Una mala noche la tiene cualquiera (11 page)

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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A La Begum, con lo marmota que es, le pasó una cosa parecida. Lo de ella fue un ramalazo del instinto. Lo suyo no fue razonamiento, que ella siempre dice que no está para desgastarse con esas cosas, sino intuición, un saber de pronto que ya podía ella realizarse. Y aquella misma noche, con todo Madrid plagado de grises completamente escamados, con ese aspecto raro y medio arisco que tienen las calles cuando alguien muy importante ha muerto, y con el nerviosismo y la neura que le entra a una cuando hace algo atrevido por primera vez, La Begum y La Madelón estrenaron acera oficialmente. Fue un rito precioso el de quitarse la ropa de hombrecito, sintiendo ese hormigueo que entra cuando se sabe que una cosa ya es definitiva, que ya todo va a ser seguir hacia adelante, y que dentro de nada llegará el momento en que una empiece a sentirse abiertamente a gusto en lo que siempre quiso ser, sin tanto laberinto, sin tanto disimulo, sin tanto escondite, sin tanta falsificación. A mí me entró, a eso de las diez y media, esa prisilla corta que es la que más me cunde, y me puse como una pintura de bien, sin faltarme detalle, en un periquete: moño emperatriz, y sobre la frente un flequillo, y en el flequillo una mecha tongolele, rubio platino, casi blanca; la pechera todavía principiante, pero empinadita y con una codicia que me la notaba yo bajo la blusa evasé y malva, con un dejito de transparencia y olor a lavanda inglesa de calidad superior; cinturita tuigui, que entonces tenía yo un tipo monísimo, irreprochable; falda de algodón hindú, estampado y de vuelo fácil y natural; botas altas, con una cenefa labrada a mano en el alto de la caña, y una capa de color caoba, estupenda de corte y de paño caro, que un primo de La Begum metió de estraperlo por Algeciras. Ella, La Begum, se puso un poquito más vistosa, con un kaftán imitación lamé y un turbante enormemente historiado, lleno de medallitas y pedrería de colorines por todas partes, y unas sandalias de raso azul. Salimos cuando la noche ya estaba bien cuajada, y a mí, nada más poner el pie en la calle, se me derramó por todo el cuerpo, hacia el interior más hondo que yo pueda tener, una emoción que nunca sabré explicar del todo, porque era como si el mundo fuese diferente, como si en realidad no hubiera cambiado yo sino todo lo demás, y como si hubiera llegado para quedarme a vivir a un sitio nuevo. No quisiera tener que volver nunca al sitio de donde me fui.

Llevábamos muchos años esperando aquello. A punto estuvimos de intentarlo el día en que Franco murió. Sólo que el acontecimiento nos pilló rendidas, agotadas, muertas; como a todas, que fue un mes largo de tenernos a todo el mujerío en un grito, que hay que ver el catálogo de perrerías que le estuvieron haciendo al pobre señor, y todo para que durase un poquito más —seguro que estuvieron haciendo tiempo para sacar todo lo que pudieran—, y para mí que él ya ni sentía ni padecía, pero la que me daba una pena horrorosa era la hija, que se le notaba a un kilómetro el sufrimiento y yo ahora no quiero meter el cucharón en el guiso de la política de Franco —que servidora, por supuesto, en contra, y además radical—, pero el sufrimiento de su gente, viéndole en aquella condición, era una cosa que llegaba al alma si se tenía un pelín de sensibilidad. A fin de cuentas, ellas tampoco tenían una culpa loca de tantísimo sufrimiento como habían tenido que pasar montones de familias por culpa de la dictadura de Franco, me parece a mí —aunque se pone una a pensarlo y se le abren las carnes, le hierve el pecho, se le sube el coraje a la garganta y a los ojos y se le nublan las entendederas, porque es normal, y a nadie se le puede pedir que haga muchos distingos, cuando hay por medio tanta desgracia—, que otra cosa es que se hayan aprovechado a modo, venga collares y fincas por todos sitios, y el dineral que tienen que tener en Suiza y media Filipinas que me han dicho a mí que es de ellos, que eso no tiene justificación de ninguna manera.

