Una mala noche la tiene cualquiera (7 page)

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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Aquella noche del 23 no es que pensara mucho en mi Paco, pero, después de aquella llamada que él me hizo para decirme que había llegado bien y que estaba a salvo, me estuve acordando un poco de mi historia con él, de los ratos buenos y malos que habíamos pasado juntos, de todo lo que sabíamos el uno del otro y de lo bien que se le ha dado siempre el catre al gachó. Porque mi Paco, la verdad sea dicha, es un poquito cuajón y bastante pejiguera, pero de carrocería está un rato bien, y la maneja con muchísimo entusiasmo y sin ningún remilgo, que a todo le saca él un disfrute. Y a mí me parece que por eso lo suyo me ha durado bastante. No ha sido porque, si se le mira con buenos ojos, se da un aire a Raian Onil. Qué va. Alguna vez me he encaprichado yo con un niño monísimo, pero que a la hora de la verdad se ponía más lánguido y más estrecho que la Chincueti con aquello de «no tengo edad», y a la tercera ya había perdido yo todo el interés. Mi Paco, sin embargo, nunca dijo a nada que no, y siempre se le notaba la satisfacción.

Así que cualquiera que se piense que servidora es una espiritual anda equivocado de medio a medio. Claro, en el fondo yo no creo que eso se lo crea nadie, pero de vez en cuando me pongo a cavilar en estas cosas y a mí me parece que me haría ilusión encontrarme a alguien que me viera como una mujer de las formales de toda la vida, no una pazgüeta de las que no se enteran de la misa la media, sino sencillamente una tía con personalidad, que sabe decir que no cuando hay que decirlo, que sabe elegir por su cuenta y además ser exigente, y si no encuentra nada que la convenza del todo pues pasa, sin ninguna clase de complejo, se lo monta por su cuenta o con otra gachí, si eso le convence más, y no se deja avasallar por nadie. No es que yo diga que me gustara del todo ser así —que una es polvorilla de nacimiento y eso no hay manera de quitárselo de encima ni a la hora de fantasear—, sino que me gustaría encontrar a alguien que me tomara por una de ésas, que no me tomara desde el primer momento por una cosa sencillita, que fuera calculando por su cuenta la forma de camelarme, que sufriera muchísimo por mí, y que al final me pidiera que lo dejara todo y me dedicara solamente a cuidarle. Yo seguro que le diría que no, pero la ilusión y el orgullo no me los iba a quitar nadie.

Me barrunto que eso no va a pasarme nunca. A esa conclusión, tan tristísima, llegó una servidora aquella noche del 23 de febrero, mientras le rezaba a mi Virgencita de la Caridad con una unción como para sacarme en los periódicos, y mientras me sentía de repente más sola que nunca, con La Begum cualquiera sabía dónde, el simple del Paco abanicando a su madre para que le pasara la alferecía y el Tejero empeñadito en armarnos aquel trastorno tan enorme, que al final seguro que tendría mi gracia, La Madelón, que tirar a la alcantarilla todos los trajes y pamelas, y no habría más remedio que volver a ir por la vida de incógnito.

Y eso que yo siempre he pensado que a la vida hay que echarle codicia —que así por lo menos se menea un poquito la sangre—, y que más vale desnucarse que morirse de asco o de aburrimiento. Pero lo que pasó aquel día, durante toda la noche, me sirvió para descubrir que, en realidad, una es una mujer frágil, y que eso es una desgracia grandísima.

