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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (11 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Sospecho que
nadie
disfruta con esa música. Que está ahí porque

, y que la mayoría de la gente ni se da cuenta, o bien ha llegado a aceptar que se trata del acompañamiento sonoro ideal para las actividades mencionadas.

A mí no me ocurre ninguna de las dos cosas, y aunque sé que esta confesión me delatara como la vieja solterona que soy, considero que estoy en mi derecho, y ahora ya se han enterado.

No voy a caer en el despropósito de sugerir que los tribunales constituyan el foro adecuado para zanjar lo que ni siquiera yo, que soy el ofendido, me atrevo a considerar una disputa; pero sospecho que existen otros con actitudes similares a la mía, y tal vez, en alguna parte, logremos que nos escuchen.

Puede que a los que pensamos así nos consideren neurasténicos, pero también se nos podría mirar como a consumidores, y bajo esta perspectiva tal vez lográramos que uno o dos empresarios nos hicieran caso. Si yo viera un restaurante que anunciara «buena comida, ambiente silencioso», seguro que le daba una oportunidad.

El hotel Lincoln

El otro día saqué de la estantería un viejo libro sobre actuación.

Se titula
Actuación: Las seis primeras lecciones
, de Richard Boleslavsky, y es un libro que me encantaba cuando era un joven estudiante de arte dramático. Me acompañó de manera casi constante durante los últimos años sesenta y los setenta. Es una exposición amena y accesible de la visión de Boleslavsky de esa filosofía que, a falta de un término mejor, supongo que debemos llamar el Sistema Stanislavsky.

Voy a explicar por qué saqué el libro. Pasaba por delante de mi televisor, que, confieso avergonzado, estaba encendido. Anunciaban el próximo pase de la película
Tres lanceros bengalíes
. Y pensé: bueno, no he visto la película, pero me encanta el libro. Y me propuse demostrar a la televisión que mi cultura es anterior a la era electrónica. Me puse a buscar los
Lanceros
en las estanterías y no los encontré. Sin embargo, encontré otro libro del subgénero, supongo que reducido, de memorias de lanceros, y dicho libro era
¡Lanzas arriba!

Pues bien:
¡Lanzas arriba!
es de Richard Boleslavsky, y describe su carrera en los Lanceros Polacos al principio de la Gran Guerra. Compré el libro en una época en la que frecuentaba las librerías de teatro, porque su autor había sido miembro del Teatro Artístico de Moscú —el Camelot de mi juventud— y había escrito las excelentes
Seis lecciones
.

Y así, veinte años después, envuelto en un absurdo diálogo con un aparato de televisión, mi mente guió mi mano hacia uno de mis libros favoritos y lo saqué de la estantería. Y de su interior cayó un recibo.

Era un recibo por 170 dólares, por un mes de alojamiento en el hotel Lincoln, que estaba y sigue estando en el extremo sur de la avenida Lincoln de Chicago.

He vivido en el hotel Lincoln muchas veces durante mis años de juventud, y lo consideraba un paraíso.

Dejen que me explique: cuando me alojé allí por primera vez, la tarifa era de 135 dólares al mes, lo cual incluía el arreglo diario de la habitación, servicio de contestador, televisor y las mejores vistas y la mejor zona de Chicago.

Las habitaciones daban al parque Lincoln y al lago, y las vistas me parecían mucho más bonitas que las del paseo del Lago.

Entre el parque
y
yo sólo se interponía la calle Clark, mientras que el paseo del Lago tenía al lado el inmenso paseo Exterior, con su constante ruido de tráfico. Desde mi habitación veía unos amaneceres maravillosos, y siempre estaba limpia cuando regresaba por las noches. Creo que me daba pena esa gente engañada que paga fortunas por sus pisos y que no se da cuenta de que lo único que uno necesita es cobijo y soledad. Mi habitación del hotel no sólo ofrecía ambas cosas, sino que, a modo de propina, añadía encanto. No sé por qué, Elaine, la anciana telefonista, cogió la costumbre de llamarme a las once o las doce de la noche para preguntarme si deseaba una taza de té o alguna otra cosa. Se decía que en el lavabo de caballeros había una timba de dados, pero nunca di con ella; y por la noche se oía a los animales.

Los animales vivían en el zoo del parque Lincoln, casi al otro lado de la calle, y muchas noches se oía a los leones o a las focas.

El soplo de la timba de dados me lo dieron unos amigos en el Second City.

Cuando era estudiante de secundaria me dejaba caer con bastante frecuencia por el Second City. Me llevaba bien con los dueños y su familia, y me dejaban rondar por el local. Más adelante trabajé allí de camarero, y alguna que otra vez toqué el piano en las funciones infantiles de fin de semana.

