Pero al apresurarme, le oí llamarme.
—¡Señor! —gritó—. Yo sé quién es usted.
Esta declaración sólo avivó mi ira, porque ¿qué podía yo, el hijo de una de las familias judías más importantes de Londres —y éste era un título que yo no solía repetir—, tener que ver con un mendigo como él? Cerré los puños y me encaré con él.
—Yo le conozco —me dijo de nuevo, señalándome—. Usted…
Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar las palabras.
—Usted, esto, ¿sí? —convirtió sus manos en puños y las levantó hasta la nariz antes de fingir unos golpes rápidos—. Usted el gran hombre, el León de Judea, ¿sí?
Dio unos pasos al frente y asintió con vigor, la barba balanceándose hacia delante y hacia atrás como un péndulo enloquecido y peludo. Lanzó una risita ladrada, como si su ignorancia de la lengua inglesa de pronto le pareciese divertida. Después, poniéndose una mano sobre el corazón, alargó la mano hacia su bandeja de cachivaches y me ofreció una cosa.
—Por favor —me dijo—. De mí.
Sujetaba un reloj de arena en la mano huesuda, y comprendí que, mientras que yo le veía como lo que odiaba acerca de mí mismo, él me veía a mí como algo de lo que enorgullecerse. Es una cosa terrible llegar a darse cuenta de algo que le vuelve a uno tan humilde, porque en un instante un hombre se ve ridículo e intolerante y débil. Así que acepté el reloj de arena y tiré un chelín en la bandeja, yéndome a toda prisa al hacerlo. Sabía que un chelín era una enorme cantidad de dinero para el tudesco, pero me persiguió, con la moneda en la mano.
—No, no, no —repetía incesantemente—. Usted toma de mí. Por favor.
Me volví para mirarle. Vi que tenía una mano apretada contra el pecho de nuevo, y con la otra me ofrecía la moneda.
—Por favor —dijo otra vez.
Tomé la moneda de su mano y luego la dejé caer en la bandeja. Antes de que pudiese reaccionar me llevé la mano al corazón.
—Por favor.
Intercambiamos breves movimientos de cabeza, expresando una comunión que yo no comprendía del todo, y luego me fui a buen paso en dirección a King Street.
Caminaba deprisa, esperando despejar el encuentro con el pedigüeño de mi mente, y cuando vislumbré la casa de mi tío casi estaba corriendo. El criado Isaac abrió la puerta sólo después de que llamase varias veces, y entonces aún intentó bloquearme el acceso, maniobrando para tapar el vano de la puerta con su frágil cuerpo.
—El señor Lienzo no está —dijo bruscamente—. Está en el almacén. Puede verlo allí.
Sus palabras eran muy rápidas, sonaba quizás un poco asustado.
—¿Hay algún problema, Isaac?
Intentó cerrar la puerta, pero empujé.
—¿Está la señora Miriam en casa?
El rostro de Isaac cambió por completo al oírme mencionar su nombre, y me sentí impulsado a abrirme paso hasta el vestíbulo, desde donde pude oír voces, como si estuviesen gritando. Una de ellas era claramente la de Miriam.
—¿Qué está pasando ahí?
—La señora Miriam está teniendo una discusión —me dijo, como si me estuviese ofreciendo precisamente la información necesaria para disipar mi confusión.
—¿Con quién? —pregunté. Pero en ese momento se abrió la puerta de la sala y de ella salió Noah Sarmento, con una mueca en el rostro más antipática aún que de costumbre. Se detuvo un instante, visiblemente conmocionado por vernos a los dos tan cerca de su pelea.
—¿Qué quiere, Weaver? —me preguntó, como si acabase de entrar sin avisar en su propia casa.
—Aquí es donde vive mi familia —le dije con un tono que admito que era belicoso.
—Y por una suficiente cantidad de plata a usted ahora le importa su familia —me espetó.
Agarró su sombrero de las manos de Isaac, que lo había sacado sin que me diera cuenta, y salió por la puerta ya abierta. Isaac la cerró al salir Miriam de la sala. Abrió la boca para decirle algo a Isaac, pero se detuvo al verme.
Imagino que mi presencia allí debió de parecerle irónica, porque sonrió levemente.
—Buenas tardes, primo —me dijo—. ¿Le apetece una taza de té?
Le dije que me gustaría mucho, y nos retiramos a la sala, donde esperamos a que la doncella nos trajese el servicio del té.
Miriam estaba acalorada aún por su discusión con Sarmento, y su piel aceitunada estaba ruborosa y le brillaban los ojos como si fuesen esmeraldas. Aquel día vestía un tono particularmente atractivo de azul real, que me pareció debía de ser uno de sus colores favoritos.
Estaba azorada, eso podía verlo claramente, pero se esforzaba mucho en disimular su estado con sonrisas y galanterías. Después de unos momentos de preguntarme por el tiempo y cómo me había entretenido desde la última vez que nos habíamos visto, sacó un abanico chino bellísimo y se puso a abanicarse con cierta violencia.
