Hice una reverencia.
—Eso fue hace varios años, pero sí es cierto que fui púgil durante un tiempo.
—Y ahora está limpio, ¿no? Se ha convertido en un caballero, como veo. Ahora bien, podría hacerme un favor y someter a este sujeto con una buena paliza.
Deloney hizo un gesto señalando a un hombre diminuto y ceniciento de avanzada edad que estaba de pie con una baraja en la mano. Estaban jugando a un juego que yo no conocía; parecía que Deloney tenía que adivinar el valor numérico de una determinada cantidad de cartas. Y adivinaba bastante mal, si había de guiarme por su comentario.
—Dígame, Gordon —se dirigía a Elias; pero Elias ya se había ido a una mesa de backgammon, donde se congraciaba con una pandilla de petimetres.
—Bueno. —Deloney me hablaba a mí ahora—, ¿no le sobrará una guinea?
—¿Su suerte está a punto de cambiar, entonces?
—Pues sí. Consideraría un préstamo de una guinea entre caballeros como un gran favor, y estaré encantado de devolvérsela en cualquier momento después de esta noche.
Hice sólo una breve mueca ante su repentina decisión de considerarme un caballero como él, pero no le dejé entrever mis sentimientos, y con fingido buen humor le di la guinea. La cara de Deloney le traicionó, dando muestras de sorpresa e incluso de suspicacia ante la facilidad con la que le entregué la moneda, pero la tomó de todas formas y la puso sobre la mesa.
El barajador empezó a repartir las cartas, y Deloney le iba dando órdenes indicándole que quería otra o que quería que volviera a barajar. No puedo decir que comprendiese el juego, pero comprendí la expresión de su rostro cuando el hombre sacó un rey que puso sobre el montón de cartas y recogió la guinea.
Deloney se encogió de hombros y comenzó a alejarse de la mesa, pero me habló mientras lo hacía, sugiriendo así que deseaba que le siguiera.
—Ésta es la dificultad que tienen estos juegos de grandes apuestas, que uno casi nunca lo planea, sabe, y no suele traer consigo liquidez suficiente para cubrir los gastos. Creo que estará usted de acuerdo, señor Weaver, en que un préstamo de dos guineas es una imposición muy poco mayor que el préstamo de una, y si se encuentra usted de amable disposición podría usted avanzarme esa suma, y para mí sería un placer invitarle a un vaso de ponche.
Estaba claro que no habría forma de hablar con este sujeto sin rendir otra moneda. Le entregué mi última guinea, temiendo contar lo poco que me quedaba. Sonrió, la sujetó en la mano como para comprobar su peso, y luego llamó a una moza que pasaba y le pidió dos vasos de ponche.
—Me gusta pensar que soy buen fisonomista —me dijo— y puedo ver que es usted un hombre de honor. Deme la mano, señor. Me alegro de haberle conocido.
Estreché su mano.
—Lo mismo digo. Porque como ha notado usted mismo, soy bastante novato en el mundo elegante, y me vendría bien la experiencia de un hombre como usted, quien, a juzgar sólo por su aspecto, está muy bien informado de estas cosas.
—Me halaga usted en exceso. Pero sí es cierto que disfruto pasando el rato en lugares como White's. Es un entretenimiento maravilloso, incluso cuando se pierde.
—Si se me permite la falta de delicadeza, debe de tener usted a su disposición una cantidad inmensa para perder en un sitio como éste.
Hizo otra reverencia.
—Me alegra decir que me mantengo bien.
—Supongo que yo también me mantengo bien —aventuré—, pero un hombre siempre ha de luchar por prosperar. Sin embargo, yo ya no quiero trabajar para ganarme la vida. Sabe usted, señor Deloney, lo que más me gustaría del mundo sería encontrar a una joven bonita que viniese con una fortuna igualmente bonita.
Deloney sonrió.
—Es usted bastante apuesto. No veo razón para que no encuentre una joven así.
—Ya, sí, pero hay padres y demás. Siempre quieren que sus hijas se casen bien. Y, aunque estoy acomodado, se lo aseguro, no estoy en absoluto en una situación opulenta.
—Viudas —anunció Deloney—. Las viudas son lo que usted necesita. Tienen control sobre su propia fortuna, ¿sabe? Y no están atadas por las normas más estrictas de la virtud como las jóvenes con padres. Aunque yo he roto alguno de esos grilletes, se lo aseguro.
Se rió a mandíbula batiente, mostrándome una boca llena de dientes que deseé ver esparcidos por el piso. ¿Era para este sinvergüenza para quien Miriam me había pedido dinero, para alimentar su afición al juego? La idea era demasiado humillante como para producir nada más que ira, pero seguía queriendo saber algo más sobre Deloney, así que me reí con el hombre a quien sólo deseaba abofetear.
En ese momento regresó nuestra moza con los vasos de ponche. Nos hizo una profunda reverencia, para que pudiésemos disfrutar mejor de la visión de sus pechos, que se le salían del corpiño. Deloney se quedó tan absorto en ellos que ni se inmutó cuando nos dijo que cada vaso de ponche costaba un chelín. Le entregó la guinea, que ella agarró con largos y bonitos dedos.
