Read Doña Berta Online

Authors: Leopoldo Alas "Clarín"

Tags: #Novela corta

Doña Berta (6 page)

BOOK: Doña Berta
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Mientras ella fregaba un cangilón,
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por el postigo de la huerta, que estaba al nivel de la cocina, entró el gato, cubierto de rocío, con la cierza
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de aquella mañana plomiza y húmeda pegada al cuerpo blanco y reluciente. Sabel le miró con cariño, envidia y lástima.

Y se dijo: «¡Pobre animal! no sabe lo que le espera». El gato positivamente no había hecho ningún preparativo de viaje; aquella vida que llevaba, para él desde tiempo inmemorial, seguramente le parecía eterna. La posibilidad de una mudanza no entraba en su metafísica. Se puso a lamer platos de la cena de la víspera, como hubiera hecho en su caso un buen epicurista.
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Doña Berta entró silenciosa; vio el chocolate sobre la masera,
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y allí, como siempre, se puso a tomarlo. Los preparativos de la marcha estaban hechos, hasta el último pormenor, desde muchos días atrás. No había más que marchar, y, antes, despedirse. Ama y criada apenas hablaron en aquella última escena de su vida común. Pasó una hora, y llegó don Casto Pumariega, que se había
encargado de todo
con una amabilidad que nadie tenía valor para agradecerle. Él llevaría a doña Berta hasta la misma estación, la más próxima de Zaornín, facturaría el equipaje, la metería a ella en un coche de segunda (no había querido doña Berta primera, por ahorrar) y vamos andando. En Madrid la esperaba el dueño de una casa de pupilos barata. Le había escrito don Casto, para que le agradeciese el favor de enviarle un huésped. Allí paraba él cuando iba a Madrid, y eso que era tan rico.

Con don Casto se presentó en la cocina el mozo a quien había alquilado Pumariega un borrico en que había de montar doña Berta para llegar a la estación, a dos leguas de
Posadorio
. Ama y criada, que habían callado tanto, que hasta parecían hostiles una a otra aquella mañana, como si mutuamente se acusaran en silencio de aquella separación, en presencia de los
que venían a buscarla
sintieron una infinita ternura y gran desfallecimiento;
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rompieron a llorar, y lloraron largo rato abrazadas.

El gato dejó de lamer platos y las miraba pasmado.

Aquello era nuevo en aquella casa donde el cariño no tenía expresión. Todos se querían, pero no se acariciaban. A él mismo se le daba muy buena vida, pero nada de besos ni halagos. Por si acaso se acercó a las faldas de sus viejas y puso mala cara al señor Pumariega.

Doña Berta pidió un momento a don Casto, y salió por el postigo de la huerta. Subió el repecho,
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llegó a lo más alto, y desde allí contempló sus dominios. La espesura se movía blandamente, reluciendo con la humedad, y parecía quejarse en voz baja. Chillaban algunos gorriones. Doña Berta no tuvo ni el consuelo de poetizar la solemne escena de despedida. La Naturaleza ante su imaginación apagada y preocupada no tuvo esa piedad de personalizarse que tanto alivio suele dar a los soñadores melancólicos. Ni el Aren, ni la
llosa
, ni el bosque, ni el
palacio
le dijeron nada. Ellos se quedaban allí, indolentes, sin recuerdos de la ausencia; su egoísmo era el mismo de Sabel, aunque más franco: el que el gato hubiera mostrado si hubiesen consultado su voluntad respecto del viaje. No importaba. Doña Berta no se sentía amada por sus tierras, pero en cambio ella las amaba infinito. Sí, sí. En el mundo no se quiere sólo a los hombres, se quiere a las cosas. El Aren, la
llosa
, la huerta,
Posadorio
, eran algo de su alma, por sí mismos, sin necesidad de reunirlos a recuerdos de amores humanos. A la Naturaleza hay que saber amarla como los amantes verdaderos aman, a pesar del desdén. Adorar el ídolo, adorar la piedra, lo que no siente ni puede corresponder, es la adoración suprema. El mejor creyente es el que sigue postrado ante el ara
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sin dios. Chillaban los gorriones. Parecían decir: «A nosotros, ¿qué nos cuenta usted? Usted se va, nosotros nos quedamos; usted es loca, nosotros no; usted va a buscar el retrato de su hijo... que no está usted segura de que sea su hijo. Vaya con Dios». Pero doña Berta perdonaba a los pájaros, al fin chiquillos, y hasta al mismo Aren verde, que, más cruel aún, callaba. El bosque se quejaba, ése sí; pero poco, como un niño que, cansado de llorar, convierte en ritmo su queja y se divierte con su pena; y doña Berta llegó a notar, con la clarividencia
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de los instantes supremos ante la Naturaleza, llegó a notar que el bosque no se quejaba porque ella se iba; siempre se quejaba así; aquel frío de la mañana plomiza y húmeda era una de las mil formas del hastío
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que tantas veces se puede leer en la Naturaleza. El bosque se quejaba, como siempre, de ese aburrimiento de cuanto vive pegado a la tierra y de cuanto rueda por el espacio en el mundo, sujeto a la gravedad como a una cadena. Todas las cosas que veía se la aparecieron entonces a ella como presidiarios que se lamentan de sus prisiones y, sin embargo, aman su presidio. Ella, como era libre, podía romper la cadena, y la había roto... pero agarrada a la cadena se le quedaba la mitad del alma.