—Bueno —suspiré.
Por lo menos, pensaba, las dificultades con Sarmento hacían que el asunto del dinero que le había prestado pareciese menos importante. Había pensado en entretenerla con charla insustancial durante un rato, pero pronto decidí que no iba a llegar a ninguna parte con una mujer como Miriam si fingía una frivolidad que yo sin duda no poseía.
—¿Está el señor Sarmento creándole problemas que yo pueda ayudarle a solucionar?
Dejó a un lado el abanico.
—Sí —dijo Miriam—. Me gustaría que le diese usted una buena paliza.
—¿Se refiere usted a una partida de naipes? ¿Al billar quizá?
Por la expresión de su cara podíamos haber estado hablando de ópera.
—Preferiría que fuera con los puños.
—Creo que el señor Sarmento se defendería bien en una batalla —dije despreocupadamente.
—No contra usted, evidentemente.
Me puse algo rígido ante esto. Miriam estaba tonteando conmigo, de manera bastante obvia. Se había percatado de que la encontraba atractiva, y pensé que sería sabio por mi parte mantener la cabeza fría. No podía permitirme olvidar que acababa de mantener una discusión que a su criado le había resultado imposible ocultarme. Fuera lo que fuera para esta familia, aún no era de fiar.
—No —dije, mirando alrededor del cuarto—. Contra mí no. Y contra usted, Miriam, también le ha ido bastante mal. Parece que le ha echado usted del ring.
—Y espero que sea de forma permanente —dijo con acidez.
La doncella llegó empujando un carrito con el té, y Miriam la despidió con un gesto de la mano. Para entonces había decidido hablarle a Miriam con franqueza, porque no tenía nada que perder.
—¿Va usted a contarme su pelea con el señor Sarmento? —le pregunté mientras me servía el té.
Sonrió.
—Entre ingleses, se considera descortés ser tan atrevido.
—He vivido entre ellos, pero no observo todas sus costumbres.
—Ya lo veo —me dijo, pasándome la bebida.
No me había dado tiempo a pedirle a Miriam que no me echase azúcar, de modo que acepté la mezcla endulzada.
—El señor Sarmento ha venido a pedirme permiso para pedirle mi mano al señor Lienzo —continuó—. Ha sido extraordinariamente incómodo, se lo aseguro, y no estoy acostumbrada a que se me trate con tanto atrevimiento. El señor Sarmento, al igual que usted, haría bien en aprender las costumbres inglesas.
—¿Qué ha pasado? —mantuve la voz queda, informal, desinteresada.
—El señor Sarmento me ha dicho que había decidido hablar con el señor Lienzo y que deseaba informarme de antemano. Le he dicho que no tenía conocimiento de ningún asunto que pudiera tener con el señor Lienzo. Me ha acusado de ser formal en exceso, y me ha dicho que yo sabía perfectamente de qué asunto se trataba. Viendo que el calor de mis palabras resultaba inaceptable, he rectificado diciendo que no sabía de ningún asunto que pudiera afectarme a mí. Se ha enfadado bastante y me ha dicho que era necio por mi parte no querer casarme con él. Hemos intercambiado algunas palabras más sobre el mismo tema, palabras dichas en voz un poco alta, me parece. Luego se ha marchado, como ha podido usted ver.
—Sin duda mi tío no excusará su comportamiento. ¿Se lo contará usted?
Guardó silencio un momento.
—No creo. Sarmento tiene un futuro muy prometedor en el mundo del comercio, sabe usted, y mi suegro le tiene mucho aprecio. Creo que mis sentimientos hacia él han quedado perfectamente claros, y mientras no siga molestándome, no encuentro razón para andarme con chiquillerías.
—Es usted quizá más generosa de lo que es recomendable, pero admiro su espíritu —le dije. Sorbí mi té dulzón y deseé que fuera algo más fuerte—. ¿Se fía usted del señor Sarmento? Lo que quiero decir es que él trabaja para mi tío, pero parece que tiene sus propios negocios en la Bolsa.
Puso su taza de té sobre la mesa y me miró fijamente.
—¿Qué sabe usted de sus negocios?
Su cara estaba ahora rígida e inanimada.
—He estado pasando bastante tiempo en la calle de la Bolsa, y le he visto allí, haciendo negocios de los que no sé nada.
Miriam sonrió de un modo inquietante.
—Su tío le paga un sueldo al señor Sarmento, pero no es su dueño. No es raro que un hombre en la posición del señor Sarmento conduzca sus propios negocios, si tiene la oportunidad.
—¿Por qué quería Isaac evitar que escuchase la discusión? —pregunté. Creo que había estado pensando en esto, y no había tenido intención de decirlo.
Si la pregunta sorprendió a Miriam, la respondió con compostura.
—Isaac es un buen criado. No quiere que los asuntos de la familia se hagan públicos. Una discusión en una habitación privada entre dos personas solteras puede ser interpretada de muchas maneras, especialmente por lenguas maliciosas.
