Una conspiración de papel (33 page)

Read Una conspiración de papel Online

Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
8.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí. A Bloathwait le llevó algunos años recuperar sus pérdidas, pero al fin las recuperó, y se enriqueció más que nunca. Pero nunca olvidó a tu padre. Le dio por aparecer en el Jonathan's y ponerse a mirarle fijamente de manera agresiva, por enviarle notas crípticas y vagamente amenazadoras. Preguntaba por Samuel, le daba recuerdos para él a distantes conocidos para que tu padre pensase que Bloathwait siempre le estaba observando. Y más tarde, después de gastar tanto tiempo y energía en seguir a tu padre a todas partes, ocurrió algo bastante inesperado. El propio Bloathwait se convirtió en una especie de corredor de bolsa. Había aprendido bastante después de pasar tanto tiempo en la calle de la Bolsa. Empezó a comprar y vender, a tener éxito, y ahora es uno de los directores del Banco de Inglaterra. Estoy seguro de que más que nadie desea olvidarse del problema con tu padre, porque sólo le hizo dar la impresión de ser necio y débil.

No estaba seguro de creerme aquello. De hecho, estaba seguro de que no me lo creía. El odio no muere tan fácilmente, especialmente un odio que había consumido tanto a Bloathwait.

La mirada de mi tío se perdía por la habitación; no quería seguir hablando de este asunto.

—Quédate con el panfleto —me dijo, alargándomelo—. Deberías leer las palabras de tu padre.

Asentí.

—Me pregunto si no deberíamos considerar publicarlo.

—Nadie sabe que tenemos este panfleto. Mantenerlo en secreto podría protegernos.

Yo estaba de acuerdo, pero pensé que podíamos ocuparnos del asunto de todas formas. Le pregunté con quién había publicado mi padre en el pasado, y mi tío me dio el nombre de Nahum Bryce de Moor Lane, cuyo sello editorial, recordé, ya había visto en el panfleto que había leído en el café.

—Debo irme —dijo mi tío. Se levantó despacio y echó una mirada al panfleto de mi padre, como temeroso de dejarlo en mis manos.

Yo me incorporé también.

—Lo cuidaré bien.

—Estas son las palabras de tu padre desde la tumba, y creo que nos dirán, aunque sea de manera críptica, quién hizo esto.

Y entonces, para mi sorpresa, mi tío me abrazó. Me envolvió en sus brazos y me estrechó contra su pecho, y sentí la humedad sorprendente de sus lágrimas sobre mi mejilla. Rompió el abrazo justo cuando yo empezaba a devolvérselo.

—Eres un buen hombre, Benjamin. Me alegro de que hayas regresado —y con eso, abrió la puerta y se fue apresuradamente, bajando las empinadas escaleras con sorprendente agilidad.

Cerré la puerta y me serví otro vaso de clarete. Con la sensación de que tenía todavía mucho trabajo que hacer, encendí un quinqué sobre mi mesa y me dispuse a examinar el panfleto de mi padre, pero no era capaz de quedarme con sus palabras. Y no podía dejar que la emoción de la despedida de mi tío eclipsara del todo la sensación de que no deseaba que yo hablase con Perceval Bloathwait, un hombre que se había convertido en el gran enemigo de mi padre. Quizá mi tío realmente creía que la enemistad entre estos hombres había sido ya olvidada, y quizá fueran sólo las proporciones míticas que los niños dan a los conflictos la razón que me hacía dudar de que semejante hostilidad pudiera disiparse jamás.

Sería agradable poder sentirnos reconfortados por las decisiones firmes que tomamos, pero no suele ser frecuente. No sabía con certeza cómo comportarme con este hombre. Había tenido relación con hombres tan poderosos como Bloathwait en el pasado, pero siempre habían sido ellos los que me habían visitado a mí. Nunca antes había tenido que llamar a la puerta de un caballero exigiendo respuestas. Mis investigaciones siempre se movían hacia abajo en la escala social. Ahora me encontraba mirando desde abajo hacia arriba, preguntándome qué medios tenía a mi disposición para obtener la información que precisaba. Quizá un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra encontrara mi visita presuntuosa. Pero si el rango social, como decía Elias, era otro valor destruido por el nuevo mundo financiero, entonces mi presunción se convertía en una bonita ironía.

Dieciséis

Pasé la noche visitando unas cuantas tabernas y posadas, con la esperanza de aprender algo más acerca de Bertie Fenn, el conductor que había arrollado a mi padre. Nadie que yo conociese pudo decirme lo que necesitaba saber. La mayoría no había oído hablar de él, pero unos pocos sí tenían noticia de su asociación con un oscuro personaje llamado Rochester. No pude encontrar a nadie que supiera dónde estaba, pero hice saber que recompensaría generosamente cualquier información con una bonita cantidad. Sabía que siendo tan franco se multiplicaban las posibilidades de que el hombre al que perseguía se enterase de mi búsqueda. Este conocimiento, o bien le llevaría a esconderse más aún, o bien le haría venir a mi encuentro.

