¡Ay, los liberales! Esos sí habían llegado a
Posadorio
. Se ha hablado antes de la virginidad intacta de Sabelona. El lector habrá supuesto que doña Berta era viuda, o que su virtud se callaba por elipsis. Virtuosa era.... pero virgen no; soltera sí. Si Sabel se hubiera visto en el caso de su ama, no estaría tan entera. Bien lo comprendía, y por eso no mostraba ningún género de superioridad moral respecto de su señora. Había sido una desgracia, y bien cara se había pagado, desgracia y todo. Eran los Rondaliegos cuatro hermanos y una hermana, Berta, huérfanos desde niños. El mayorazgo, don Claudio, hacía de padre. La limpieza de la sangre era entre ellos un culto. Todos buenos, afables, como Berta, que era una sonrisa andando, hacían obras de caridad... desde lejos. Temían al vulgo, a quien amaban como hermano en Cristo, no en Rondaliego; su soledad aristocrática tenía tanto de ascetismo risueño y resignado, como de preocupación de linaje. La librería de la casa era símbolo de esas tendencias; apenas había allí más que libros religiosos, de devoción recogida y desengañada, y libros de blasones;
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por todas partes la cruz; y el oro, y la plata, y los gules
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de los escudos estampados en vitela.
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Un Rondaliego, tres o cuatro generaciones atrás, había aparecido muerto en un bosque, en la Matiella, a media legua de
Posadorio
, asesinado por un vecino, según todas las sospechas. Desde entonces toda la familia guardaba la espalda hasta al repartir limosna. El mayor pecado de los Rondaliegos era pensar mal de la plebe a quien protegían. Por su parte, los villanos, tal vez un día dependientes de
Posadorio
, recogían con gesto de humillación servil los beneficios, y a solapo
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se burlaban de la decadencia de aquel señorío, y mostraban, siempre que no hubiese que dar la cara, su falta de respeto en todas las formas posibles. Para esto, los ayudaban un poco las nuevas leyes, y la nueva política
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especialmente. El símbolo de las libertades públicas (que ellos no llamaban así, por supuesto) era para los vecinos de Pie del Oro el desprecio creciente a los Rondaliegos, y la sanción legal que a tal desprecio los alentaba; mediante recargo de contribución al distribuirse la del concejo, trabajo forzoso y desproporcionado en las sextaferias,
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abandono de la policía rural en los límites de Zaornín, y singularmente de Susacasa, con otros cien alfilerazos
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disimulados, que iban siempre a cuenta del Ayuntamiento, de la ley, de los nuevos usos, de los pícaros tiempos.
En cuanto al despojo
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de fruta, hierba, leña, etc., ya no se podía culpar directamente a la ley, que no llegaba a tanto como autorizar que se robase de noche y con escalamiento a los Rondaliegos; pero si no la ley, sus representantes, el alcalde, el juez, el pedáneo,
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según los casos, ayudaban al vecindario con su torpeza y apatía, que no les con sentía tropezar jamás con los culpables. Todo esto había sido años atrás; la buena suerte de los Rondaliegos fue la esquivez topográfica de su dominio: si su carácter, el de la familia, los alejaba del vulgo, la situación de su casa también parecía una huida del mundo; los pliegues del terreno y las espesuras del contorno, y el no ser aquello
camino para ninguna parte
, fueron causa del olvido que, con ser un desprecio, era también la paz anhelada. «Bueno —se decían para sus adentros
los hermanos
de
Posadorio—
; el
siglo
,
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el populacho aldeano, nos desprecia, y nosotros a él, en paz». Sin embargo, siempre que había ocasión, los Rondaliegos ejercían su caridad por aquellos contornos.
