Una mala noche la tiene cualquiera (10 page)

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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Hace poquísimo se lo conté todo a La Plumona, que nos encontramos tomando una copa en Pricks —un bar nuevo que, como todo lo nuevo, tiene un ambiente muy gracioso, que ya veremos lo que le dura—, y ella me escuchó atentísima, sin decir nada, sin interrumpir, dejándome largar a gusto, que se lo expliqué todo como siete veces, porque a veces me cuesta un poquito expresarme, quiero decir con exactitud, y a mí me interesaba conocer su opinión, porque pamplinera y redicha lo será como ella sola, pero a mí siempre me ha parecido una mujerona inteligente y creo que es de necias negarlo —como hace La Begum, por puro despecho— y no apreciarlo en lo que vale. Así que con ella me vacié, teniendo que hacer unos esfuerzos espantosos para que no se me fuera el santo al cielo, por culpa de unos camarerazos completamente irresistibles que tienen allí, y La Plumona —a quien, por cierto, le va divinamente, y está ganando un dineral— sentenció: «Lo tuyo fue una catarsis». Yo casi me caigo muerta. Al principio me sonó a enfermedad de mis partes. Después le pregunté si eso no sería como la menopausia, pero en un plan de mucho loquerío. Se me puso un nudo tan gordísimo en la boca del estómago, que pensé que me daba una congestión. La Plumona, con lo bruja que es, se estuvo haciendo la interesante durante un rato, que yo sé que se divertía a mi costa, que se reía de la ignorancia de una, y no hacía más que repetir, con un aire y un tonillo medio siniestros: «Una catarsis. Una catarsis». Al cabo de un rato, cuando le dio la gana, me lo explicó por encima, y yo entendí que aquello era como un terremoto interior, un calambrazo que te pone todo lo tuyo, hasta lo más secreto, en carne viva y te coloca frente por frente y a pelo con lo que tú eres de verdad. Eso fue lo que yo entendí. Cuando La Plumona me lo explicó, me quedé dándole vueltas, ensimismada —enyomismada, como dice siempre La Begum—, impresionadísima por lo que a mí me había pasado casi sin yo saberlo. Estaba como grogui, con un flas total. Como si tuviera un pedal espantoso. De pronto, alguien me preguntó: «¿Tú no eres sanluqueña?». Me volví. Era un muchacho guapísimo, con el pelito corto. En seguida pensé: seguro que está en Madrid, sirviendo. Qué maravilla. No se me podía escapar. Y máxime, siendo paisano. De eso me conocía. Yo le dediqué inmediatamente una sonrisa radiante. Le sonaba mi cara. Me preguntó: «¿Cómo te llamas?». Y yo, aturdida entre unas cosas y otras, que ya no está una para soportar tantas impresiones juntas, le contesté: «La Catarsis». A él le hizo una gracia horrorosa, y a La Begum, cuando se lo conté —después de presentarle, una vez duchado, a Ramón, que así se llamaba el chico y era del Palmar, el barrio más barrio de mi pueblo—, aquello de La Catarsis le entusiasmó, porque, mira por dónde, es un apodo que hasta parece egipcio.

Cuando por la radio y por la televisión dijeron que iba a hablar el rey, yo, alteradísima, pegué un chillido caballé y llamé a La Begum —«¡Niña, el rey!»—, que aquello no podía perdérselo nadie, por Dios, y la verdad es que se vino corriendo a la salita, y eso que la criatura estaba todavía a medio desmontar, quiero decir que aún andaba liada con la cuarta capa de maquillaje —ella usa por lo menos siete, como las siete plagas del Antiguo Testamento, unas cosas de muchísimo destrozo—, y así parecía la pobre como desteñida, con un color la mar de apagadito, al estilo de una falla valenciana a medio decorar, o sea como la Juana Reina o la Marifé con rulos y en camiserito de percal. Era algo como para no creerlo. Ella siempre tan mirada, tan doña melindres, tan de no dejarse ver hasta que no le faltara ni medio detalle, sobre todo desde que entró de lleno en su papel de mujer de lujo, de señorona altiva y misteriosa —que un poco jaca lo ha sido siempre—, y de pronto, con todo aquel desborde del Tejero, cualquiera diría que ya no le preocupaba, que se lo montaba ahora de belleza natural, de guerrillera palestina, aunque de mucho postín, faltaría más —como aquella, tan mona, que se pasaba todo el tiempo secuestrando aviones y salió una cosa mala en los periódicos—, con esa cucharadita de desgarro que hace que cualquier trapajo y unos colgajitos de nada, con la carita lavada, queden la mar de graciosos. Para mí, como si no la conociera. Sobre todo, por aquel interés tan grandísimo que le había entrado de golpe por escuchar al rey, que se puso pegadita al televisor, y hasta me entró preocupación por si le fuera a dar un calambre, pero no le dije nada, que aquella ansiedad no se podía cortar, que era una cosa bonita verla así, hirviendo de angustia y de veneración.