Cuarenta años de andar rebañando a todas horas, sin perder ocasión, cunden una cosa mala. Ni a mí ni a los míos, directamente, nos han quitado nunca ni un imperdible, quiero decir a las claras y por derecho, pero si eran cosas del país eran cosas de todos, uno por uno. A otros les cogió más de lleno. Yo me sé algunas cosas, y otros se sabrán otras diferentes. Que hay que ver cómo era la consorte con aquella fijación crónica que tenía con las antigüedades; huy, era el terror de los anticuarios, yo lo sé por La Cacharros, una maricona la mar de puesta, del Puerto, de familia bien, que había montado —más que nada por capricho y amor al arte, que necesidad no tenía ninguna— una tienda la mar de aristocrática, llena de cachivaches del año catapún y por lo visto de muchísimo valor, y la tía, en cuanto se enteraba de que doña Carmen venía al Puerto, a casa de la viuda de Terry —que era una cosa que hacía cada dos por tres—, cerraba el negocio a cal y canto y desaparecía, como si se la hubiera tragado la tierra, dejaba dicho con el mayordomo que se había ido de excursión a Mongolia; y es que la consorte llegaba, elegantísima, enseñando toda la caja de dientes, y se hacía una gira por la tienda y, sin pestañear, se cepillaba todo lo que le hacía tilín, que por lo visto menudo ojo clínico tenía, siempre se iba derechita a por lo bueno de verdad, a por lo mejor; «Me haría muchísima ilusión...», decía, o algo por el estilo, la primera vez, y si el dueño se hacía el longui, como es natural, y no se lo regalaba, ella volvía al día siguiente y lo encargaba por lo descarado, «Que me lo manden», y nunca pagaba ni un duro. Anticuaricidio se tiene que llamar eso. Y como una es ruidosilla, pero no tonta, pasa ese ejemplo a cosas mucho más importantes, de millones y millones, y a ver quién es el guapo que calcula el dineral que se amontona.

Pues cuando Franco murió —que yo me lo imaginé en seguida, nada más oír por la mañana temprano, medio en sueños, unos cañonazos que venían de lejísimos, de por el Pardo, supongo, y al momento me despabilé y avisé corriendo a La Begum, que a mí me encanta que todo el mundo esté informado, es una manía que tengo desde siempre y más de una vez he pensado que tenía que haber sido reportera, me va muchísimo, un estilo a la Oriana Falachi ésa, que menuda era—, mi amiga, que casi nunca se las piensa, la muy insensata, quería irse inmediatamente a la cola, o sea con el gentío que se formó para ir entrando con mucha circunspección en el Palacio Real, donde lo tenían expuesto —que por televisión sacaron a la Lola y a la Sevilla y a familias enteras que no se lo querían perder, y de vez en cuando se armaban unos números divinos, llantos y desmayos y la gente venga a ponerse de rodillas, con los brazos en cruz, y a decirle al muerto ¿qué será ahora de España?—, y ella, La Begum, tampoco quería privarse de ese gusto, que siempre ha sido de mucho cementerio y ánimas del purgatorio —dice que le chiflan las emociones fuertes; por lo visto, ahora se dice así—, que no se pierde un día de los Fieles Difuntos sin ir de peregrinación a la Almudena y pasarse la mañana viendo lápidas, leyendo nombres, calculando los años que tenía cuando se murió éste o aquél, que es una forma muy tranquila y la mar de barata de disfrutar. Claro que ella tampoco quería ir al duelo de cualquier forma: quería ir de negro y con mantilla de blonda, como las del Jueves Santo, lo cual, aunque no quedara muy moro, a ella se le antojaba lo más adecuado. Con las ganas se tuvo que quedar, naturalmente —porque aunque Franco se acababa de morir, servidora no se fiaba ni un pelo—, y ése es un trauma que La Begum tiene desde entonces.

Cuando el rey se hizo cargo de todo, y echó aquel discurso tan sentido, ya fue diferente. La hija de Franco y las nietas estuvieron aplaudiendo en un palco, que menudo trago tuvo que ser para ellas, la verdad, que daba su pena verlas así, como si acabaran de mudarse nada más que con lo puesto, y luego haciendo a los reyes esa media genuflexión que se marcan las finas de toda la vida, que después las hay que con dar la mano se quedan tan a gusto. A mí lo de la media genuflexión me parece una cosa graciosa, que no es que una se humille ni nada, ni como española ni como mujer. Alguna vez la hemos ensayado La Begum y yo, y nos sale divinamente.