Todos los hermanos permanecían solteros; eran fríos, apáticos, aunque bondadosos y risueños. El ídolo era el honor limpio, la sangre noble inmaculada. En Berta, la hermana, debía estar el santuario de aquella pureza. Pero Berta, aunque de la misma apariencia que sus hermanos, blanca, gruesa, dulce, reposada de gesto, voz y andares, tenía dentro ternuras que ellos no tenían. El hermano segundo, algo literato, traía a casa novelas de la época, traducidas del francés. Las leían todos. En los varones no dejaban huella; en Berta hacían estragos interiores. El romanticismo, que en tantos vecinos y vecinas de las ciudades y villas era pura conversación, a lo más, pretexto para viciucos,
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en Posadorio tenía una sacerdotisa verdadera, aunque llegaba hasta allí en ecos de ecos, en folletines apelmazados.
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Jamás pudieron sospechar los hermanos la hoguera de idealidad y puro sentimentalismo que tenían en
Posadorio
. Ni aun después de la
desgracia
dieron en la causa de ella, pensando en el romanticismo, la atribuyeron al azar, a la ocasión, a la traición, que culpa tuvieron también; tal vez el peor pensador llegó hasta pensar en la concupiscencia,
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que por parte de Berta no hubo; sólo no se acordó nadie del amor inocente, de un corazón que se derrite al contacto del fuego que adora. Berta se dejó engañar con todas las veras de su alma. La historia fue bien sencilla; como las de sus libros: todo pasó lo mismo. Llegó
el capitán
, un capitán de los
cristinos
;
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venía herido; fugitivo; cayó desmayado delante de la portilla de la quintana; ladró el perro; llegó Berta, vio la sangre, la palidez, el uniforme, y unos ojos dulces, azules, que pedían piedad, tal vez cariño; ella recogió al desgraciado, le escondió en la capilla de la casa, abandonada, hasta pensar si haría bien en avisar a sus hermanos, que eran, como ella, carlistas,
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y acaso entregarían a los suyos al fugitivo si los suyos pasaban por allí y le buscaban. Al fin era un liberal, un negro.
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Pensó bien, y acertó. Reveló su secreto, los hermanos aprobaron su conducta, el herido pasó de la tarima de la capilla a las plumas del mejor lecho que había en la casa; todos callaron. La facción,
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que pasó por allí, no supo que tenía tan cerca a tal enemigo, que había sido azote de los blancos. Dos meses cuidó Berta al liberal con sus propias manos, solícita, enamorada ya desde el primer día; los hermanos la dejaban
cuidar
y enamorarse; la dejaban hacer servicios de amante esposa que tiene al esposo moribundo; y esperaban que ¡naturalmente! el día en que el enfermo pudiera abandonar a
Posadorio
, todo afecto se acabaría; la señorita de Rondaliego sería una extraña para el capitán garrido, que todas las noches lloraba de agradecimiento, mientras los hermanos roncaban y la hermana velaba, no lejos del lecho, acompañada de una vieja y de Sabel, entonces lozana doncella.
Cuando el capitán pudo levantarse y pasear por la huerta, dos de los hermanos, entonces presentes en
Posadorio
(los otros dos, el mayor y el último, habían ido a la ciudad por algunos días), vieron en el
negro
un excelente amigo, capaz de distraerlos de su resignado aburrimiento; la simpatía entre los carlistas y el liberal creció de día en día; el capitán era expansivo,
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tierno, de imaginación viva y fuerte; quería, y se hacía querer; y a más de eso, animaba a los linfáticos
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Rondaliegos a inocentes diversiones, como asaltos de armas, que él dirigía, sin tomar en ellos parte muy activa, juegos de ajedrez y de naipes, y leía en voz alta, con hermosa entonación, blanda y rítmica, que los adormecía dulcemente, después de la cena, a la luz del velón vetusto del salón de
Posadorio
, que resonaba con las palabras y con los pasos.