Abandonada la esperanza de enterarme de nada más aquella noche, me aposenté con una reconfortante cerveza en la taberna de Bedford Arms, en la Little Plaza de Covent Garden. Este antro diminuto y húmedo atraía a los rufianes y sinvergüenzas habituales del vecindario, la mayoría de los cuales se ganaba la vida robando, conque mantuve un ojo alerta mientras me bebía la jarra sentado en silencio en una esquina. A veces, en lugares como aquél, me encontraba con un conocido o dos, y la mayoría de las veces agradecía la compañía, pero no tenía ninguna gana de beber con amigos aquella noche. Tenía demasiados enigmas que resolver.

El principal de ellos era el panfleto de mi padre y sus implicaciones. ¿Podían resultar ciertas las elucubraciones filosóficas de Elias? ¿Podía una compañía registrada como la Mares del Sur verdaderamente recurrir al asesinato para mejorar su rendimiento? Seguía encontrando la idea fantasiosa, pero no podía deshacerme de la convicción de Elias a la luz de lo declarado en Una conspiración de papel. Este panfleto, sin embargo, explicaba poco en el fondo y daba pie a muchos interrogantes. Incluso si mi padre había contraído una enemistad mortal con alguien de la Compañía de los Mares del Sur, aún me quedaba por saber de qué modo había resultado implicado Balfour. Y, puestos a averiguar, también necesitaba entender la naturaleza del vínculo con Bertie Fenn, que había arrollado a mi padre, y el nuevo jefe de Fenn, Martin Rochester.

La otra preocupación importante que me ocupaba el pensamiento era la belleza de ojos oscuros que acababa de entrar en la taberna, con el claro objetivo de que alguien la invitase a una jarra de vino. No deseo que mis lectores crean que al fijarme en esta chica había perdido todo aprecio por Miriam; nada sería más falso. De hecho, me interesaba por los placeres de esta accesible criatura precisamente porque creía que los encantos de Miriam me estaban prohibidos. Las veinticinco libras que le había enviado a mi prima política podían procurarme una cierta gratitud, pero por unos pocos chelines, aquí podía procurarme una gratitud mucho más íntima de forma mucho más inmediata.

Cuando me disponía a levantar mi jarra a la salud de aquella seductora, la puerta de la taberna se abrió de golpe y media docena de hombres, la mayoría empuñando pistolas, irrumpieron en la sala. Instintivamente me llevé la mano a la espada, pero enseguida me di cuenta de que su negocio no iba conmigo, ya que a la cabeza del grupo estaba el mismísimo Jonathan Wild. Su lugarteniente, Abraham Mendes, echó una ojeada alrededor del local y luego señaló a un sujeto de aspecto canallesco que estaba sentado con un par de rameras al fondo de la taberna. Si Mendes me había visto, no dio muestras de ello. Echó a un lado unas cuantas sillas y se abrió paso hacia su presa.

El viejo, una masa flaca de piel picada de viruela y mechones ralos y canosos, no podía hacer más que terminarse la cerveza y esperar la llegada de Mendes y de los demás. Quizá se había guardado para sí parte del botín de Wild, como había hecho Kate Cole, o quizá simplemente era tan viejo que ya no era un ladrón lo suficientemente eficaz como para que Wild lo mantuviese. Daba lo mismo: Wild ahora lo enviaría a que lo juzgasen e, inevitablemente, a que lo condenasen. El gran apresador de ladrones se embolsaría su recompensa, y estos apresamientos públicos no harían sino incrementar su reputación como heroico enemigo del crimen.

Dos de los hombres, bajo la supervisión de Mendes, agarraron al resignado sacrificio humano por los sobacos y lo pusieron en pie. Wild se mantuvo alejado y miraba en torno a la taberna, quizá con la esperanza de discernir el estado de humor del local, y al pasear la mirada sus ojos se encontraron con los míos. Esperaba que apartase la vista, pero lo que hizo fue avanzar cojeando para hablar conmigo.

—Buenas noches tenga usted, señor Weaver —me hizo una reverencia profunda. Su mueca daba la impresión de que sabía algo gracioso, casi como si compartiésemos un chiste.

Levanté la jarra en señal de saludo, pero la expresión de mi cara dejaba claro que no tenía intención de honrarle.

—Confío en que su investigación actual siga progresando —me dijo con simpatía picarona.

No pude menos de colegir que se refería al caso de Sir Owen, ya que él mismo se había involucrado, aunque fuera indirectamente, al delatar a la pobre Kate. ¿Eso era lo que le hacía tanta gracia? ¿El haber mandado a una mujer a una horca casi segura para que la castigasen por algo que había hecho yo?

—Un negocio complicado, el asesinato —continuó.

—El que usted haya delatado a Kate lo convierte en el asunto más complicado del mundo —repliqué.

Se rió suavemente.

—Usted no me está entendiendo. No me importa nada el asunto de Kate Cole. Me refiero a su investigación actual. Como le digo, un asunto muy complicado. Los hay que creen que si no encuentran al canalla inmediatamente, nunca lo encontrarán, pero usted merece toda mi confianza.

Abrí la boca para responder, pero no salió ni una palabra.

