El propio volvió a los cuatro días, sin contestación y sin la carta de la señorita. Después de muchos afanes, de mil pesquisas, en la capital del concejo le habían admitido la misiva, dándole seguridades de entregar el pliego al pintor, que estaría de vuelta en aquella fonda en que esto le decían, antes de una semana. Buscarle inmediatamente era inútil. Podía estar muy cerca, o a veinte leguas. Se deslizaron días y días, y doña Berta aguardaba en vano, casi loca de impaciencia, noticias del pintor. En tanto, su carta, en que iba entre medias palabras el secreto de su honra, andaba por el mundo en manos de Dios sabía quién. Pasaron tristes semanas, y la pobre anciana, de flaquísima memoria, comenzó a olvidar lo que había escrito al pintor. Recordaba ya sólo, vagamente, que le declaraba de modo implícito su
pecado
, y que le pedía, por lo que más amase, noticias de su
capitán
: ¿cómo se llamaba? ¿quién era? ¿su origen? ¿su familia? y además quería saber quién había dado aquel dinero al pobre héroe que había muerto sin pagar; cómo sería posible encontrar al acreedor... Y, por último ¡qué locura!, le preguntaba por el
cuadro
, por la obra maestra. ¿Era suya aún? ¿Estaba ya vendida? ¿
Cuánto
podría costar? ¿Alcanzaría el dinero que le quedase a ella, después de vender todo lo que tenía y de pagar al acreedor del...
capitán
, para comprar el cuadro? Sí, de todo esto hablaba en la carta, aunque ya no se acordaba cómo; pero de lo que estaba segura era de que no se volvía atrás. En la cama, en los pocos días que tuvo que permanecer en ella, había resuelto aquella locura, de que no se arrepentía. Sí, sí, estaba resuelta,
quería
pagar la deuda de su
hijo
, quería comprar el
cuadro
que representaba la muerte heroica de su hijo, y que contenía el
cuerpo entero
de su hijo en el momento de perder la vida. Ella no tenía idea aproximada de lo que podían valer Susacasa,
Posadorio
y el Aren vendidos; ni la tenía remota siquiera de la deuda de su hijo y del precio del cuadro. Pero no importaba. Por eso quería enterarse, por so había escrito al pintor. Las razones que tenía para su locura eran bien sencillas. Ella no le había dado nada suyo al hijo de sus entrañas mientras el infeliz vivió; ahora muerto
le encontraba
, y quería dárselo todo; la honra de su hijo era la suya; lo que debía él lo debía ella, y quería pagar, y pedir limosna; y si después de pagar quedaba dinero para comprar el cuadro, comprarlo y morir de hambre; porque era como tener la sepultura de los dos capitanes, restaurar su honra, y era además tener la imagen fiel del hijo adorado y el reflejo de otra imagen adorada. Doña Berta sentía que aquella fortísima, absoluta, irrevocable resolución suya debía acaso su fuerza a un impulso invisible, extraordinario, que se le había metido en la cabeza como un cuerpo extraño que lo tiranizaba todo. «Esto, pensaba, será que definitivamente me he vuelto loca; pero, mejor, así estoy más a gusto, así estoy menos inquieta; esta resolución es un asidero;
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más vale el dolor material que de aquí venga, que aquel
tic-tac
insufrible de mis antiguos remordimientos, aquel ir y venir de las mismas ideas...». Doña Berta, para animarse en su resolución heroica, para llevar a cabo su sacrificio sin esfuerzo, por propio deseo y complacencia, y no por aquel impulso irresistible, pero que no le parecía
suyo
, se consagraba a irritar su amor maternal, a buscar ternura de madre... y no podía. Su espíritu se fatigaba en vano; las imágenes que pudieran enternecerla no acudían a su mente; no sabía cómo
se era madre
. Quería figurarse a su hijo, niño, abandonado... sin un regazo para su inocencia... No podía; el hijo que ella veía era un bravo capitán, de pie sobre un reducto, entre fuego y humo...; era la cabeza que el pintor le había regalado. «Esto es, se decía, como si a mis años me quisiera enamorar.. y no pudiera.» Y, sin embargo, su resolución era absoluta. Con ayuda del pintor, o sin ella, buscaría el cuadro, lo vería, ¡oh, sí, verlo antes de morir! y buscaría al acreedor o a sus herederos, y les pagaría la deuda de su hijo. «Parece que hay dos almas, se decía a veces: una que se va secando con el cuerpo, y es la que imagina, la que siente con fuerza, pintorescamente; y otra alma más honda, más pura, que llora sin lágrimas, que ama sin memoria y hasta sin latidos... y esta alma es la que Dios se debe de llevar al cielo».
Transcurridos
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algunos meses sin que llegaran noticias del pintor, doña Berta se decidió a obrar por sí sola: a Sabelona no había para qué enterarla de nada hasta el momento supremo, el de separarse. ¡Adiós, Zaornín, adiós Susacasa, adiós Aren, adiós
Posadorio
! El ama recibió una visita que sorprendió a Sabel y le dio mala espina.
