Una mala noche la tiene cualquiera (8 page)

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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—Esa criatura es capaz de hacer una escabechina.

—¿Y no se te ha ocurrido, cabezón de ladrillo, que en cuanto salga lo mismo viene derechito a por ti?

No se le había ocurrido. Es que no comprendía por qué. Ella no le hacía daño a nadie. Ella no se metía más que en sus cosas. Lo mío, en cambio, era distinto. Si es que eso me pasaba por creerme yo santa Juana de Arco o santa Agustina de Aragón —que La Begum estaba dispuesta a canonizarlas a todas de repente—, si es que eso era todo lo que yo iba a sacar en limpio por roja. Y se me fue encarando la tía, soliviantándose poco a poco, echándome en cara —con unos modales pésimos, que en momentos así es cuando le salía de verdad la algecireña barata que no ha dejado de ser nunca, por mucho teatro y mucha danza del vientre que quiera echarle— mi manía por el politiqueo, los mítines a lo Jane Fonda que yo me montaba por cualquier minucia, y sobre todo aquel empeño mío por llevarla siempre a mi vera, hala, de manifestación en manifestación, siempre las dos juntas como una collera de gallaretas frenéticas, que no había por qué, y sobre todo no había ninguna razón para encasquetarle a ella fama de lo que no había sido jamás. Ella siempre fue neutral, decía, y no era justo que se viera, sin comerlo ni beberlo, en un apuro de muerte.

—Por tu culpa. Sólo por tu culpa.

Pero no era verdad. La Begum no tenía razón. O, por lo menos, no la tenía del todo. Es verdad que al principio servidora tuvo que insistir una enormidad para que ella me acompañase a alguna manifestación de ésas a las que es de ley acudir —por ejemplo, decirle que no a eso de las nucleares, que en un santiamén se queda una esquelética y contaminadísima, y con la sangre hecha agua, como haya un escape y te pille; o las del 1 de mayo, pidiendo trabajo y pan, que es lo mínimo; o incluso las de las feministas, que un poquito cafres sí que son las tías, pero las pobres también tienen derecho: a mí me gustó una enormidad aquélla, en las Salesas, cuando todas íbamos con un cartelón que decía: «Yo también soy adúltera»—, pero a otras ella se apuntaba la primera, y si durante un ratito se hacía de rogar era sólo para hacerse la interesante y que no me fuera yo a creer que todo el monte era orégano. La verdad es que las manifestaciones del orgullo gay son siempre la mar de animadas, y van unos muchachitos un poco estrafalarios, pero la mar de comprensivos y casi todos rojísimos, que es una cosa que me encanta. A servidora el rojo le favorece. Pues en ésa La Begum, con servidora desde luego y con La Peritonitis y La Pizqui —y seguramente alguna más, pero ya de segunda división—, estuvo en primera fila, aunque la guasa fue que, después, en una foto así de grande que sacaron en
El País,
a ella y a mí no se nos veía, nunca he podido explicarme por qué, y sin embargo La Peri y La Pizqui me parece a mí que salieron hasta en el Nodo. Eso a La Begum le sentó fatal. Y, sin embargo, aquella noche, después de decirle yo que no se lo tomara tan a lo frivolo, después de hacerle una comprender que el Tejero suelto podía ser más peligroso que una piraña en el bidé, la tía, a quien el flujo se le habría cortado de pronto, como la mayonesa, que había que ver cómo se puso, escupiéndome —porque ella, si se excita, te salpica de la cabeza a los pies de saliva cuando habla, que ya le tengo dicho que ponga a mano jabón y toallas—, manoteando como una verdulera napolitana, echándome en cara mi loquerío comunistón, acusándome con muchísima ordinariez de ser yo la culpable de que ella estuviera fichada por alguna fotografía comprometida. La muy bruja.