Y es que en aquel momento tuve yo otro bajón de la moral, algo parecido a cuando, un rato antes, me dio por dejarme caer por culpa de la resignación, pero lo que me pasó luego fue un poco diferente, porque no era que servidora estuviera deprimida y sin coraje, sino que estaba confusa, que nada lo veía claro, que mirara para donde mirase todo andaba como moviéndose, y en el fondo era como si ni siquiera supiera a ciencia cierta quién era yo. La Plumona lo dejó escrito en aquel reportaje tan grandísimo que escribió sobre nosotras en su periódico: «Ellas encarnan, como nadie, la tragedia y la gloria de la imprecisión, del tránsito, el drama del trasvase de una tierra a otra, el dudoso y picaro vodevil del balanceo entre un sexo y otro. Ellas son puro trasvase, puro balance, la quintaesencia de la emigración, desterradas españolitas de a pie, criaturas movedizas y errantes, exaltados nenúfares que flotan en las aguas más turbias del día y de la noche». Me acordaba yo, por encima, de todas esas cosas tan repipis, pero en el fondo tan verdaderas, me parece a mí, y busqué el reportaje —que lo tenemos guardado en el álbum de nuestros recuerdos y fotos de artistas— y me lo leí despacio, tratando de comprenderlo todo, que aunque La Plumona es un poco novelera y un poco estirada escribiendo, a veces tiene su miga.

Pues con aquel periódico en la mano y en plena crisis de identidad —que creo que se dice así— me pilló la única alegría verdadera que tuve yo aquella noche. Estaba yo dándole vueltas a lo de los nenúfares, que desde que lo leí por primera vez me gustó bastante. Y en ésas, y por lo que decía la radio, el general Aramburu Topete —que es un nombre la mar de pegadizo— se traía un ajetreo serio de verdad, venga a entrar y salir, que me lo imaginaba yo muy serio y muy en su papel, y además se decía que dentro de nada el rey echaría un discurso, que eso sí que podía traer un poquito de tranquilidad, pero es que ya llevaban diciéndolo un rato y por televisión sólo seguían dando bichos de todos los colores. De modo que estaba servidora con la desazón saliéndole otra vez por los poros cuando, de pronto, y como si no hubiera ningún otro ruido en toda la casa, escuché divinamente el rasque de una llave en la cerradura de la puerta de la escalera, y es verdad que podía haber sido la bofia —que me parece a mí que en tiempos de Franco tenían las llaves de todos los pisos de España, que creo que era una obligación de los que construían casas hacer dos juegos de llaves, y uno completo mandárselo al Generalísimo—, pero en aquel momento eso ni se me ocurrió, y pegué un salto y me tiré como una loca al recibidor, hecha un puro grito:

—¡Pedrín!

Nos abrazamos con una desesperación que no es para contarla. Bueno, la verdad es que a mí me parece que ella no se esperaba una cosa así, tan temperamental, pero luego, viendo que yo estaba con un ataque de nervios, apretujándola como si estuviera a punto de irse a la China, ella debió de comprender que pasaba algo gravísimo y se lió a apretujarme a mí con la misma dedicación. Fue una cosa bastante dramática. Si voy a ser legal, tengo que reconocer que no sé por qué la llamé yo por su nombre de antes, por su nombre de hombre, por el auténtico —que en el carné de identidad de La Begum todavía pone, naturalmente, Pedro Romero Torres, que es un nombre ideal, pero yo creo que para llevarlo por la vida hay que ser por lo menos una miajita macho, no quiero decir machirulo a tope, pero al menos que no vaya una por el mundo dando el cante—, pero supongo que debió de olvidárseme de pronto toda la decoración y lo que me salió en aquel momento fue mi amistad de siempre, la de toda la vida, que es una cosa tan bonita y tan dulce.

Abrazadísimas, dejándonos cardenales de tantísimo como nos estuvimos achuchando, pasamos al saloncito y allí se me empezó a calmar un poco el telele. Durante un rato yo estuve medio sonámbula, que eso me pasa mucho cuando me entra una emoción muy fuerte, y para mí que tardé una cosa poco corriente en volver a lo que es mi natural, a empezar a enterarme de lo que iban diciendo entonces por la radio y a darme cuenta, de verdad, de que La Begum por fin estaba allí, en casa. Y de repente me di cuenta del rato tan malísimo que yo había pasado por culpa de aquella ritajeiguor, y me la encaré:

—¿Pero dónde has estado, grandísimo putón?

—Ay, hija; en el Carretas.