—Muy cierto —admití con cierto embarazo, un poco dolido por la forma en que Miriam excluía a su disoluto primo de los asuntos familiares.
Ella no dijo nada y yo me revolví incómodo por el silencio. Me parece que Miriam se complacía en torturarme, y me sonrió dulcemente durante algunos minutos antes de hablar.
—¿Ha venido usted a hacer una visita social, o tiene usted asuntos que tratar con el señor Lienzo?
Por razones que no sabría explicar, esta pregunta me relajó. Me arrellané más cómodamente en la silla.
—Un poco de ambas cosas, me parece.
—Espero que más lo primero que lo segundo —me dijo sonriendo—. Y si ha venido usted a ser sociable, entonces a lo mejor le apetece salir conmigo de paseo —sugirió—. Tengo ganas de examinar algunos artículos en el mercado, y agradecería la compañía.
Apenas podía rechazar la oferta, así que determiné silenciosamente posponer mi visita a la Casa de los Mares del Sur para la mañana siguiente. Miriam desapareció para acicalarse, y después de un cuarto de hora aproximadamente regresó con una lentitud inesperada, como si fuera una niña a la que requerían para imponerle un castigo. Traía un sobre en la mano.
—Hay un asunto del que debemos hablar, señor Weaver. No sé cómo explicar la generosidad que me mostró al enviarme una cantidad tan enorme, y no deseo insultarle, pero a la luz de la nota que acompañaba el préstamo, creo que ha debido de haber algún pequeño error. Su carta daba a entender que yo le había pedido algo a usted. No sé cómo cometió este error. Aunque admito que no estoy sobrada de dinero, me temo que no puedo aceptar un regalo que claramente no es para mí.
Me entregó el sobre, y me lo metí distraídamente en el bolsillo.
—¿Quiere usted decir que no me envió ninguna nota pidiéndome esta cantidad? —pregunté incrédulo.
—Me temo que no sé de qué me habla —bajó la mirada para ocultar el rubor que se extendía por su rostro y su cuello—. Yo no envié ninguna nota.
Llevaba demasiado tiempo entre ladrones y criminales como para no saber cuándo alguien inexperto en el arte intentaba ineptamente decir una mentira. Miriam ahora tenía razones para no desear aceptar el dinero que yo le enviaba, y no quise insistir, o preguntar por qué, o actuar como si no la creyese.
—Siento muchísimo haberle causado un apuro semejante. Me temo que algún bromista ha querido jugarnos una mala pasada. No volveremos a hablar del tema.
Miriam me sonrió con gratitud y me dijo que deseaba visitar el mercado de Petticoat Lane, pero para cuando llegamos era tarde, y la mayoría de los productos perecederos de mejor calidad se habían vendido ya. Por lo tanto, el mercado ya no estaba en el apogeo de su actividad, aunque estaba lejos de estar vacío. Alrededor de nosotros una concurrencia afanosa, compuesta fundamentalmente por mujeres judías, paseaba de puesto en puesto, examinando los artículos. Alrededor de nosotros los vendedores nos gritaban en español, en portugués, en inglés e incluso en la lengua de los tudescos, una curiosa mezcla de hebreo y alemán.
Me estaba empezando a dar cuenta de que Miriam tenía la virtud de la decisión, y lograba ordenar el caos del mercado. Se tomaba su tiempo, caminando despacio de un vendedor a otro, examinando este trozo de lino o aquél de seda. Muchos de los comerciantes —la mayoría de mediana edad que se sentían seducidos por la belleza de Miriam— la llamaban al pasar. Ella inclinaba la cabeza ante cada uno de ellos, pero se detenía sólo cuando deseaba examinar algún artículo.
—El señor Lienzo prefiere que cuando haga alguna compra, la haga aquí siempre que pueda —me explicó—. Le gusta que el dinero permanezca entre nuestra propia gente.
—Es un hombre de mucha conciencia.
Al principio no dijo nada, pero había en su mirada una luz traviesa.
—De demasiada conciencia, creo yo a veces. Ciertamente es posible ser demasiado escrupuloso en la atención que uno presta a su comunidad, ¿no está usted de acuerdo? Si hemos de ser aceptados en Inglaterra, habremos de aprender a comportarnos como ingleses.
—Nunca seremos aceptados aquí —le dije con una convicción que me sorprendió a mí mismo.
No creía tener sentimientos encendidos acerca de esa cuestión, pero cuando ella me preguntó, comprobé que brotaban libremente de mi boca las siguientes palabras: «Éste no es nuestro país. Nunca seremos ingleses y nuestros hijos nunca serán ingleses. Si nos convertimos a la Iglesia anglicana, entonces nuestros descendientes serán conocidos como los judíos que se convirtieron. Somos lo que somos».
Miriam soltó una risita, como si yo hubiera dicho algo ingenioso.
—Para ser un apóstata, se preocupa usted mucho de estos asuntos, primo.
—Quizá la apostasía no sea más que una oportunidad de plantearse lo que de otro modo es imposible ver —dije, encogiéndome de hombros.