Pero por lo visto no quería ni acordarse de aquella otra manifestación en la que yo pasé un rato tan malísimo. Y no voy a decir que yo fuera engañada, porque no es verdad, pero desde luego la idea fue de La Begum y de La Soraya, que menuda arpía con cascabeles es ésa. Y lo auténtico es que me tuvieron que convencer, porque yo tenía unos escrúpulos exagerados, que aquello fue una locura de las más grandes que yo he cometido jamás, pero una, como todo el mundo, también tiene sus momentos lacios, y acabé diciendo que sí. Y es que fue, hace dos o tres años, que mejor ni me acuerdo, uno de esos domingos en que todo el loquerío facha se arremolinaba en la Plaza de Oriente, que hay que ver cómo eran, pero La Soraya decía que podía ser la mar de excitante, que toda esa gente suele ser la mar de guapa, que hasta los había con unos uniformes a lo nazi que a ella le ponían la carne de gallina, y con unos perrazos de espanto, que yo no me explico cómo no acabamos hechas piriñaca, y La Soraya, medio histérica de miedo y de gusto —que hay que ver la marcha tan rarísima que a veces se busca la gente—, explicaba que en el fondo todo eso a ella le rejuvenecía. Habráse visto. La Soraya se llama de verdad Cameron Hunter, que si una se fija bien es un nombre machísimo, y es americana del Norte, y más propiamente de Oío —ella dice de Ojaio o algo así, pero sólo para jeringarla las amigas decimos siempre Oío, que suena una barbaridad a pasada por la piedra en plan salvaje—, y su madre es sueca, y La Soraya dice que su segundo apellido es Bergman, aunque no lo use, claro que habría que saber si eso es verdad. Cuando mocita, La Soraya fue primera bailarina en un conjunto sueco de dos italianos, y ella estuvo liada siete años con el más hermoso de los dos dueños —que así me imagino yo que se comprenden muchas cosas, porque así de pronto ella resulta más desgualdrajadita que una babucha con rizos—, y recorrieron media Europa y, como ella dice, Oriente entero tres o cuatro veces, que siempre está hablando de aquel tiempo y se repite más que una ensalada de pimientos asados, y como en cuestión de gustos es más o menos de la misma cuerda que La Begum, no para de contarle a mi amiga sus aventuras con todos los príncipes y millonarios de la zona, y sobre todo con un primo hermano de Soraya, que de ahí su mote —aunque La Peritonitis, mala como es, le dice siempre La Repudiá—, y es para vomitar ver cómo se queda La Begum de embobadita escuchándola, con la boca hecha agua, y muertecita de envidia, por mucho que lo niegue. Pero antes, nada más entrar en el ballet, tuvieron por lo visto que atravesar Alemania, y entonces se acababa de terminar la guerra, lo que da una idea de lo antigüísima que es esa mujer; y siempre dice que el recuerdo de ese viaje le quita muchas noches el sueño, sobre todo porque se acuerda de las cosas tan horribles que él escuchaba cuando chico sobre los nazis, especialmente de aquello que decían de las mujeronas jugando al fútbol con las cabezas de bebés judíos, y es una cosa que la deja hecha polvo, según dice, pero no por eso va ella a negar que había alemanes de morir de guapísimos que eran —y eso también lo reconoce servidora, sin empacho ninguno— y que, después de todo, eso era, o algo por el estilo, lo que podíamos encontrar aquel domingo en la Plaza de Oriente. Qué sofocón.