Razón tenía. Razón tiene más que de sobra para desbaratarse de agradecimiento. Nunca podremos olvidar aquella noche, después de que el rey hiciera su juramento en aquella ceremonia tan emocionante, una ceremonia a lo mejor un poquito sosa, quiero decir en todo lo del boato, que hay que ver cómo somos los españoles cuando nos da por lo discreto; de los ingleses tendríamos que aprender un poquito, que hay que ver el verbenón tan exageradísimo que montan en cuanto cualquiera de la familia real que ellos tienen mueve una ceja, qué jolgorios, qué lujos, qué derroche, y eso que de gusto andan nada más que regular, pero ellos, los británicos, en eso de festejar a su reina y a su reina madre, y a la locona de la Margarita, y a la princesa Ana con sus caballos y su capitán —que está para comérselo vivo, el angelito, con ese uniforme que no debería quitárselo ni para ducharse—, y al de Gales, que es un poquito acaballado, como la familia entera, pero que tiene su aquél, y al Andrés, el guapo de la dinastía —por un hombre así me hacía yo luterana— y al otro, y a la de Kent y al sumsuncorda, cómo son las inglesas para jalearlos, para eso no se controlan lo que se dice nada. Lo de ellos es ya superstición. Y no digo yo que aquí tengamos que ser lo mismo, pero un poquito más vistoso sí que se lo podían hacer, que a veces a una hasta le da fatiga, los pobrecitos míos —y sobre todo ellas, la reina y las infantas— parece que van pidiendo disculpas por ir un poquito arregladas. En cambio, la de Inglaterra en cuanto tiene que dar dos pasos se echa encima todo el joyerío y las británicas encantadísimas, ni critican ni nada. Sólo hay que fijarse en la que armaron para la boda de la leidi Di. Un delirio. Menos mal que las de la tele tuvieron un detalle y nos dieron el jubileo integral, sólo les faltó darnos cómo meaba la muchachita al levantarse. Ella es mona, un poco bobita sí que parece, y una pinta tiene como de polvorón, pero debe de ser agradable, y además tiene un pelo ideal y unos ojos preciosos, y se le pone cara de colegiala zalamerona cuando mira así, de refilón, pero lo que no se le puede perdonar es aquella colección de disfraces tan horrorosos que se colocó la tía para el viaje de bodas. La Begum y servidora nos pasamos ese día todo el tiempo frente al televisor, nos compramos una docena de sangüiches y sólo nos movimos para hacer pipí cuando veíamos que la cosa se ponía menos interesante; eso sí, nos llevamos un disgusto espantoso con aquello de que nuestros reyes no estuvieran en primera fila, como era de ley, porque además son medio primos y en el fondo creo que se llevan la mar de bien; La Begum, sobre todo, cogió un berrenchín de concurso, decía que todo era culpa de los comunistas, que no tienen gusto ninguno, que todo se les queda en organizar unas meriendas la mar de ordinarias, con tortillas de patatas y churros por todas partes y con el momión de la Pasionaria, muy deportiva ella a pesar de lo descuajaringada que está la pobre, dándole a la matraca subversiva, yo a la tía, cuando se pone en ese plan, ya ni le discuto; a mí las verbenas que organiza el Partido en la Casa de Campo me enloquecen, una comprende que aquello no es Jaidpar o como se diga, pero siempre me lo paso de buten, siempre acabo bailando con unos tíos buenísimos y echándole mano a Lenin en el aglomeramiento que siempre se forma; y Pasionaria es una santa —bueno, una santa comunista, se entiende— y una reliquia que hay que venerar, que habría hecho falta muchas mujeres como ella para quitarnos de encima este muermo de la ucedé, que era como Debora Ker, muy señora, pero de marcha, ni mijita. Por lo visto el rey hizo divinamente, que eso de que la pareja se viniera de garbeo por la Roca, en plan ostentoso, está fatal, y a mí eso de que nuestros reyes no fueran a la boda del siglo me dejó un regustillo la mar de antipático, las cosas como son, pero la culpa la tuvieron ellas, las británicas —y sobre todo el callo ése de la Tacher, tan sargentona, que no me ha hecho nada, pero me cae como una gallorda en ayunas, qué mujer más engoñipante—, por cabezotas.

