Clarín
nos narra la historia de una vieja dama solitaria que reside con su criada en el último rincón de Asturias. Resulta ser la última superviviente de una familia tradicionalista. Ha permanecido siempre soltera, pero no virgen pues tuvo un hijo fruto de un fugaz idilio con un capitán liberal que recogió herido durante la primera guerra carlista. El capitán prometió volver para casarse con ella, pero murió en la guerra, y cuando ella dio a luz, sus hermanos se llevaron al niño y nunca más volvió a verlo.
Un día la mujer conversa con un pintor que anda en busca de paisajes para inspirar sus cuadros. Congenian y ella le revela su secreto. El pintor le cuenta la historia de otro capitán que murió en una guerra posterior cuando todavía debía dinero a un amigo. Días después envía a doña Berta el retrato que le ha hecho a ella y también una copia en miniatura del retrato que hizo a aquel capitán. Al ver el rostro de éste, la anciana comprueba que hay un gran parecido con el capitán a quien ella amó, y deduce que es el hijo de ambos.
Leopoldo Alas "Clarín"
Doña Berta
ePUB v1.0
Clío29.01.12
I
Hay un lugar en el norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa,
[1]
ni Augusto,
[2]
ni Muza, ni Tarick
[3]
habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.
Pertenece el rincón de hojas y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño, partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia, se distingue el barrio de doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la hondonada
[4]
frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene por nombre Aren. Al extremo noroeste del prado pasa un arroyo orlado
[5]
de altos álamos, abedules y cónicos humeros
[6]
de hoja oscura que comienza a rodear en espiral el tronco desde el suelo, tropezando con la hierba y con las flores de las márgenes del agua.
El arroyo no tiene allí nombre, ni lo merece, ni apenas agua para el bautizo; pero la vanidad geográfica de los dueños de Susacasa lo llamó desde siglos atrás el
río
, y los vecinos de otros lugares del mismo barrio, por desprecio al señorío
[7]
de Rondaliego, llaman al tal río el
regatu
,
[8]
y lo humillan cuanto pueden, manteniendo incólumes capciosas servidumbres
[9]
que atraviesan la corriente del cristalino huésped fugitivo del Aren y de la
llosa
;
[10]
y la atraviesan ¡oh sarcasmo! sin necesidad de puentes, no ya romanos, pues queda dicho que por allí los romanos no anduvieron; ni siquiera con puentes que fueran troncos huecos y medio podridos de verdores redivivos
[11]
al contacto de la tierra húmeda de las orillas. De estas servidumbres tiranas, de ignorado y sospechoso origen, democráticas victorias sancionadas por el tiempo, se queja amargamente doña Berta, no tanto porque humillen el río, cruzándole sin puente (sin más que una piedra grande en medio del cauce, islote de sílice, gastado por el roce secular de pies desnudos y zapatos con tachuelas), cuanto porque marchitan las más lozanas
[12]
flores campestres y matan, al brotar, la más fresca hierba del Aren fecundo, señalando su verdura inmaculada con cicatrices que lo cruzan como bandas un pecho; cicatrices hechas a patadas. Pero dejando estas tristezas para luego, seguiré diciendo que más allá y más arriba, pues aquí empieza la cuesta, más allá del río que se salta sin puentes ni vados,
[13]
está la
llosa
, nombre genérico de las vegas de maíz que reúnen tales y cuales condiciones, que no hay para qué puntualizar ahora; ello es que cuando las cañas crecen, y sus hojas, lanzas flexibles, se columpian ya sobre el tallo, inclinadas en graciosa curva, parece la
llosa
verde mar agitado por las brisas. Pues a la otra orilla de ese mar está el palacio, una casa blanca, no muy grande, solariega de los Rondaliegos, y ella y su corral, quintana,
[14]
y sus dependencias, que son: capilla, pegada al
palacio
, lagar (hoy con vertido en pajar), hórreo
[15]
de castaño con pies de piedra,
pegollos
,
[16]
y un palomar blanco y cuadrado, todo aquello junto, más una cabaña con honores de casa de labranza, que hay en la misma falda de la loma en que se apoya el
palacio
, a treinta pasos del mismo; todo eso, digo, se llama
Posadorio
.
Viven solas en el
palacio
doña Berta y Sabelona. Ellas y el gato, que, como el arroyo del Aren, no tiene nombre porque es único, el
gato
, su género. En la casa de labor vive el casero,
[17]
un viejo, sordo como doña Berta, con una hija casi imbécil que, sin embargo, le ayuda en sus faenas como un gañán
[18]
forzudo, y un criado, zafio
[19]
siempre, que cada pocos días es otro; porque el viejo sordo es de mal genio, y despide a su gente por culpas leves. La
casería
la lleva a medias. Aun entera valdría bien poco; el terreno tan verde, tan fresco, no es de primera clase, produce casi nada: doña Berta es pobre, pero limpia, y la dignidad de su señorío casi imaginario consiste en parte en aquella pulcritud que nace del alma. Doña Berta mezcla y confunde en sus adentros la idea de limpieza y la de soledad, de aislamiento; con una cara de pascua hace la vida de un
muni
...