Nos vestimos las tres de falangistas, la mar de monas, con las gorritas ladeadas, una faldita azul marino, un correaje —a la cintura y cruzando el pecho— finito pero de calidad, botas altas, guantes de cuero, y las mangas arremangadas hasta los codos. La pura verdad es que parecíamos sacadas de una fotografía de época, que hasta nos maquillamos a juego y La Soraya era clavadita a la Pilar Primo de Rivera cincuentona. Al final la muy pánfila lo estropeó —y es que no hay una extranjera que no tenga el gusto en el tentenpié—, lo jorobó por cabecidura —que a La Soraya cuando alguien le mienta ese defecto se le sube el pavo y es feliz; ella siempre dice, la mar de orgullosa, que no lo puede remediar, que ella es eslava, que por lo visto eso es algo y tiene mucho que ver—, echó a perder todo el efecto por emperrarse en sacar un abanico, que había que verlo, un abanico amarillo y colorado, por Dios, los colores de la bandera, una cosa exageradísima que ella usaba en un número con música de Cachaturian, o como se diga, o sea allá por el año catapún, un abanico que —vestida como iba de Charlote Ramplin, pero en basto— le pegaba menos que a un pitijopo unos serones. Pero ella no quería darse cuenta, no quería comprender que aquello era una catetada imponente, un disfraz del tamaño de una cajamuerto con toldo. Porque además es que no hacía nada de calor, que hay que ver la temperatura tan ideal que hay siempre en Madrid hasta cerca de Nochebuena, que desde luego es el tiempo más precioso, quiero decir antes de que entren los fríos, cuando todo es rubio y como puesto a dorar con un cuidado grandísimo.

A la sicópata de La Soraya, que cuando alguien le lleva la contra se pone estiradísima, no hubo forma de bajarla del burro, y allá nos fuimos las tres, hechas un cromo, con La Soraya en medio, y ella venga a menear el abanico, y encima haciendo virguerías, o sea como las mayoretes, que íbamos armando el taco por donde pasábamos y, mira, eso tenía su gracia, porque había gente, sobre todo mayor, que al vernos arremangaba el hocico y rajaba horrores, «qué barbaridad, qué mamarrachada, qué esperpento, esto no debería consentirse» y cosas así, pero después había chavalitos —y no tan chavalitos, las cosas como son— con unas ganas locas de pangelingua y, bueno, algunos se desinhibían que daba gloria, aunque, eso sí, todo la mar de patriótico, huy, muchísimo, y con un esportón de vivas a todo lo de antes —que empachera—, y después un diluvio de ordinarieces contra todo lo de ahora —qué jartura, por Dios—, yo con eso me ponía mala, que no hay ninguna necesidad, porque, si supieran comportarse, el cisco tan vicioso que arman quedaría hasta simpático y con gancho a su manera, y es que fotogénicas por lo menos sí que son.

La mar de fotogénicas. Que nos lo digan si no a nosotras, que una víbora reportera de las de
Cambio
sacó a La Soraya con su abanico en primer plano, a ver si no es para desbaratarse, que después de la faena la gachí pasó una temporada fatal, que veía requetés desquiciados por todas partes y eso la tenía en una angustia perpetua, porque además ella fue la única que salió en la foto, que servidora se escondió a tiempo y La Begum salió de movida que era imposible reconocerla, menuda frustración. «Para una vez que iba a salir en los papeles sin apenas coba, o sea tal como una es, tiene que tocarme un retratista de los modernos», decía la tía. Pero es que no podía ser de otro modo, que a la criatura le dio como sicodélico en cuanto se vio de lleno en el zarandeo de la Plaza de Oriente, en el meollo mismo del cotarro, y se pasó toda la función dando más saltos que un cigarrón con sarna.

Por mi parte, no me da grima ninguna reconocer que a ratos me lo pasé bien —porque servidora es mujer de contrastes, o sea lo mismo que una ruta turística del Club Vacaciones—, aunque cuando me ponía a cavilar que todos aquellos uniformes eran de pacotilla, me desinflaba, y si me venía al pensamiento que a la turba en danza podía darle la furibundia y el frenesí modelo Cruzada contra nosotras, entonces es que se me abrían las carnes y ya me veía yo despelucada del todo, a tope y para siempre.

Y el caso es que estuvimos hasta las tantas y acabamos muertas. Y yo con un cargo de conciencia espantoso. Y La Begum feliz, porque ésa será una inconsciente toda su vida, una especie de Pipi Calzaslargas, pero al cuscús. Y encima, aquel 23 de febrero, con el tiberia que se había formado, y si al Tejero se le daba bien —que aún no se sabía nada por lo fijo—, todo su entusiasmo franquista a La Begum no le serviría de nada; en la foto de
Cambio,
ya digo, ella no era más que una mancha sin personalidad.