En cuanto apareció el rey, con su uniforme de capitán general, que le sienta de morir, y esa seriedad tan voluntariosa, pero al mismo tiempo tan juvenil, tan de muchacho sensato y responsable, una seriedad que a mí me da mucha ternura, y es que parece que le cuesta trabajo ponerse serio, que eso no es lo suyo, y en cuanto me miró a los ojos como si no hubiera otra persona en este mundo —que luego La Begum me confesó que ella había sentido lo mismo, como si de pronto se hubiera quedado a solas con él—, y en aquellos segundos que tardó en empezar a hablar, a mí es que me volvió la tranquilidad al cuerpo, y eso que aún no sabía nadie lo que iba a decir. Pero a él, nada más verle, se le notaba una decisión y unas ganas de hacerlo bien que ya eso sólo te daba confianza.

Servidora se emocionó muchísimo cuando, a los dos días como mucho de morir Franco, Juan Carlos hizo su juramento y volvimos a tener rey en España. En Madrid hubo una concentración de políticos de mucha categoría, y La Begum y servidora, todavía de incógnito, nos fuimos a la Gran Vía a ver pasar los cochazos y a echarle vivas a todo el mundo. Todos pasaron con mucha bulla, pero algunos tenían el detalle de asomarse a la ventanilla y saludar. Yo creo que el más distinguido era Giscar, con mucha diferencia, y además tiene una boca preciosa, medio traviesa, y por eso cuando sonríe una se olvida de que por lo general va siempre algo estiradote, como replanchado. Otro con mucha presencia es el Felipe de Edimburgo, que por cierto La Soraya cuenta unas cosas de él que no sé si creérmelas, aunque me encantaría. Constantino de Grecia siempre me ha dado un poquito de lástima, la verdad, parece un niño grandote y no sé por qué me parece a mí que debe de estar nada más que regular de mundología, y me da en el corazón que su hermana, nuestra reina, le da vuelta y media y debe quererlo muchísimo. Pero con quien mi amiga La Begum se volvió loca perdida fue con el Hussein, el de Jordania. El hombre es chaparrete, pero la mar de interesante, eso hay que reconocerlo. Y le echa unas agallas de sombrerazo a esa forma que tiene de llevar a los suyos, siempre dando la cara, que hay que arrejuntar valor con el guirigay tan espantoso que se tienen montado por esos países; cuando la mujer se le murió en un accidente, qué dolor, a La Begum le faltó un milímetro para ponerse de luto, y eso que mi amiga estaba medio celosa de la Alia, que de la anterior, la reina Muna, nunca se preocupó demasiado, y de la actual, esa americana tan grandota que se ha cambiado el nombre por uno que significa en moro «luz de la mañana» o qué se yo, tampoco echa una cuenta exagerada, por lo visto La Begum encuentra en ellas menos competición, como si no tuvieran nada que hacer si a mi amiga le diera de pronto la ventolera de presentarse en Amán, que me parece que ésa es la capital de Jordania, y se pusiera allí a meter cizaña, con lo arpía que ella es cuando se le encarta; pero con Alia era distinto, tenía como más fuerza, parecía una de esas mujeres que son capaces de metérsele a un hombre bien adentro, y el Hussein tenía que estar enamorado hasta el hígado, que eso se nota hasta en las fotografías, y a La Begum a ratos le daba por ponerse mustia, porque había leído en el
Hola
unas declaraciones de Margaret Trudó, la del canadiense —que ésa sí que es una cabraloca de mucho cuidado—, diciendo que ella se asfixiaba con tanta vida oficial y tanta cena de compromiso —que en esta vida siempre hay quien se queja por vicio— y que lo mismo le pasaba a la reina Alia, que por lo visto eran amiguísimas y se pasaban horas dándole a la sin hueso por teléfono y como si vivieran en el mismo barrio, menudo dineral en conferencias. O sea que La Begum estaba convencida de que, en el fondo, el Hussein no era feliz, y con sólo pensarlo ya le entraba a ella la depresión. Aquel hombre no se merecía ni una gota de sufrimiento. Lo vimos sólo un segundo, medio hundido en aquel cochazo que parecía la tumba del faraón, tan tieso y tan apretadito él, sonriéndose con un dengue malicioso, de media retranca, por debajo del bigotillo.