El caso es que a comienzos de los sesenta, mucho antes de la fecha del recibo, quedé expuesto a
la vie bohéme
, tal como la practicaban los actores del Second City. En aquella época, el club se encontraba a media manzana del restaurante del hotel Lincoln (que por entonces me parece que aún no se llamaba Laff-In o «casa de las risas»); y se me informó de que algunos iluminados del Lado Norte vivían en el hotel Lincoln y comían, escribían y conspiraban en el restaurante del hotel; y jugaban a los dados en el servicio de caballeros. Yo tomaba nota de todo lo que me decían y cuando llegó el momento de lanzarme al mundo me planté en el hotel y alquilé una habitación.

Compré mi primera máquina de escribir (una Olympia por la que recuerdo que pagué doscientos dólares; parece mucho dinero para una máquina manual, pero aún la sigo teniendo, después de veintitantos años, y sigue funcionando a la perfección), pagué un mes por adelantado y me instalé a vivir en el hotel Lincoln. Bajaba varias veces al día al restaurante, que ya se llamaba Laff-In, y me sentaba en los mismos reservados que habían acogido a Bums y Shreiber, Fred Wíllard y el gran Sevem Darden. Recibía mensajes en la centralita, y subía chicas guapas a mi habitación. Bajaba al Laff-In en mitad de la noche y me tomaba un caldo de pollo con el propietario, Jeff, mientras charlábamos acerca del mundo en general. Jamás entré en el bar del hotel, pero de vez en cuando me tomaba una copa con los propietarios de la farmacia, detrás del mostrador.

Durante aquellos años tenía un empleo de día (o sea, «serio») y además, trabajaba en el teatro haciendo cualquier cosa que podía.

Durante algún tiempo vendí terrenos por teléfono. La agencia estaba en la parte norte de Lincolnwood, de modo que tenía que recorrer toda la avenida Lincoln dos veces al día en el autobús municipal, y me parecía significativo que la larga ruta del autobús comenzara en la esquina misma donde yo vivía. (Al regresar por la noche veía el letrero rojo y naranja del hotel desde muy lejos; si la memoria me es fiel, que seguramente no lo será, por lo menos desde la calle Addison.)

Trabajé de camarero en un club de la parte alta de la calle Clark; y también en aquella época fui ayudante de camarero en los últimos días de la London House.

Escribía obras teatrales en mi cuaderno, sentado en el Laff-In; y también escribía en diversos bancos del parque, al otro lado de la calle.

Sólo poseía un poco de ropa y varios libros de teatro. En retrospectiva, creo poder decir que no sólo me propuse, sino que conseguí emular mi modelo de La Vida de un Escritor de Chicago.

La noche que saqué el libro de Boleslavsky tenía invitados en mi casa de Boston. Uno de los invitados era un actor joven. Me puse a rememorar con él y sus amigos
mis
primeros años en el teatro, y les hablé, como parece que hacemos siempre los carrozones, de lo románticas y baratas que eran las cosas en mis tiempos. Les expliqué la vida tan perfecta, cómoda y encantadora que llevaba por 170 dólares al mes, y les enseñé el libro y el recibo, como si el hecho de su existencia pudiera atenuar mi pesadez; Le gustó el libro y yo se lo regalé, con una dedicatoria en la que deseaba que lo disfrutara mucho y le trajera suerte.

Me preguntó si el regalo incluía también el recibo. Vacilé un momento. El recibo se había convertido en algo precioso para mí. Era una reliquia perfecta de una época anterior de mi vida. Quería aquel recibo. Pero ¿qué significaba aquel recibo? ¿Que, efectivamente, había vivido en aquella época? ¿Y eso quién podía dudarlo? Y puestos a ello, ¿a quién podía importarle? Al único que podía importarle era a mí, y yo ya sabía que era verdad. Así que le dije al actor que claro que quería que se quedara también con el recibo, porque quería formar parte de la secuencia de Boleslavsky a Stanislavsky y el Teatro Artístico de Moscú, y me halagaba que aquel joven quisiera que la tradición continuara con él, por mediación mía.

El subastador de armas

Tomé el tren en la Union Station de Chicago, rumbo al Sur. Iba a encontrarme con un hombre al que sólo conocía por teléfono. Dirigía una casa de subastas de armas de fuego. Yo le había comprado varias piezas, y también le había vendido una o dos.

En la última subasta habían vendido una pistola Colt del calibre 45, que era mía. La había modificado a fondo, adaptándola para tiro de competición. Pero como mi trabajo me impedía practicar el tiro al blanco decidí aligerar mi armero y se la envié al subastador.

La pistola y las modificaciones me habían costado en total más de mil dólares, pero una subasta es un sitio donde se buscan gangas, y me daba por satisfecho con sacar ochocientos dólares por la pistola.