—Si deja que me quede con esta moneda —dijo seductoramente—, haré que le merezca la pena.
Deloney alargó la mano y le acarició la barbilla con los nudillos.
—Me guardo el cambio, preciosa, pero te buscaré antes de irme, y puede que lleguemos a un acuerdo.
Ella soltó una risita, como si Deloney hubiese demostrado incomparable ingenio, y luego le devolvió reticentemente los diecinueve chelines.
Tomé un sorbo y la vi desaparecer entre la gente. El ponche podía ser caro, pero habían sido generosos con el ron, y resultaba caliente y reconfortante al pasar por la garganta. Unos cuantos vasos de aquel mejunje y cualquiera podía hipotecar su casa alegremente por jugar una mano más de whist.
Deloney dio un largo trago a su ponche y se sonrió ante algo que yo no podía adivinar.
—Viudas —le dije, con la esperanza de continuar con esta línea de interrogación—. ¿Tiene usted a su disposición una viuda de estas características? —mantuve la voz controlada y tranquila.
—Varias, se lo prometo. Varias. Acabo de venir de extraer fondos de una de ellas. Tan preciosa y tan crédula. Es una Jessica encantadora a quien he hecho creer que la liberaré de su Shylock —hizo una pausa—. Según recuerdo, usted es miembro de esa antigua raza de hebreos, ¿no es cierto? Espero que no se ofenda por la conquista de sus mujeres.
Logré forzar una risa bastante convincente.
—Siempre y cuando usted no se ofenda ante mi conquista de sus damas cristianas.
Él se unió a mi carcajada.
—Bueno, de ésas hay más que suficientes para todos.
Volvió a darle un trago a su ponche.
—He ingeniado el método más astuto del mundo de convencerla para que me entregue enormes cantidades de dinero.
No pude contener mi decepción cuando se detuvo.
—Tiene usted que contármelo —le dije.
—No puedo decirle el secreto a nadie. Pero usted ha confiado en mí. Quizá sea justo.
Elias entonces eligió el peor momento posible para interrumpirme, con el mismísimo Sir Owen Nettleton como acompañante.
—Mira esto, Weaver. He encontrado a un amigo común.
El barón palmeó a Elias en la espalda.
—Nunca le veo si no me está quitando sangre —me dijo Sir Owen, y luego, al darse la vuelta, vio a mi compañero—. Ah, señor Deloney.
Deloney sólo inclinó la cabeza, pero su rostro empalideció y su labio empezó a temblar.
—Sir Owen. Siempre es un placer verle, señor.
Se bebió el resto del ponche —medio vaso y suficiente, hubiera pensado yo, para tumbar a un hombre del doble de su tamaño— de un solo trago, y se dirigió a mí.
—¿Puedo saber dónde vive, señor, para poder presentarle mis respetos?
Le entregué mi tarjeta, y él hizo una reverencia y se marchó.
—No creo que sea cosa mía decirle con qué compañías alternar —dijo Sir Owen—, pero espero que no se fíe mucho de ese hombre.
—Acabo de conocerle hoy mismo. ¿Cómo es que le conoce usted, señor?
—Frecuenta White's y otras casas de juego que también he visitado alguna vez. Y todo el mundo le evita, porque le debe dinero a todos los caballeros de ciudad. Bien por sus funestos préstamos, aunque la misma palabra es un insulto refiriéndose a él, o por sus proyectos fraudulentos.
—¿Fraudulentos? —preguntó Elias—. ¿No son simplemente proyectos ineptos?
—Oh, yo creo que con Deloney no hay más que engaños; criar pollos a partir de vacas, o convertir el Támesis en un pastel de cerdo gigante. Deloney se los inventa, luego vende acciones por valor de diez o veinte libras y huye, dejando a sus víctimas con un bonito trozo de papel como recompensa.
—¡Hum!… Yo le he prestado dos guineas —dije humildemente.
Sir Owen se rió.
—A mí me debe diez veces más, razón por la cual se ha escurrido como un roedor. No volverá usted a ver ese dinero, se lo aseguro, pero confórmese con que le haya salido tan barato.
—¿Dónde reside? —pregunté.
Sir Owen volvió a reírse.
—No soy quién para saber dónde podría vivir semejante sujeto. De la más inmunda alcantarilla es de donde proviene, eso seguro. Si quiere usted darle una paliza hasta que le devuelva el dinero, le daré el diez por ciento del mío si es capaz de conseguirlo. Pero creo que pierde el tiempo. Ha perdido ese dinero para siempre.
Mi conversación con Sir Owen se prolongó un rato más, hasta que se disculpó para irse detrás de la misma moza que le había ofrecido sus servicios a Deloney. Elias me sugirió que le prestase más dinero para jugar, pero como no quería hacer más dispendios, le dije que los dos debíamos irnos a casa a dormir.