Yo voy a decir la verdad: a mí los discursos de nuestro rey siempre me ponen un pellizco en el estómago, estoy todo el tiempo con la preocupación de que vaya a equivocarse, de que se embarulle, de que se vea el pobre en un apuro. Todo el mundo dice que es la mar de campechano, que habla con cualquiera como si fuera uno más, que no va por la vida con el manto y la corona puestos —no como la Grace Kelly, que hay que ver cómo estaba siempre ella de metida en su papel, siempre con el modelito y el empaque de alteza serenísima; claro que también tenía su cruz y así le salió de bullanguera la hija mayor, que la Carolina es que no paraba de meterse guerra en el cuerpo, y por supuesto que hacía divinamente—, que es un rey que no tiene lo que se dice complejo de majestad, sino todo lo contrario, y la verdad es que eso se le nota un poquito cuando se pone solemne, y no puede ser de otra forma, yo lo comprendo. Pero aquella noche del 23 estaba el hombre más reconcentrado que de costumbre, que lo que tenía encima no era sólo la preocupación normal por hacerlo bien, sino una responsabilidad grandísima, toda España pendiente de él, de su coraje y de su buena estrella, y de la importancia de lo que iba a decir, seguro que lo habían mirado y remirado —para que no hubiese una coma de más ni de menos— todos los pitagorines que tiene que tener con el encargo de prepararle los discursos, eso es corriente, los tienen todos los reyes y los presidentes —a La Begum se lo tuve que explicar con una precisión tremenda, no fuera ella a pensarse que el rey nuestro es más torpe que los otros—, y hasta una gente especial tienen los americanos para escribirle los chistes al Regan, esas cuchufletas que él se marca como si tal cosa, como si se le acabaran de ocurrir, y de veras que lo parece, cuando está todo estudiadísimo, pero es que el Regan fue artista y tiene costumbre, tiene tablas, y al rey nuestro —o al Balduino, por poner un caso que nos pille sólo de refilón— no se le puede pedir lo mismo.

Pero el rey nuestro tiene una virtud grandísima, y es que con su manera de hablar te convence en seguida de que por lo menos está haciendo todo lo posible para arreglar lo que sea. Yo lo escucho, y nunca se me puede ocurrir, ni por lo remoto, que se esté marcando una trola para hacer tiempo o para ver si escampa por las buenas. Cuando él dice —y lo ha dicho montones de veces— que quiere ser el rey de todas, una por supuesto que se lo cree, y servidora está segura de que va a él con un apuro y él no se lía a hacer aspavientos y a hablar de los vinos y de las fabadas y de las mujeres del país, lo cual no quiere decir que a lo mejor no haga una broma y que se ponga en plan estrecho, o que no deje caer un poquito la mano, más que nada para comprobar, que también tiene derecho la criatura, pero seguro que al final se conoce de maravilla el problema y te echa una mano hasta donde puede. Yo estoy convencida —convencidísima— de que cuando promete ser rey de todos los españoles está pensando también en nosotras. Por mi parte, puede contar conmigo para lo que quiera. El no lo sabe, claro, pero lo sé yo, y cuando yo me juro a mí misma una cosa, eso ya es lo más sagrado. Conmigo no lo tiene ni que dudar, y eso que cuando me entra la picá me pongo de un marxista y de un revolucionario que rompe con todo. Ahora bien, saber que el rey está ahí, nada más que eso, me da una confianza horrorosa. Me la dio desde el primer momento. Desde que hizo aquel juramento en las Cortes, después de morirse Franco. Fue una corazonada. Así, por las buenas, supe que me podía fiar.

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