No importaba que yo me hubiese quedado sin habla. Viendo que sus hombres le esperaban, Wild se inclinó de nuevo y se fue de la taberna con ellos tras de sí.

El lugar irrumpió en cuchicheos al momento de salir el apresador de ladrones; para la mayoría de los parroquianos, este arresto era más que un chisme, era un asunto de negocios. Les oía especular acerca de las razones que habían llevado a Wild a elegir a este hombre, porque el viejo tonto se lo había buscado, y porque, al fin y a la postre, cada uno de los hombres que quedaban confiaban en no ser jamás presa del mismo destino.

Levanté la vista de la bebida y vi a la chica morena y bonita sentada a unas pocas mesas de donde me encontraba yo, y me lanzó una mirada, con la esperanza de llamarme la atención. Me di media vuelta, porque mis inclinaciones románticas se habían esfumado junto con Wild. No era la tiranía con la que Wild gobernaba a sus soldados lo que había agriado mi humor, porque lo cierto era que ya estaba acostumbrado a escenas así. Lo que ocurría era que no podía dejar de darle vueltas a las palabras que Wild me había dicho. ¿Cómo se había enterado él de que yo estaba investigando la muerte de mi padre? Y, lo más importante quizá, ¿por qué sentía la necesidad de hacerme saber que se había enterado? Intenté convencerme de que su única preocupación se basaba en la rivalidad laboral, pero había demasiada malicia en la expresión de Wild como para poder aceptar esa explicación. Ni me atrevía a adivinar por qué, pero mi investigación sin duda significaba algo para él. De tener razón, de poder confiar en mi instinto, entonces, antes de descubrir quién había matado a mi padre, tendría que vérmelas con el hombre más peligroso de Londres.

No perdí más tiempo antes de visitar a Perceval Bloathwait en su casa adosada en Cavendish Square. En lugar de escribirle una carta servil rogándole que me recibiera, adopté un método más directo: uno que funcionó con más eficacia de lo que me había atrevido a esperar. Simplemente me presenté allí después de mediodía y le entregué mi tarjeta a un lacayo descuidadamente vestido, que me invitó a esperar en un estrecho recibidor. La habitación se resentía por la ausencia de ventanas, y la poca luz que recibía llegaba comida por los muebles, en marrones y rojos apagados, y por los sombríos retratos de puritanos, sin duda los antepasados de Bloathwait, que colgaban torcidos de las paredes. No pude encontrar ningún libro con el que pasar el rato, de modo que, a falta de otra ocupación, me puse a pasear por la habitación con lenta intensidad. Pensé que mis pisadas levantarían una nube de polvo de la vieja moqueta, pero los muebles de Bloathwait sólo estaban viejos, no sucios.

La modestia de la casa me sorprendió, porque, como miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, Bloathwait tenía que poseer una inmensa fortuna. Aunque tampoco es que viviera en la pobreza, yo me había imaginado algo más cercano al esplendor: habitaciones grandes, abiertas y soleadas, columnas clásicas, muebles espléndidos, y criados elegantemente uniformados. Quizá, pensé, un hombre mayor, soltero, que se dedica a sus negocios no tiene ni la oportunidad ni la inclinación hacia el placer.

Reconsideré este juicio, sin embargo, cuando, después de unos tres cuartos de hora, la entrada de una bonita criada interrumpió mis paseos. La chica estaba un poco entrada en carnes, pero resultaba agradable, con un vestido cuyo escote era tan bajo que deleitaría, supuse, las lascivas miradas de su amo. Su pelo era rubio claro, sus ojos de un delicioso color avellana, y tenía la piel lechosa y cubierta de pecas. Sin darse cuenta al principio de mi presencia, se detuvo en mitad del cuarto y dio un chillido al verme de repente.

—Dios me bendiga —dijo llevándose la mano al pecho—. Le ruego me disculpe, señor. No le vi, ni sabía que estuviera usted, o no hubiera pasado por aquí, teniendo visita. Pero es que hay que dar mucha vuelta, y cuando no hay nadie, no veo que haya nada malo en pasar por aquí, aunque si el señor Bloathwait lo llega a saber me arranca el pellejo.

Le sonreí y le hice una reverencia.

—Benjamin Weaver, a su servicio.

—Oh —suspiró, como si un hombre con una chaqueta elegante nunca le hubiese dicho una galantería. Se me quedó mirando y luego, recordando quizá cuál era su sitio, bajó la mirada—. Yo soy Bessie —hizo una reverencia, y yo disfruté del rubor de su piel pálida y pecosa—. La moza de la colada.

Yo sabía que no era común que un solterón como Bloathwait mantuviese servicio femenino a no ser que lo requiriese para algo más que para fregar y lavar. Si tal era el caso con Bessie, pensé, entonces pudiera ser que su presencia aquí significase que era justamente el tipo de chica complaciente que podía resultarme útil.

Other books

The Captive Bride by Gilbert Morris
Breath of Angel by Karyn Henley
Steal Across the Sky by Nancy Kress
Desert Fire by David Hagberg
Tell Me Your Dreams by Sidney Sheldon
Peeps by Scott Westerfeld
Butterfly by Sylvester Stephens
Conquest by Stewart Binns