A una hora que aún era demasiado temprana para hacer visitas de cortesía y atender asuntos de sociedad, el centro financiero de Londres ya rebosaba actividad. El cielo por el momento estaba descubierto, y el día era luminoso, así que tuve que hacer visera con la mano al bajarme del carruaje. Me quedé un momento en mi posición elevada y me maravillé ante la calle, un mar de pelucas, con los hombres corriendo de una tienda a otra, de un café al siguiente, del Banco al vendedor callejero que pregonaba billetes de lotería con descuento.
La Casa de los Mares del Sur, en Threadneedle Street, cerca de Bishopsgate, era un edificio enorme que me pareció, con esos mármoles esculpidos y los retratos a tamaño real que decoraban las paredes, una institución firmemente arraigada en la tradición. Uno nunca sospecharía, al ver su fachada, que la Compañía tenía menos de diez años de antigüedad y que su objetivo —el comercio con la costa sudamericana— nunca había llegado a realizarse. Había algo en la manera que tenía allí la gente de caminar a toda prisa por el vestíbulo, ese apresuramiento lleno de ansiedad y de suspicacia, que hacía que la Casa de los Mares del Sur pareciera poco más que una sucursal del Jonathan's —es decir, una sucursal de la propia Bolsa—, y los hombres que hacían negocios allí no eran más que otra variedad de corredores. Si jugar a la bolsa no era sino villanía financiera, como habían defendido ya tantos, entonces este lugar era uno de los grandes criaderos de corrupción del Reino.
Sin duda parte del zumbido de colmena de la Casa de los Mares del Sur se generaba por la sensación de urgencia de la Compañía. Como me había contado el señor Adelman, ésta era una organización a punto de cerrar un trato con el ministerio que iba a hacer época: un trato que, ahora lo comprendía, supondría el intercambio de millones de libras. Millones de libras: ¿quién podía imaginar semejante suma? Sin duda quien se opondría a ese acuerdo sería el Banco de Inglaterra, cuyo edificio, aún más imponente, se encontraba a un paseo de menos de un cuarto de hora de allí. No sabía si iba a encontrar respuestas al misterio de la muerte de mi padre en la Casa de los Mares del Sur, pero me sentía envalentonado en cierta medida por el nombre que había sacado de la mesa del señor Bloathwait: Virgil Cowper. No tenía ni la más remota idea de quién podía ser Virgil Cowper ni cómo podría ayudarme, pero iba repitiendo su nombre una y otra vez en la mente, como si fuera una pequeña oración o un conjuro para espantar el mal.
Permanecí unos minutos pensando en cómo proseguir mientras los negocios de la Casa de los Mares del Sur fluían en torno a mí como un gran río de interés pecuniario. Por fin encontré a alguien que me diera indicaciones, pero en ese momento percibí a un sujeto de aspecto ruin que se abría paso a través de las puertas principales hacia el fondo del vestíbulo. No había ninguna razón especial para que este tipejo me llamara la atención, sólo que era grande y feo y que su ropa estaba lejos de ser de la mejor calidad. Por pura coincidencia, nuestros ojos se encontraron, y los dos nos miramos el uno al otro durante el más fugaz de los segundos; en ese instante supe que era el mismo hombre que me había atacado en Cecil Street cuando fui perseguido por el carruaje de alquiler.
Los dos nos quedamos quietos, él y yo, y nos miramos fijamente por encima de la marea de gente, sin que ninguno de los dos supiera qué iba a pasar después. No podía simplemente agarrarlo, estaba demasiado lejos, y supongo que él se estaría preguntando si podría escabullirse con éxito. Él no tenía nada que perder a ojos de la ley, porque, ¿qué podía hacer yo? Era imposible llevarle ante un juez, puesto que no tenía un segundo testigo para corroborar mi testimonio. Sí podía, sin embargo, golpearle sin piedad, y si él sabía quién era yo, sabía que no vacilaría en hacerlo. Pensé, sólo por un instante, ya que el tiempo corría muy lentamente mientras nos mirábamos, en el miedo que había sentido aquella noche cuando creí saber lo que había sentido mi padre en el instante anterior a que le pisotearan los cascos de los caballos, y deseé hacerle daño a ese canalla. Y así, con repentina decisión, hice mi movimiento, y, empujando descortésmente a los demás visitantes, me lancé hacia delante como un rayo.
Él estaba mucho más cerca de la puerta que yo, y también estaba preparado para echar a correr. El ladrón, acostumbrado indudablemente a esquivar a guardias y a vigilantes de patrulla, se movía con rapidez y con brío, sin chocar con la gente que nos rodeaba. Al gentío de la Casa de los Mares del Sur, que había venido a comprar y a vender, invertir e intercambiar, le importaba bien poco la presencia de dos hombres persiguiéndose como dos locos por el vestíbulo, y a mí me importaban bien poco ellos mientras mantenía el ojo puesto en mi presa como una bestia cazadora que fija la mirada en una de las criaturas del rebaño.