se dijo—, he besado a tu esposa una vez —algo que llevaba semanas deseando hacer— pero he sido muy escrupuloso y no la he presionado para ir más allá.» Lo que hacía que resultara más difícil de soportar era saber que, si lo hubiera intentado, seguramente habría tenido éxito. Había notado la reacción de Isobel. Estaba desgarrado entre dos emociones en conflicto y no veía manera de conciliarlas: el anhelo de ver a Isobel feliz de nuevo y el deseo de tenerla para él.

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