Se lo dije, con unas ganas locas de mortificarla, y la gatita se me soliviantó:

—Pécora. Bicho. Comunista. La Soraya es amiguísima mía y me echará una mano.

La llamó inmediatamente. La Soraya estaba en su piso, muertecita de miedo como todas, si lo sabré yo, que ésa es una cobardona de competición, pero por lo visto con La Begum se hizo el espíritu puro. Y es que siempre la ha tratado a coces, como a una pueblerina, pero La Begum se queda obnubilada con todo lo que la otra le relata de El Cairo, de Damasco, de Beirut —que, eso sí, lo cuenta siempre echándole mucho color y mucha greca y punto de cruz—, y a partir de ahí mi fatimona ya ni siente ni padece. Aquella noche estuvieron cotilleando un rato, pero de las majaderías de siempre, y por más que La Begum no hacía más que sacarle el tema de lo que estaba pasando y de la preocupación que yo le había metido de pronto en el cuerpo, la de Oío se iba por los cerros de Ubeda, se escurría como una anguila, y a La Begum se le iba mudando el color, y empezó a morderse el pellejo de los nudillos, que es una porquería que siempre hace conforme se va poniendo histérica. Cuando colgó, descompuesta, me dijo:

—Qué tía más bruja.

La pobre parecía más hundida que el Titanic.

—¿Qué te ha dicho?

—Que todo esto con ella no va. Figúrate. Que ella es extranjera y, para un apuro, en Serrano tiene la embajada. Y a las demás, guapa, que nos zurzan.

Qué lagarta más mala y más desagradecida.

—¿De veras ha dicho eso?

—A su manera.

Valiente culebrón. Y es que todas las extranjeras son iguales. Ya se vio luego lo que dijo aquel yanqui tan importantísimo, el segundo o tercero en importancia después de Regan, me parece —y es que hay que ver lo que salía por la tele el muy pureta; por cierto, se parece a Kubala una exageración y, fuera aparte, el tío mal del todo no está, que lo cortés no quita lo valiente, y tuvo que tener unos veinte años de mucha sustancia, sobre todo de uniforme, que es ahora y el uniforme le sigue sentando de morir—, y un rato zascandil sí que parece, y encima se lo monta ponciopilato, que cuando le fueron con el recado de lo que pasaba aquí, en España, todo lo que al gachó se le ocurrió fue: «Asunto interno». Más o menos lo que dijo La Soraya. Qué gente con más malage.

En mi vida. Jamás he visto a La Begum con un nerviosismo semejante. Le entró de pronto un frenesí y una descomposición que parecía otra. Se le notaba sobre todo en su manera de respirar —que se le puso el resuello alteradísimo, como si acabara de cruzar el Sahara a la carrera— y en el manoteo —como si los engranajes de los brazos se le hubieran vuelto majaretas perdidos, y no tanto por la velocidad como por la manera tan extrañísima que tenía de menearse de un lado para otro. Embutido tenía de repente en el cuerpo un ataque de los de verdad, no uno de esos teleles numereros que ella coge por culpa de sus hombres, que cuando el ataque es auténtico se nota, sobre todo, porque no es una cosa exagerada, no es una traca, es un desasosiego grandísimo que sale de lo más hondo que una tiene, como si a una se le estuvieran resquebrajando los cinco sentidos, pero por la parte de dentro, y lo que se ve no es ni la cuarta parte de lo que una siente, y la verdad es que los nervios que entonces se escapan tienen otra clase de prisa, tienen otro ritmo, tienen un pellizco de desesperación y de miedo que es la mar de auténtico y una no lo puede confundir. Yo lo sé muy bien porque a mí me entró cuando la muerte de mi madre, y en este sentido vi yo a La Begum aquella noche, que eso no se puede disimular, y se me olvidó del todo lo encorajiná que yo estaba con ella y me dio una lástima horrorosa.

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