Casi la mato. Porque se acurrucó como una gata persa —que ella siempre es igual de elegante— en un rincón del sofá, y a mí cada vez que la veo hacer eso se me ablanda el genio, pero si no es que le saco los ojos. Yo allí pasando una fatiga espantosa desde las siete de la tarde, y la tía en el Carretas, dando bandazos, dejándose avasallar —porque la muy salvaje se deja avasallar, ella no se conforma con cualquier cosa—, haciendo miles de contorsiones para quedarse a gusto por todas partes —bueno, ella siempre dice que por todas partes menos por una, menos por su oído izquierdo, que eso se lo reserva para el Juicio Final, que siempre estuvo la mar de preocupada con aquel misterio de la resurrección de todas al mismo tiempo y le hacía muchísima ilusión, que lo mismo se encontraba cara a cara con el Agacán, su sueño de siempre, y al menos podría ofrecerle al hombre una primicia, un cachito de virginidad, el único rincón por donde ella está todavía entera, ese agujero aún no barrenado, ya digo, su oído izquierdo, que a mí en el fondo me parece una cosa bonita, ¿verdad?—, y encima gratis, porque ahora la tía, desde que es artista, se permite el lujo de elegir y ofrecerse enterita a cambio de nada, no como en otros tiempos, en los buenos tiempos de la Castellana, esquina María de Molina, que aquello era un jubileo, como dice siempre La Peritonitis —La Peri, para abreviar; una de Calahorra, que hay que ver los sitios tan rarísimos de donde puede ser la gente—, cuando a ella no le daba ningún empacho pasarse la noche entera en el bajaysube de un coche a otro, que entonces sí que era una bendición, quiero decir la mar de productivo, que allí por cierto conoció ella al menda que la iba a hacer estrella de cine —el del cine se llamaba Horacio y se daba un aire ajames Can, charlaba por los codos, le dio una tarjeta la mar de pomposa y la citó para el sábado por la tarde en una oficina de Hurtado de Mendoza, por Costa Flemin; ella se arregló muchísimo, se pintó como un coche, se duchó con un litro de colonia fresquita, pero de mucho paladar, y se presentó en la oficina puntual como un inglés; allí había un par de nenas con más kilómetros que el baúl de la Piquer, un niñato descompuesto por los nervios y con una pinta de madre que era una exageración, un gachó bizco hasta doler y que por lo visto tenía que ser el director del invento, un extranjero la mar de aparatoso que iba en plan de asesor, y el tal Horacio, más contento que unas pascuas; a La Begum le explicaron a trompicones su papel, la martirizaron a pellizcos a la pobrecita mía, y a la hora de la verdad, antes incluso de que a ella le tocara intervenir, el galancito falló, dio el gatillazo, que La Begum me dijo que aquello se veía venir desde el principio, y entonces, en un santiamén, se armó un guirigay de muerte, el tal Horacio y el bizco se encueraron, el americano se hizo cargo del chisme de rodar, echándole al asunto muchísima parsimonia, y La Begum se vio de pronto por los suelos, ocupadísima por todas partes, y sin que le dieran oportunidad para poner un gesto un poquito mono; mil duros le dieron por aquel enjuague y la verdad es que se le bajaron los humos durante una temporada, ella que soñaba con cepillarse limpiamente a todo el hombrerío de Jolibú, e ir al supermercado en Rolls, como seguramente iba Vivían Li Luego, cuando la metí a artista, la verdad es que se calmó un poco —y de eso es de lo que más me alegro, de haberla quitado de la calle, que ella no sufría nada, qué va, al contrario, a mí me parece que se divertía una enormidad, que por un camastrón inmundo que tenía que lidiar, le caían cuatro o cinco ejemplares la mar de potables, y alguno que otro superior, pero aunque ella lo hiciera con tanta satisfacción a mí me daba un agobio malísimo, y mi trabajito me costó que la cogieran en la sala, al principio sólo para hacer figuración, que a fin de cuentas guapa sí que es un rato, y así como medio exótica, y después poquito a poco se fue soltando y al final se montó un «Ojos verdes» que no le salía lo que se dice fatal, y cogió muchos berrinches, porque ella se daba cuenta, como todos, de que talento no tenía, pero yo a ella sí que le tenía ley de la fetén y no la podía dejar haciendo la carrera para toda la vida—, pero, eso sí, se envició más que nunca con el mogollón del Carretas y de la estación de Atocha —que todo eso del atavismo, la verdad, es sólo literatura de la peor, folletín podrido— y se pasaba las horas muertas en el cine, con las enaguas hasta el cogote, o en los meaderos de la estación, con aquella caterva de moracos desnutridos mosconeando a su alrededor, y ella metiéndose en los cagaderos que tienen un agujero en la pared, un agujero a la altura de la bragueta de cualquiera que, en todo caso, se agache o se empine un poquito... A mí me da un apuro serio de verdad contar las cosas así, tan a las claras, que todo eso de La Alhambra, con su Patio de los Leones, y sus Jardines del Generalife, y La Begum bajando por el Albaicín con una cesta de dátiles, es una monería, pero más falso que el Nixon jurando con el moco puesto que él no le daba al cotilleo por cable. Y es que La Begum es demasiada mujer para ir por la vida en plan cromo con funda de plástico. Y yo no digo nada.