Llegó el día en que el
liberal
se creyó obligado por delicadeza a anunciar su marcha, porque las fuerzas, recobradas ya, le permitían volver al campo de batalla en busca de sus compañeros. Dejaba allí el alma, que era Berta; pero debía partir. Los hermanos no se lo consintieron;
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le dieron a entender con mil rodeos que cuanto más tardara en volver a luchar contra los carlistas, mejor pagaría aquella hospitalidad y aquella vida que decía deber a los Rondaliegos. Además, y sobre todo, ¡les era tan grata su compañía! Vivían unos y otros en una deliciosa interinidad,
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olvidados de los rencores políticos, de todo lo que estaba más allá de aquellos, bosques, marco verde del cuadro idílico de Susacasa. El capitán se dejó vencer; permaneció en Posadorio más tiempo del que debiera; y un día, cuando las fuerzas de su cuerpo y la fuerza de su amor habían llegado a un grado de intensidad que producía en él una armonía deliciosa y de mucho peligro, cayó, sin poder remediarlo, a los pies de Berta, en cuanto la ocasión de verla sola vino a tentarle. Y ella, que no entendía palabra de aquellas cosas, se echó a llorar; y cuando un beso loco vino a quemarle los labios y el alma, no pudo protestar sino llorando, llorando de amor y miedo, todo mezclado y confuso. No fue aquel día cuando
perdió el honor
sino más adelante; en la huerta, bajo un laurel real que olía a gloria; fue al anochecer; los hermanos, ciegos, los habían dejado solos en casa, a ella y al capitán; se habían ido a cazar, ejercicio todavía demasiado penoso para el convaleciente que quería ir a la guerra antes de tiempo.
Cantaba un ruiseñor solitario en la vecina
carbayeda
;
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un ruiseñor como el que oía arrobada de amor la sublime santa Dulcelina,
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la hermana del venerable obispo Hugues de Dignes. «¡Oh, qué canto solitario el de ese pájaro!», dijo la Santa, y en seguida se quedó en éxtasis absorta en Dios por el canto de aquel ave. Así habla Salimbeno.
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Así se quedo Berta; el ruiseñor la hizo desfallecer, perder las fuerzas con que se resiste, que son desabridas,
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frías; una infinita poesía que lo llena todo de amor y de indulgencia le inundó el alma; perdió la idea del bien y el mal; no había mal; y absorta por el canto de aquel ave, cayó en los brazos de su capitán, que hizo allí de Tenorio sin trazas de malicia. Tal vez si no hubiese estado presente el liberal, que le debía la vida a ella, Berta, escuchando aquella tarde al solitario ruiseñor, se hubiera jurado ser otra Dulcelina, y amar a Dios, y sólo a Dios, con el dulce nombre de Jesús, en la soledad del claustro, o como Santa Dulcelina, en el mundo, en el
siglo
, pero en aquel
siglo
de Susacasa, que era más solitario que un convento; de todas suertes, de seguro aquel día, a tal hora, bajo aquel laurel, ante aquel canto, Berta habría llorado de amor infinito, hubiera consagrado su vida a su culto. Cuando las circunstancias permitieron ya al capitán pensar en el aspecto civil de su felicidad suprema, se ofreció a sí mismo, a fuer de
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amante y caballero, volver cuanto antes a Posadorio, renunciar a sus armas y pedir la mano de su esposa a los hermanos, que a un guerrero
liberal
no se la darían. Berta, inocente en absoluto, comprendió que había pasado algo grave, pero no lo irreparable. Calló, más por la dulzura del misterio que por terror de las consecuencias de sus revelaciones. El capitán prometió volver a casarse. Estaba bien. No estaba de más eso; pero la dicha ya la tenía ella en el alma. Esperaría cien años. El capitán, como un cobarde, huye el peligro de la muerte; vuelve a sus banderas por ceremonia, por cumplir, dispuesto a salvar el cuerpo y pedir la absoluta,
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su vida no es suya, piensa él, es del honor de Berta.
Pero el hombre propone y el héroe dispone.