Después de la subasta, el propietario me telefoneó para decirme que lo sentía muchísimo, pero que mi pistola se había vendido por sólo 275 dólares. Se mostró sorprendido
y
apologético y dijo que estaba dispuesto a renunciar a su comisión, pero yo le dije que no, que otras veces me había beneficiado como comprador en sus subastas, que conocía las reglas del juego, y que la pistola se había vendido al precio que le atribuía el mercado, que dedujera su comisión y que me enviase un cheque.

Entonces me invitó a su casa en el sur de Illinois para ver su empresa, recoger el cheque y tirar un poco en su campo de tiro al blanco.

Me halagó la invitación, aun sabiendo que en parte constituía una manera de pedir disculpas por la decepción que él suponía que me había producido el precio de la subasta. No soy persona gregaria y, además, no quería que el hombre se sintiera obligado conmigo; pero sabía por experiencia que los tiradores deportivos forman una fraternidad muy amistosa y hospitalaria. Llevaba haciendo tratos comerciales con aquel subastador el tiempo suficiente para conocerlo un poco. Parecía un tipo simpático, y su invitación a bajar al Sur y tirar un poco concordaba con el estilo amistoso que, según mi experiencia, es casi universal entre los tiradores. Su oferta me pilló en un momento libre, y lo de la excursión y el tiro al blanco me pareció muy buena idea. De modo que tomé un tren y me fui al Sur.

Me recibió en la estación, en compañía de un amigo, y fuimos a casa del amigo. El tío tenía una colección enorme de escopetas americanas. Había como unas ochenta, colgadas horizontalmente en todas las paredes de su sala de armas. En el centro de la sala, sobre una mesa, había un modelo de un barco de vapor, que él había construido. El maldito chisme medía unos sesenta centímetros de punta a punta y estaba hecho todo de latón. Me dijo que todos los detalles eran exactos, hasta los aparejos e instrumentos más pequeños, y que funcionaba a la perfección.

Aquello me pareció un poco obsesivo, y tuve que reprimir el impulso de poner en duda la absoluta perfección del modelo. Tenía ganas de decir «Pero no es posible que tenga
todos
los instrumentos y aparejos del original», pero me callé la boca, aunque la minuciosidad del modelo me parecía insultante, y admiré su colección de armas. Una de las piezas de las que más orgulloso se sentía era un trasto alemán, una escopeta de dos cañones con un cañón de rifle debajo. Según parece, estas armas son bastante populares en Europa, pero yo nunca había visto ninguna. Y su rareza se veía acentuada por varios accesorios montados en la culata, que cambiaban el punto de mira cuando el tirador cambiaba de la escopeta al rifle. El trasto tenía un cargador de peine que salía de la culata al apretar un botón, y estaba muy bien hecho, y era muy alemán, y yo lo admiré hasta el infinito. La puerta de la sala de armas del amigo había pertenecido a la cámara acorazada de un banco. Andabas por el pasillo, abrías una puerta que podría haber sido la del armario de la ropa blanca, y detrás de ella te encontrabas con la enorme puerta de acero.

Los dos amigos anunciaban sus armas todos los meses en un folleto de estilo anticuado, con ilustraciones hechas a mano. Yo coleccionaba sus folletos y había pujado por algunas de las armas, y les había enviado algunas para que las vendieran; entre ellas, como ya he dicho, la pistola Colt 45 automática.

Dijeron que me iban a llevar a su club. Fuimos hacia el sur por una carretera que atravesaba una región agrícola muy llana. Poco después, el terreno se fue haciendo más ondulado y con más árboles. Nos metimos por una carretera lateral y después atravesamos una zona de bosque para llegar al club de tiro.

Me explicaron que el club era muy exclusivo y que tenía miembros de todo el Medio Oeste. Durante mucho tiempo, la admisión había estado cerrada, y las nuevas oportunidades de afiliación tendían a recaer casi exclusivamente sobre los familiares y amigos de los viejos socios.

Además me dijeron que para solicitar el ingreso uno tenía que pasar noventa días «bajo la lona». Yo nunca había oído esta expresión y me pareció en exceso rebuscada, hasta que reflexioné que mi negativa a aceptarla se debía probablemente a la envidia y a mi ignorancia de la situación que describía. Para la gente que tenía necesidad de referirse al fenómeno en cuestión, la frase no sólo resultaba adecuada sino, a pesar de mis recelos hacia su pintoresquismo, directa y profesional en grado sumo.

Mientras recorríamos el largo sendero de entrada al club —supongo que todos hemos pasado por esa experiencia del primer contacto con un recinto aislado y exclusivo, en el que el sendero que va de la puerta de la verja al edificio principal parece interminable—, me señalaron la casa del guardabosque.

Pasamos de largo, cruzamos varios arroyos y dejamos atrás el pequeño lago del coto del club de tiro. Me dijeron los nombres de los arroyos, y cómo pescaban en el hielo, y que los estanques estaban llenos de pesca, y que las mujeres de los deportistas preparaban tal o cual plato tradicional en fechas señaladas.

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