Aquella noche del 23, desde luego, hubiera besado yo por donde el rey pisara. Que la gente diga lo que quiera. El echó su discurso de una forma que yo creo que no se hubiera podido mejorar. Fue un discurso corto, la mar de ceñido a lo que había que decir: ha pasado esto y lo otro, y yo, el rey, he dado las órdenes que hacían falta para que todo esté bajo control. Qué tranquilidad. Mientras él estuvo hablando, a mí me parece que todo andaba como en un respingo, yo me fijé un segundo y me pareció que el apartamento entero estaba conteniendo la respiración. Cuando acabó, todo se esponjó un poquito; se notaba el alivio hasta en el brillo de la luz y en el aire del cuarto. Y La Begum se volvió a mirarme, con el susto remoloneando todavía en su cara, y, después de tartajear un poco, se quejó:

—Qué corto.

Yo le dije:

—Corazón, ahora estamos salvadas.

Parecía en trance. En la forma de mirar, era clavadita a la protagonista de
Rebeca
cuando, al final de la película, se queda mirando cómo se quema la casa y ve, en un ventanal, la sombra de la bruja del ama de llaves, mala pécora, bollerona, haciendo aspavientos y a punto de morir achicharrada...

—¡Salvadas!

Yo en seguida me di cuenta de que había empezado a clarear, quiero decir no en la realidad de las cosas —que en aquel momento estábamos, justo, en el cogollo de la noche—, sino en la situación, en la noche negra de España, o sea que lo digo en plan metáfora, porque queda precioso. A La Begum, particularmente, le entró un alivio que se le notaba en las pupilas, dilatadas y negras como un botón de blasier, y eso que yo le expliqué con todo detalle que los diputados y diputadas seguían igual, secuestrados, en manos de Tejero y los suyos. Ella lo comprendió la mar de bien, pero ya no era la misma angustia de antes. Daba lástima, claro que sí, pero una podía organizarse a gusto, y hasta echar una cabezadita, así nos despejábamos un poco y luego siempre se nos ocurrirían más cosas. Para empezar, sugirió que preparásemos bocadillos —de lo que hubiera, que tampoco estaban ellos como para marcarse muchos melindres: de queso fundido y jamón york, que eso le gusta a todo el mundo—, un termo con caldo —aunque fuera Avecrem—, otro termo con café —que nosotras gastamos uno riquísimo del Brasil, que nos vende una amiga, Nina Copacabana, que por lo visto es de un pueblo inmundo, a un paso de la selva, pero ella presume de ser la reina de Río, y la verdad es que sandunguera y rítmica sí que es un rato largo: una vez, en Castellana/María de Molina, se fue con un julandrón que le puso, en el radiocasete, una samba como aperitivo, y del frenesí que a ella le entró se pegaron un hostión espantoso con la mismísima Cibeles; tres meses y medio estuvo la Copacabana momificada en La Paz—, y algunas pastas, que nos quedaban pocas en la alacena, pero no les íbamos a llevar a los pobres sobaos pasiegos, para que se engoñiparan todavía más. Podíamos llamar a todas las amigas, inventarnos alguna consigna mona —«Desayuno para los cautivos», por ejemplo; o «Cada mariquita, un diputado, por lo menos», o «Campaña pro alimentación de los golpeados», que esta última me parecía a mí que resultaba como más responsable—, y que cada una eligiera su diputado preferido, que ya puestas a hacer una obra patriótica, que por lo menos hubiera una compensación. Platónica, naturalmente, que a mí me parece que a un diputado lo saca una de su ambientillo, le quita el maletín y la tecla ésa de votar que sí o que no, y se te queda en nada. En menos que una persona corriente.

Eso es lo que les pasa a los soldaditos en general, y a los paracas en particular: les quitas el uniforme, los lavas un poco, pones en la alcoba una luz indirecta, y cuando te metes a la labor lo que te encuentras es una criatura más sosa que un muergo hervido con Lanjarón. Convencida estoy de que a la tropa se la tiene que servir una tal cual, sin tratamiento ninguno, con todos sus arreos —que a poco cuerpo que tengan, les quedan la mar de graciosos— y con todas sus vitaminas. Una vez tuve un capricho fuerte, pero fuerte de verdad, con un paraca cordobés, pequeñito, pero brioso como muy pocos me he encontrado yo en toda mi vida, rubiasco y guasón, que cuando ese niño se metía en la ducha era por una eternidad, y salía arrugadito como una cotufa, y sonrosado como un muñeco pepón, que es una cosa que siempre me ha dado repelucos, así que tuve que apañármelas para que no se duchara sino después, quiero decir a posteriori, que no hacía más que aparecer él por la puerta y, en el mismo hall, ya me metía yo en faena, rebañándole toda la sustancia. Qué rico. Hace ya más de un año que se licenció y, desde que nos despedimos —yo, afectadísima— en la puerta del autobús que se lo llevó, no he vuelto a saber de él.