[20]
que hilara y lavara la ropa, mucha ropa, blanca, en casa, y que amasara el pan en casa también. Se amasa cada cinco o seis días; y en esta tarea, que pide músculos más fuertes que los suyos y aún los de la decadente Sabel, las ayuda la imbécil hija del casero; pero hilar, ellas solas, las dos viejas: y cuidar de la colada,
[21]
en cuanto vuelve la ropa del río, ellas solas también. La huerta de arriba se cubre de blanco con la ropa puesta a secar, y desde la caseta del recuesto, que todo lo domina, doña Berta, sorda, callada, contempla risueña, y dando gracias a Dios, la nieve de lino inmaculado que tiene a los pies, y la verdura, que también parece lavada, que sirve de marco a la ropa, extendiéndose por el bosque de casa, y bajando hasta la
llosa
y hasta el Aren; el cual parece segado por un peluquero muy fino, y casi tiene aires de una persona muy afeitada, muy jabonada y muy olorosa. Sí. Parece que le cortan la hierba con tijeras y luego lo jabonan y lo pulen: no es llano del todo, es algo convexo, se hunde misteriosamente allá hacia los
humeros
, al besar el arroyo, y doña Berta mil veces deseó tener manos de gigante, de
un día de bueyes
[22]
cada una, para pasárselas por el lomo al Aren, ni más ni menos que se las pasa al gato. Cuando está de mal humor, sus ojos, al contemplar el prado, se detienen en las dos sendas que lo cruzan; manchas infames, huellas de la plebe, de los malditos destripaterrones
[23]
que, por envidia, por moler, por pura malicia, mantienen sin necesidad, sin por qué ni para qué, aquellas servidumbres públicas, deshonra de los Rondaliegos.
Por aquí no se va a ninguna parte; en Zaornín se acaba el mundo; por Susacasa jamás atravesaron cazadores, ejércitos, bandidos, ni pícaros delincuentes; carreteras y ferrocarriles quédanse allá lejos; hasta los caminos vecinales pasan haciendo respetuosas eses por los confines de aquella mansión embutida en hierba y follaje; el rechino de los carros se oye siempre lejano, doña Berta ni lo oye... y los empecatados
[24]
vecinos se empeñan
[25]
en turbar tanta paz, en manchar aquellas alfombras con senderos que parecen la podre
[26]
de aquella frescura, senderos en que dejan la huellas de los zapatones y de los pies desnudos y sucios, como grosero sello de una usurpación del dominio absoluto de los Rondaliegos. ¿Desde cuándo puede la chusma pasar por allí? «Desde tiempo inmemorial», han dicho cien veces los testigos. «¡Mentira!, replica doña Berta. ¡Buenos eran los Rondaliegos de antaño para consentir a los sarnosos
[27]
marchitarles con los calcaños
[28]
puercos la hierba del Aren!». Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia, no se dejaban manchar el linaje ni los prados. Ella, doña Berta, no podía recordar, es claro, desde cuándo había sendas públicas que cruzaban sus propiedades; pero el corazón le daba que todo aquello debía de ser desde la caída del antiguo régimen, desde que había liberales y cosas así por el mundo.
«Por aquí no se va a ninguna parte, éste es el finibusterre
[29]
del mundo», dice doña Berta, que tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es Zaornín, con Susacasa, el prado Aren y
Posadorio
.
«Ni los moros ni los romanos pisaron jamás la hierba del Aren», dice ella un día y otro día a su fidelísima Sabelona (Isabel grande), criada de los Rondaliegos desde los diez años, y por la cual tampoco pasaron moros ni cristianos, pues aún es tan virgen como la parió su madre, y hace de esto setenta inviernos.
«¡Ni los moros ni los romanos!», repite por la noche doña Berta a la luz del candil, junto al rescoldo
[30]
de la cocina, que tiene el hogar en el suelo; y Sabelona inclina la cabeza, en señal de asentimiento, con la misma credulidad ciega con que poco después repite arrodillada los
actos
de fe que su ama va recitando delante. Ni doña Berta ni Isabel saben de romanos y moros cosa mayor, fuera de aquella noticia negativa de que nunca pasaron por allí; tal vez no tienen seguridad completa de la total ruina del Imperio de Occidente ni de la toma de Granada, que doña Berta, al fin más versada en ciencias humanas, confunde un poco con la gloriosa guerra de África, y especialmente con la toma de Tetuán:
[31]
de todas suertes, no creen ni una ni otra tan remotas, como lo son, en efecto, las respectivas dominaciones de agarenos
[32]
y romanos; y en definitiva, romanos y moros vienen a representar para ambas, como en símbolo, todo lo extraño, todo lo lejano, todo lo enemigo; y así, cuando algún raro interlocutor osó decirles que los franceses tampoco llegaron jamás, ni había para qué, a Susacasa, ellas se encogieron de hombros como diciendo: «Bueno, todo eso quiere decir lo de moros y romanos». Y es que esta manía, hereditaria en los Rondaliegos, le viene a doña Berta de tradición anterior a la invasión francesa.
[33]