El señor Pumariega, don Casto, notario retirado de la profesión y usurero
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en activo servicio, ratón del campo, esponja del concejo, gran coleccionista de fincas de pan llevar
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y toda clase de bienes raíces, se presentó en
Posadorio
preguntando por la señorita de Rondaliego con aquella sonrisa eterna que había hecho llorar lágrimas de sangre a todos los desvalidos de la comarca. Este señor vivía en la capital del concejo, a varios kilómetros de Zaornín. Se presentó a caballo; se apeó, encargó, siempre sonriendo, que le echasen hierba a la jaca, pero no de la nueva, y, pensándolo mejor, se fue él mismo a la cuadra, y con sus propias manos llenó el pesebre de heno.
Todavía llevaba algunas hierbas entre las barbas, y otras pegadas en el cristal de las gafas, cuando doña Berta le recibió en el salón, pálida, con la voz temblorosa, pero resuelta al sacrificio. Sin rodeos se fue al asunto, al negocio; hubiera sido absurdo y hasta una vergüenza enterar al señor Pumariega de los motivos sentimentales de aquella extraña resolución. El porqué no lo supo don Casto; pero ello era que doña Berta necesitaba, en dinero que ella se pudiera llevar en el bolsillo, todo lo que valiera, bien vendido, Susacasa con su Aren y con
Posadorio
inclusive. La casa, sus dependencias, la
llosa
, el bosque, el prado, todo... pero en dinero. Si se le daban los cuartos en préstamo, con hipoteca
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de las fincas dichas, bien, ella no pensaba pagar muchos intereses, porque esperaba morirse pronto, y el señor Pumariega podía cargar con todo; si no quería él este negocio, la venta, la venta en redondo.
Cuando el señor Pumariega iba a pasmarse de la resolución casi sobrenatural de la Rondaliego, se acordó de que mucho más útil era pasar desde luego a considerar las ventajas del trato, sin sorpresa de ningún género. La admiración no venía a cuento, sobre todo desde el momento en que se le proponía un buen negocio. Así, pues, como si se tratase de venderle unas cuantas pipas de manzana o la hierba de aquella otoñada, don Casto entró
de lleno
en el asunto, sin manifestar sorpresa ni curiosidad siquiera.
Y siguiendo su costumbre, al exponer sus argumentos para demostrar las ventajas del préstamo con hipoteca, llamaba a los contratantes A y B. «El prestamista B, la hipoteca H, el predio
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C...». Así hablaba don Casto, que odiaba los personalismos, y no veía en la
parte contraria
jamás un ser vivo, un semejante, sino una
letra
, elemento de una fórmula que había que eliminar. Doña Berta, que a fuerza de administrar muchos años sus intereses había adquirido cierta experiencia y alguna malicia, se veía como una mosca metida en la red de la araña, pero le importaba poco. Don Casto insistía en querer engañarla, en hacerla ver que no perdía a Susacasa necesariamente en las combinaciones que él la proponía; ella fingió que caía en la trampa; comprendió que de aquella aventura salía Pumariega dueño de los dominios de Rondaliego, pero en eso precisamente consistía el sacrificio; a eso iba ella, a que la crucificara aquel sayón.
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Y decidido esto, lo que la tenía anhelante, pendiente de los labios del judío, obsequioso,
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hasta adulador y servil, era... la cantidad, los miles de duros que había de entregarle el ratón del campo. Al fijar números don Casto, doña Berta sintió que el corazón le saltaba de alegría; el usurero ofrecía mucho más de lo que ella podía esperar; no creía que sus dominios mermados y empobrecidos pudieran responder de tantos miles de duros. Cuando Pumariega salía de
Posadorio
, Sabelona y el casero, que le ayudaban a montar mirándole de reojo,
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le vieron sonreír como siempre; pero además los ojuelos le echaban chispas que atravesaban los cristales de las gafas. Poco después, en una altura que dominaba a Zaornín, don Casto se detuvo y dio vuelta al caballo para contemplar el perímetro y el buen aspecto de sus nuevas posesiones. Siempre llamaba él
posesión
, por falsa modestia, a lo que sabía hacer suyo con todas las áncoras y garras del dominio quiritario
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que le facilitaban el papel sellado y los libros del Registro. Tres días después estaba Pumariega otra vez en
Posadorio
acompañado del nuevo notario, obra suya, y de varios testigos y peritos, todos sus deudores. No fue cosa tan sencilla y breve como doña Berta deseaba, y se había figurado, dejar toda la lana a merced de las frías tijeras del señor Pumariega; este quería seguridades de mil géneros y aturdir a la
parte contraria
, a fuerza de ceremonias y complicaciones legales. A lo único que se opuso con toda energía doña Berta fue a
personarse
