Se acordó de los santos; de los santos místicos, a quienes también solía tentar el demonio; a quienes olvidaba el Señor de cuando en cuando, para probarlos, dejándolos en la aridez de un desierto espiritual.
Y los santos vencían; y aun oscurecido, nublado el sol de su espíritu... creían y amaban... oraban en la ausencia del Señor, para que volviera.
Doña Berta acabó por sentir la sublime y austera alegría de la
fe en la duda
. Sacrificarse por lo evidente. ¡Vaya una gloria! ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo roba el pecado. «La fe débil, enferma», llegó a ser a sus ojos más grande que la fe ciega, robusta.
Desde que sintió así, su resolución de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro fue más firme que nunca.
Y en esta disposición de ánimo estaba, cuando por primera vez encontró al rico americano en el salón de su museo. El primer día no se atrevió a comunicarle su pretensión inaudita.
[179]
Ni siquiera a preguntarle el precio de la pintura famosa. A la segunda entrevista, solicitada por ella, le habló solemnemente de su idea, de su ansia infinita de poseer aquel lienzo.
Ella sabía cuánto iba a dar por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún le sobraban miles de pesetas para pagar
la deuda de su hijo
, si los acreedores aparecían. Doña Berta aguardó anhelante
[180]
la respuesta del millonario, sin parar mientes
[181]
en el asombro que él mostraba, y que ya tenía ella previsto. Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de
su hijo
, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la
tierra
, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.
¡Y el cuadro de
su capitán
, por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas pocas varas de tela!
La pobre anciana lloró, apoyada en el hombro del fúcar ultramarino, que era muy llano, y sabía tener todas las apariencias de los hombres caritativos... La buena señora estaba loca, sin duda; pero no por eso su dolor era menos cierto, y menos interesante la aventura. Estuvo amabilísimo con la abuelita; procuró engañarla como a los niños; todo menos, es claro,
soltar
el cuadro, no ya por lo que ella podía ofrecerle, sino por lo mismo que valía. ¡Estaría bien! ¿Qué diría el Gobierno? Además, aun suponiendo que la buena mujer dispusiera del capital que ofrecía, acceder a sus ruegos era perderla, arruinarla; caso de prodigalidad, de locura. ¡Imposible!
Doña Berta lloró mucho, suplicó mucho, y llegó a comprender que el dueño de su bien único tenía bastante paciencia aguantándola, aunque no tuviera bastante corazón para ablandarse. Sin embargo, ella esperaba que Dios la ayudase con un milagro; se prometió sacar agua de aquella peña, ternura de aquel canto rodado que el millonario llevaba en el pecho. Así, se conformó por lo pronto con que la dejara, mientras el cuadro no fuera trasladado a América, ir a contemplarlo todos los días; y de cuando en cuando también habría de tolerar que le viese a él, al ricachón, y le hablase y le suplicase de rodillas... A todo accedió el hombre, seguro de no dejarse vencer ¡es claro!, porque era absurdo.
Y doña Berta iba y venía, atravesando los peligros de las ruedas de los coches y de los cascos de los caballos; cada vez más aturdida, más débil... y más empeñada en su imposible. Ya era famosa, y por loca reputada en el círculo de las amistades del americano, y muy conocida de los habituales transeúntes de ciertas calles.
Medio Madrid tenía en la cabeza la imagen de aquella viejecilla sonriente, vivaracha, amarillenta, vestida de color de tabaco, con traje de moda atrasadísima, que huía de los ómnibus, que se refugiaba en los portales, y hablaba cariñosa y con mil gestos a la multitud que no se paraba a oírla.
Una tarde, al saber la de Rondaliego que el de La Habana se iba y se llevaba su
museo
, pálida como nunca, sin llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última conferencia a su verdugo; y a solas, frente a
su hijo
, testigo mudo,
muerto
... le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni creyó aquella
nueva locura
. Admitiendo que no fuera todo pura fábula, pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera tenido un hijo natural, ¿cómo podía ella asegurar que tal hijo era el original del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de su capitán, de su
presunto hijo
. Algo más ofreció el millonario; guardar el
secreto
, por descontado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!»
Y aquella noche soñó doña Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores! deténganse; aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale;
el cuadro de doña Berta
no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es natural, a la madre de
su capitán
, de su amigo... Con que recoja usted los cuartos, señor americano el de los millones, y venga el cuadro...; pase a su dueño legítimo doña Berta Rondaliego».
dor) la cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés; con sus mimos de
gato único
de dos viejas de edad, con sus costumbres de animal campesino, independiente, terco,
[183]
revoltoso y huraño,
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salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder salir, ensuciaba toda la casa, el
salón
inclusive; rompía vasos y platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y la carne. Había que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse. Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió, porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El
gato
de Sabelona fue encerrado en la guardilla,
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en una trastera, prisión segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera tigre para vociferar su derecho al aire libre.
Salió doña Berta de su posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso estaba resbaladizo, seco y pulimentado
[186]
por la helada... Era temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin, llegó la hora. Estaba en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y, levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad acaso; el chocolate se le había atragantado con la
riña del gato
. Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por donde la calle es más estrecha».
e dejó caer en un rincón, y murió tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por abril de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa.