«¡Adiós, adiós!», se decía doña Berta, queriendo bajar aprisa; y no se movía. En su corazón había el dolor de muchas generaciones de Rondaliegos que se despedían de su tierra. El padre, los hermanos, los abuelos..., todos allí, en su pecho y en su garganta, ahogándose de pena con ella...

—Pero, doña Berta, ¡que vamos a perder el tren! —gritó allá abajo Pumariega; y a ella le sonó como si dijese: «Que va usted a perder la horca».

En el patio estaban ya don Casto y el espolique;
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el verdugo y su ayudante, y también el burro en que doña Berta había de montar para ir al
palo
.
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El
gato
iba en una cesta.

VIII

Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una entreabierta, la del Principal; una mesa con buñuelos, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta, que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no comprendía por qué dejaban freír buñuelos, o, por lo menos, venderlos en el portal del Ministerio; pero ello era que por allí había desaparecido la mesa, y tras ella dos guardias y uno que parecía de telégrafos. Y quedó la plaza sola; solas doña Berta y la nieve. Estaba inmóvil la vieja; los pies, calzados con chanclos,
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hundidos en la blandura; el paraguas abierto, cual forrado de tela blanca. «Como allá —pensaba— así estará el Aren». Iba a misa de alba. La iglesia era su refugio; sólo allí encontraba algo que se pareciese a lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo religioso. «Al fin —se decía— todos católicos, todos hermanos». Y esta reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente. La misa era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela
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de Pie de loro. El cura decía lo mismo y hacia lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era por otra cosa. Contemplar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le parecían menos enemigas, más semejantes a las callejas; los árboles más semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por las afueras... ¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos!... Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba inacabable... ; pero renunció a tales descubrimientos, porque el
campo
no era campo, era un desierto; ¡todo pardo! ¡todo seco! Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita. «¡Yo debía haberme muerto sin ver esto, sin saber que había esta desolación en el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría, es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra, y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas, por estas leguas y leguas de piedra y polvo».

volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo... Soy sorda, muy sorda, perdone usted... pero todo lo que yo pudiera...». Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. « ¡Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?» No la extrañaría que la muchedumbre indiferente la dejase pisotear
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por un caballo, partir en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el mundo, fuera de Zaornín, mejor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía... También ella quería servir al prójimo. La vida de la calle era, en su sentir, como una batalla de todos los días, en que entraban descuidados, valerosos,
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todos los habitantes de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de peligros sin fin, quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo eran, aunque tan extraños, tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avizor,
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supliendo el oído con la vista, con la atención preocupada con sus pasos y los de los demás. En cada bocacalle,
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en cada paso de adoquines, en cada plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de coches y caballos, los mayores peligros; y al llegar a estos tremendos trances
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de cruzar la vía pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pensaba en los demás como en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un percance de aquellos a un niño, a un anciano, a una pobre vieja, como ella; a quienquiera que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del Imperial
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a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol, haciendo grandes eses, con mil circunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto, tranvías, ripperts
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y simones
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, ómnibus y carros, y caballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en el aire... Y el borracho
sereno
, a fuerza de no estarlo, tranquilo, caminaba agotando el tratado más completo de curvas, imitando toda clase de órbitas y
eclípticas
,
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sin soñar siquiera con el peligro, con aquel fuego graneado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés. Doña Berta le veía avanzar, retroceder, librar por milagro de cada tropiezo, perseguido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes...; y ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre desde la acera, como hubiera podido desde la costa orar por la vida de un náufrago que se ahogara a su vista.

Y no respiró hasta que vio al de la
mona
en el puerto seguro de los brazos de un polizonte,
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que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia, el Ángel de la Guarda velaba, sin duda alguna, por la suerte y los malos pasos de los borrachos de la corte!

Aquella preocupación constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos,
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había llegado a ser una obsesión, una manía, la inmediata impresión material constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes pensamientos, de su vida atormentada de
pretendiente
. Sí, tenía que confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los coches y tranvías, que en su
pleito
, en su descomunal combate con aquellos ricachones
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que se oponían a que ella lograse el anhelo que la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había visto fuera de
Posadorio
, sus ideas y su corazón habían padecido un trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma, y se acordaba con horror de la muerte. ¡Qué horrible debía de ser irse nada menos que a
otro
mundo, cuando ya era tan gran tormento, dar unos pasos fuera de Susacasa, por esta misma tierra, que, lo que es parecer, ya parecía otra! Desde que se había metido en el tren, le había acometido un ansia loca de volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los
suyos
, que eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio..., todo aquello que dejaba tan lejos. Perdió la noción de las distancias, y se le antojó que había recorrido espacios infinitos; no creía posible que se pudiera desandar lo andado en menos de siglos... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y que fugitiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos
sin historia
, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la llevaban en un cochecillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de este, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel teje maneje
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de la vida; aquella confusión de las gentes, se le antojaba
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como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano. Pasó algunos días en Madrid sin pensar en moverse, sin imaginar que fuera posible empezar de algún modo sus diligencias para averiguar lo que necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Positivamente había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de aseo en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura, miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía ciertos visos
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de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por completo. Doña Berta empezó a preguntar, a inquirir .. ; salió de casa. Y entonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no había de pasar como la otra. Pero en fin, entre sus terrores, entre sus
batallas
, llegó a averiguar algo; que el cuadro que buscaba yacía depositado en un caserón cerrado al público, donde le tenía el Gobierno hasta que se decidiera si se quedaba con él un ministro o se lo llevaba un señorón americano para su palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de La Habana. Todo esto sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.

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