en la capital del concejo. Eso no; ella no quería moverse de Susacasa... hasta el día de salir a tomar el tren de Madrid. Todo se arregló, en fin, y doña Berta vio el momento de tener en su cofrecillo de secretos antiguos los miles de duros que le prestaba el usurero. Bien comprendía ella que para siempre jamás se despedía de
Posadorio
, del Aren, de todo... ¿Cómo iba a pagar nunca aquel dineral que le entregaban? ¿Cómo había de pagar siquiera, si vivía algunos años, los intereses? Podría haber un milagro. Sólo así. Si el milagro venía, Susacasa seguiría siendo suyo, y siempre era una ventaja esta esperanza, o por lo menos un consuelo. Sí; todo lo perdía, pero el caso era pagar las deudas de su hijo, comprar el cuadro... y después morir de hambre si era necesario. ¿Y Sabelona? Don Casto había dado a entender bien claramente que él necesitaba
garantías
para la seguridad de su hipoteca mediante la vigilancia de un diligentísimo padre de familia sobre los bienes en que la dicha hipoteca consistía; él no tenía inconveniente en que el
casero
siguiera en la
casería
por ahora; pero en cuanto a las llaves de
Posadorio
y el cuidado del palacio y sus dependencias... prefería que corriesen de su propia cuenta. De modo que Sabelona no podía quedar en
Posadorio
. El ama vaciló antes de proponerla llevársela consigo; era cuestión de gastos; había que hacer economías, mermar
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lo menos posible su caudal,
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que ella no sabía si podría alcanzar a la deuda y al precio del cuadro; todo gasto de que se pudiese prescindir, había que suprimirlo. Sabelona era una boca más, un huésped más, un viajero más. Doble gasto casi. Con todo, prometiéndose ahorrar este dispendio en el regalo de su propia persona, doña Berta propuso a la criada llevarla a Madrid consigo.
Sabelona no tuvo valor para aceptar. Ella no se había vuelto loca como el ama, y veía el peligro. Demasiadas desgracias le caían encima sin buscar esa otra, la mayor, la muerte segura. ¡Ella a Madrid! Siempre había pensado en esas cosas de tan lejos vagamente, como en la otra vida; no estaba segura de que hubiera países tan distantes de Susacasa... ¡Madrid! El tren... tanta gente... tantos caminos... ¡Imposible! Que dispensara el ama, pero Sabel no llegaba en su cariño y lealtad a ese extremo. Se le pedía una acción heroica, y ahí no llegaba ella. Sabelona, como San Pedro, negó a su señora, desertó de su locura ideal, la abandonó en el peligro, al pie de la cruz. Así como si doña Berta se estuviera muriendo, Sabelona lo sentiría infinito, pero no la acompañaría a la sepultura, así la abandonaba al borde del camino de Madrid. La criada tenía unos parientes lejanos en un concejo vecino, y allá se iría, bien a su pesar, durante la ausencia del ama, ya que el señor Pumariega quería llevarse las llaves de
Posadorio
, contra todas las leyes divinas y humanas, según Sabel.
—Pero ¿no es usted el ama? ¿Qué tiene él que mandar aquí?
—Déjame de cuentos, Isabel; manda todo lo que quiere, porque es quien me da el dinero. Esto es ya como suyo.
Doña Berta sintió en el alma que su compañera de tantos años, de toda la vida, la abandonase en el trance supremo a que se arriesgaba; pero perdonó la flaqueza de la criada, porque ella misma necesitaba de todo su valor, de su resolución inquebrantable, para salir de su casa y meterse en aquel laberinto de caminos, de pueblos, de ruido y de gentes extrañas, enemiga. Suspiró la pobre señora, y se dijo: «Ya que Sabel no viene... me llevaré el
gato
». Cuando la criada supo que el gato también se iba, le miró asustada, como consultándole. No le parecía justo, valga la verdad, abusar del pobre animal porque no podía decir que no, como ella; pero si supiese en la que le metían, estaba segura de que tampoco el
gato
querría acompañar a su dueña. Sabel no se atrevió, sin embargo, a oponerse, por más que el animalito le había traído ella a casa; era, en rigor, suyo. Ella tampoco podría llevarlo a casa de los parientes lejanos:
dos bocas
más eran demasiado. Y en
Posadorio
no podía quedar solo, y menos con don Casto, que lo mataría de hambre. Se decidió que el
gato
iría a Madrid con doña Berta.
Una mañana se levantó Sabelona de su casto lecho, se asomó a una ventana de la cocina, miró al cielo, con una mano puesta delante de los ojos a guisa de pantalla, y con gesto avinagrado y voz más agria todavía, exclamó, hablando a solas, contra su costumbre:
«¡Bonito día de viaje!». Y en seguida pensó, pero sin decirlo: «¡El último día!». Encendió el fuego, barrió un poco, fue a buscar agua fresca, se hizo su café, después el chocolate del ama; y como si allí no fuera a suceder nada extraordinario, dio los golpes de ordenanza a la puerta de la alcoba de doña Berta, modo usual de indicarle que el desayuno la esperaba; y ella, Sabel, como si no se acabara todo aquella misma mañana, como si lo que iba a pasar dentro de una hora no fuese para ella una especie de fin del mundo, se entregó a la rutinaria marcha de sus faenas domésticas, inútiles en gran parte esta vez, puesto que aquella noche ya no dormiría nadie en
Posadorio
.