[1]
Agripa: Marco Vipsanio Agripa (63-12 a.C.), militar romano que sometió al pueblo cántabro en el norte de la península ibérica.
[2]
Augusto: Cayo Julio César Octavio Augusto (63 a.C. - 14 d.C.), emperador romano que combatió colaboró en la represión de los cántabros y astures, dos pueblos que vivían en el norte de la península.
[3]
Muza ... Tarick: Musa ibn Nusayr (ca. 640-718), general árabe que participó en la conquista de la península contra el reino visigodo en el año 711 d.C. Tarick (Tariz ibn Ziyad) fue su lugarteniente
[4]
Hondonada (sus. f.): parte del terreno que está más honda que lo que la rodea
[5]
Orlado (part. p. del v.
orlar
): decorado en las orlas, en las márgenes o, en este caso, en las riberas del río.
[6]
Humero (sus. m.): árbol de la familia del abedul, de tronco grueso y que crece en las orillas de los ríos.
[7]
Señorío: territorio perteneciente a un señor.
[8]
Regatu (sus. m.): en Asturias, arroyo, regato.
[9]
Servidumbres (sus. f. pl.):
obligaciones
que pesan sobre una finca, en relación a otra que está cerca. La indignación que siente doña Berta estriba en que estas obligaciones a que está sujeta Susacasa, engañosas y malintencionadas (
capciosas
) para ella, permiten a los vecinos atravesar la finca, y se mantienen intactas (
incólumnes
) a lo largo del tiempo.
[10]
Llosa (sus. f.): en Asturias, campo de cultivo cercado.
[11]
Redivivo (adj.): resucitado.
[12]
Lozano (adj.): verde y con aspecto vigoroso.
[13]
Vado (sus. m.): lugar de un río o curso de agua por donde se puede atravesar sin barco o puente.
[14]
Quintana (sus. f.): casa de campo, finca.
[15]
Hórreo (sus. m.): construcción que se hace en Asturias y Galicia sobre cuatro pilotes para guardar los granos.
[16]
Pegollo (sus. m.): los pies del hórreo.
[17]
Casero (sus. m.): en este caso, persona que cuida una casa, generalmente de campo.
[18]
Gañán (sus. m.): mozo de labranza.
[19]
Zafio (adj.): grosero o tosco en sus modales o falto de tacto en su comportamiento.
[20]
Muni (sánscrito): ermitaño.
[21]
Colada (sus. f.): lavado de ropa.
[22]
Día de bueyes: medida agraria de superficie que se utiliza en Asturias, equivalente a 1257 m
2
.
[23]
Destripaterrones (sus. m.): jornalero del campo.
[24]
Empecatado (adj.): muy malo, travieso o díscolo.
[25]
Empeñar(se) (v.): proponerse una cosa con obstinación.
[26]
Podre (sus. f.): podredumbre, la parte podrida de algo.
[27]
Sarnoso (adj.): aplicado a animales o personas que tienen sarna, enfermedad de la piel.
[28]
Calcaño (sus. m.): la parte inferior del talón;
talón
: la parte posterior del pie.
[29]
Finibusterre (sus. m.): término, fin; del latín,
finibus terre
, el
fin del mundo.
[30]
Rescoldo (sus. m.): fuego de brasa que se conserva bajo la ceniza.
[31]
Tetuán: ciudad en el norte de Marruecos; la toma de esta ciudad por el ejército español en 1860 señala el final de la guerra de África y el comienzo de una influencia colonialista española en el norte de África que durará un siglo.
[32]
Agareno (sus. m.): musulmán, mahometano.
[33]
Invasión francesa: en 1808.
[34]
Blasón (sus. m.): escudo de armas de una familia de cierto linaje.
[35]
Gules (sus. m.): color rojo en los escudos de armas.
[36]
Vitela (sus. f.): piel fina de vaca o ternera empleada para escribir o pintar en ella.
[37]
A solapo (expr.): solapadamente, en secreto.
[38]
La nueva política: alusión a las leyes liberales de la Constitución de 1837.
[39]
Sextaferias: en Asturias, prestación vecinal para reparar caminos y realizar otras obras de utilidad pública a la que estaban obligados los lugareños los viernes (sexta feria) de algunas épocas del año.
[40]
Alfilerazo (sus. m.): pinchazo dado con un alfiler; en este caso, censura, queja, ataque.
[41]
Despojo (sus. m.): botín, presa; conjunto de cosas pertenecientes al vencido de que se apodera el vencedor o el conquistador.
[42]
Pedáneo (sus. m.): autoridad administrativa con jurisdicción en aldeas o pueblos pequeños.
[43]
Siglo: la vida en sociedad, en contraposición a la vida monástica o religiosa y, en este caso, al aislamiento de los Rondaliego.
[44]
Viciuco (sus. m.): pequeño vicio.
[45]
Apelmazado (par. p.): aplastado.
[46]
Concupiscencia (sus. f.): afición a los placeres materiales, particularmente los sexuales.