—¿Por qué no echamos un sueñecito?

A La Begum el alivio le dio soñoliento, pero no quería irse a la cama sola, no quería que yo me quedase desvelada, que lo mismo se pensaba que era capaz de irme al Congreso en plan damanegra, dejándola abandonada. Yo seguía sin ganas de dormir, lo único que quería era seguir recordando cosas, acordarme de muchos hombres que cruzaron por mi vida, dejar que el tiempo se fuera quemando solo. La noche se estaba volviendo atolondrada, ya sin aquella crispación tan grandísima que había hasta que el rey habló, y era como si todo empezara a adormilarse, lo que no significa olvidar, que yo no quiero decir eso, sino dejarse ganar por el agotamiento y la anestesia que siempre acaba por pincharle a una la vida, sin remordisco de conciencia. A mí me parece que eso pasa siempre, que las cosas —las alegrías y los disgustos— empiezan con una fuerza tremenda, que una se para en todo y no se le va un detalle, y poco a poco las cosas empiezan a difuminarse, a no dejarse sentir, a mezclarse las unas con las otras y acaban como un cuadro abstracto, un revoltillo. A mí me pesaban los ojos, pero no podía ser el sueño, porque estamos acostumbradas a acostarnos a las tantas y más de un día y de dos y de cien volvemos a casa cuando los oficinistas salen para su trabajo. Era seguramente esa anestesia de la vida de la que yo hablo, esa fuerza que la arrastra a una a cualquier sitio, a no importa dónde, que lo único que cuenta es alejarse. Tampoco La Begum podía tener sueño y, sin embargo, se acurrucó en el sofá, se quedó muy quieta, haciéndose la dormida, pero cada dos por tres abría los ojos, para comprobar si yo me había movido.

Ella me necesita. No es por darme importancia, que además es una cosa que no viene a cuento, pero no quiero ni pensar en lo que sería de La Begum sin mí. En el menor de los casos, poniéndome en lo más favorable, acabaría de acomodadora en el teatro de Manolita Chén. Yo me encargo de tenerla a raya para que no desboque. Y es que esa mujer descontrola cantidad. Aquella noche aguantó como media hora haciéndose la Desdémona, pero en seguida le volvió el mal de San Vito y estaba dispuesta a recuperar a toda prisa las cuatro capas de maquillaje que se había quitado antes del discurso del rey. Al mismo tiempo, se empeñó en convencerme de que no era broma aquello de llevar provisiones al Congreso, que todos debían de estar desmayaditos, sin cenar ni nada, y encima sin saber cuánto podía durar todavía aquello, porque, por lo que decía la radio, el Tejero se lo había montado en plan durísimo, que a un general que había ido a pedirle que se rindiera le dijo que niente, que ni loco, que primero se pegaba un tiro. La Begum intentó animarme haciéndome recordar aquella temporada en que yo iba a diario al hospital Gómez Ulla, que es de los militares, justo a la boca del metro de Carabanchel, para llevarle un bocadillo de lomo a mi paraca cordobés, a la hora de la visita; me hice amiguísima de todos los chavales que estaban en cuidados mínimos, o sea, que no tenían nada, puro cuento, y también de los celadores, que por lo general no querían complicarse la vida, y yo al principio cumplía con el horario de visita a rajatabla, pero después, con la confianza, me colaba a cualquier hora, que oficialmente sólo se podía hacer la obra de misericordia de tres a cinco y a mí me venía fatal. El cordobés, entre los dengues suyos y el desbarajuste que de por sí hay en ese hospital, le sacó a esa media úlcera que le salía en las placas un rendimiento loco, y durante mes y medio, calculando por lo bajo, se estuvo servidora haciendo de Caperucita, con el paquetito de la merienda —un paquetito monísimo, que el bocadillo se lo compraba yo a mi niño en Mallorca, que es un almacén de lujo, donde por supuesto te clavan, pero es que el postín hay que pagarlo—, y eso le sirvió a La Begum para andar todo el rato jeringándome, aquella noche del 23, con el proyecto de llevar víveres a la Casa de las Fieras, como ella dice, y yo cojo un sofocón cada vez que se lo oigo, porque es una grandísima falta de respeto.

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