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Una tarde, a la misma hora en que cantaba el ruiseñor de Berta y de Santa Dulcelina, el capitán liberal oye cantar al bronce
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el himno de la guerra; como un amor supremo; la muerte gloriosa le llama desde una trinchera; sus soldados esperan el ejemplo, y el capitán lo da; y en un deliquio
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de santa valentía entrega el cuerpo a las balas, y el alma a Dios, aquel bravo que sólo fue feliz dos veces en la vida, y ambas para causar una desgracia y engendrar un desgraciado. Todo esto, traducido al único lenguaje que quisieron entender los hermanos Rondaliegos, quiso que un infame
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liberal, mancillando
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la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza, la ley, la virtud, todo lo santo, les había robado el honor y había huido.
Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la Iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable
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le había obligado a cumplir antes con su bandera. El capitán había salido de Zaornín al día siguiente de su ventura; de la deshonra que allí dejaba no se supo, hasta que, con pasmo y terror de los hermanos, con pasmo y sin terror de Berta, la infeliz cayó enferma de un mal que acabó en un bautizo misterioso y oculto, en lo que cabía, como una ignominia.
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Berta comenzó a comprender su falta por su castigo. Se le robó el hijo, y los hermanos, los ladrones, la dejaron sola en
Posadorio
con Isabel y otros criados. La herencia, que permanecía sin dividir, se partió, y a Berta se le dejó, además de lo poco que le tocaba, el usufructo
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de todo Susacasa, Posadorio inclusive: ya que había manchado la casa solariega
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pecando allí, se le dejaba el lugar de su deshonra, donde estaría más escondida que en parte alguna. Bien comprendió ella, cuando renunció a la esperanza de que volviera su capitán, que el mundo debía en adelante ser para la joven deshonrada aquel rincón perdido, oculto por la verdura que lo rodeaba y casi sumergía. Muchos años pasaron antes que los Rondaliegos empezasen, si no a perdonar, a olvidar; dos murieron con sus rencores, uno en la guerra, a la que se arrojó desesperado; otro en la emigración, meses adelante. Ambos habían gastado todo su patrimonio en servicio de la causa que defendían. Los otros dos también contribuyeron con su hacienda en pro de don Carlos,
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pero no expusieron el cuerpo a las balas; llegaron a viejos, y estos eran los que, de cuando en cuando, volvían a visitar el
teatro de su deshonra
. Ya no lo llamaban así. El secreto que habían sabido guardar había quitado a la deshonra mucho de su amargura; después, los años, pasando, habían vertido sobre la
caída
de Berta esa prescripción
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que el tiempo tiende, como un manto de indulgencia hecho de capas de polvo, sobre todo lo convencional. La muerte, acercándose, traía a los Rondaliegos pensamientos de más positiva seriedad; la vejez perdonaba en silencio a la juventud lejanos extravíos de que ella, por su mal, no era capaz siquiera; Berta se había perdonado a sí propia también, sin pensar apenas en ello; pero seguía en el retiro que le habían impuesto, y que había aceptado por gusto, por costumbre, como el ave del soneto de Lope, aquella que se volvió a la jaula por no ver llorar a una mujer. Berta llegó a no comprender la vida fuera de
Posadorio
. A la preocupación de su aventura, poco a poco olvidada, en lo que tenía de mancha y pecado, no como poético recuerdo, que subsistió y se acentuó y sutilizó en la vejez, sucedieron las preocupaciones de familia, aquella lucha con toda sociedad y con todo contacto plebeyo. Pero si Berta se había perdonado su falta, no perdonaba en el fondo del alma a sus hermanos el
robo
de su hijo, que mientras ella fue joven, aunque le dolía infinito, la parecía legítimo; mas cuando la madurez del juicio le trajo la indulgencia para el pecado horroroso de que antes se acusaba, la conciencia de la madre recobró sus fuerzas, y no sólo no perdonaba a sus hermanos, sino que tampoco se perdonaba a sí misma. «Sí —se decía—; yo debí protestar, yo debí reclamar el fruto de mi amor; yo debí después buscarlo a toda costa, no creer a mis hermanos cuando me aseguraron que había muerto».