A mí lo que me jeringó —y más que nada por el rato tan perro que me hizo pasar— fue que aquella noche no supiera contenerse un poquito. Sólo por una noche y, digo yo, por una pizca de respeto.

—Pero criatura, ¿tú sabes la que hay liada?

Y ella me dijo:

—Una de guerra.

Aquello era para trinar. La tía estaba al tanto. La muy lagarta se sabía de pe a pa el zurribarri que había montado en las Cortes, pero nadie diría que estaba traspasadita de dolor, qué va, nadie se podía pensar ni por un momento que La Begum tenía los siete puñales en la pechera, buena era ella para cogerse un disgusto por algo que no fuera la chilaba de algún abderramán, con lo remirada que ella es para seleccionar sus padecimientos. A ella todo lo que se le ocurría es que de allí podía salir un peliculón de los de no olvidar nunca, con el Mambrú aquél haciendo de Burlan Caster —que ella está convencida de que el nombre de ese pedazo de tío se escribe así— en
De aquí a la eternidad
, o mejor todavía de Errol Flin en
Murieron con las botas puestas,
que si nos descuidábamos así íbamos a acabar todas, pero al contrario: pisoteadas. Ella lo supo tarde, porque del Carretas por supuesto no se salió hasta que se acabó el último pase, y eso que las películas que echan ahora son todas iguales, llenas de tías empelotadas y cada dos por tres metidas en un bollerío, que muchas veces ella hasta tiene que cerrar los ojos porque se le revuelve el estómago, y también salen tíos, claro, pero la pura verdad es que muy rara vez se les ve el mandado, y a eso se le llama en todas partes discriminación; La Begum antes, cuando ponían películas corrientes, muchas veces hasta no echaba cuenta de la burbulla que se trae el personal, de un asiento a otro, o apelotonados en el pasillo del fondo, porque a ella lo que le pasa cuando va al cine es que se mete mucho en los argumentos y en seguida se ve de protagonista, y entonces ya puede venir un jeque de esos que mean petróleo, que ella ni caso; pero cuando las películas no tienen fundamento, con algo se tiene la pobre que distraer, y se le va el tiempo en poner la grupa, que la tía la tiene más sobada que la porteñuela del rey Faruk. Así que lo supo tarde, porque en el loquerío del cine Carretas el radio macuto sólo funciona para avisar, de higos a brevas, que viene la poli, pero el resto del mundo ni existe, ni mentarlo, y por eso cuando ella, bien abrigadita y con el tubo de escape a tono, llegó a la Puerta del Sol, se encontró con aquello completamente tomado, con los coches de la policía alborotando una barbaridad, barreras de esas amarillas de hierro tapando el arranque de la Carrera de San Jerónimo, y las pocas personas que se encontró vestidas de civil iban todas con un apuro grandísimo, y ella al pronto pensó que alguien muy importante se había muerto, pero se metió en el único bar abierto que encontró, a tomarse un sangüich, que estaba desmayadita, y allí se lo contaron todo. Me dijo:

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