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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (13 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Pero en lo referente al golf propiamente dicho era tan inocente como lo es un bebé nonato para las confesiones religiosas más tolerantes; y había ido a Escocia a aprender.

Afronté mi primera lección con esta actitud: sería de cobardes tratar de destacar en un deporte cuyos practicantes se vestían de un modo que me había dado risa durante años. Tal como se desarrollaron las cosas, no corrí absolutamente ningún peligro de destacar.

Fui bien acogido en un hermoso refugio dedicado al deporte, y puesto en manos de un excelente maestro, que me enseñó la postura de los píes, de las manos, de la cabeza, de las rodillas y de los hombros. Me enseñó a relajar los hombros a base de levantar la barbilla; y supe que el ángulo de la pelota dependía por completo de la posición con que el palo entraba en contacto con ella, que a su vez dependía sin remedio de la postura de los brazos.

Mi excelente maestro me lo explicó todo punto por punto, y a los pocos minutos yo ya estaba sudando del esfuerzo.

Aquello me recordaba mucho lo del gancho. Otro maravilloso misterio, del que mi entrenador de boxeo decía: «Eso es, tú inténtalo, sigue intentándolo, y algún día, la semana que viene, el mes que viene,
algún día
, se hará la luz en tu Cabeza de Chorlito.» Pues bien, con el tiempo, lo del gancho empezó a tener sentido; y como acabo de decir, empecé a ver similitudes con el golpe de golf.

Me parecía que en ambas cosas, las manos y los brazos son los que dirigen, y las piernas y la cintura hacen el trabajo de peones. Así pues, el dominio tanto del gancho como del golpe de golf debe ser un proceso de descomposición en partes, y de aprenderse a fondo los componentes durante esos largos períodos en los que uno no tiene nada mejor que hacer.

A mí todo aquello me parecía muy bien, pero sólo se me permitieron dos clases de media hora con el instructor, después de lo cual tenía que jugar nueve hoyos con un profesional del refugio. Al cabo de mi primera media hora, había progresado hasta el punto de fallarle por completo a la bola mientras me concentraba en los movimientos de brazos y torso; y en mi segundo
y
último período de instrucción logré fallarle a la pelota utilizando todo mi cuerpo.

Pues muy bien —me consolé—. A fin de cuentas, ¿qué es el golf?

Nada, me respondí. Poco más que una bastarda amalgama de billar y caminatas.

Ciego de resentimiento, me dije que aquella actividad entraba de lleno en la más despreciable de las categorías: las que estropean la ropa. Durante los últimos cuarenta años, mis mejores horas de ocio las había pasado tocando el piano o jugando al póquer, dos actividades que tienen en común la gran ventaja de no estropear la ropa.

Ni tocando el piano ni jugando a las cartas tiene uno necesidad de ir cargando con objetos pesados, voluminosos o de forma rara, que deforman las líneas puras y fluidas de las exquisitas ropas elegidas por la naturaleza como adecuadas para tales empresas. Del golf no se puede decir lo mismo.

Sí, ya me doy cuenta de que, en teoría, uno puede recurrir a la energía de
caddies
humanos o mecánicos para que le lleven los palos, pero la posibilidad no me parece nada atractiva, por dos razones.

En primer lugar, creo que tiene que haber ocasiones en las que no hay más remedio que cargar con los palos durante un corto trecho — aunque sólo sea desde el carrito hasta el coche— y eso estropearía la ropa.

Sí, ya sé que me dirán que basta con señalarle los palos a un mozo para que los transporte esa distancia ofensiva.

Y yo respondo: sí, se podría hacer eso, pero entonces caeríamos de cabeza en lo que me parece el segundo inconveniente grave de este deporte: me da la impresión de que para jugar al golf hay que disponer de enormes cantidades de tiempo y espacio.

Mi ídolo, Thorstein Veblen, escribió en su
Teoría de la clase ociosa
que el césped, tal como lo conocemos, no es ni más ni menos que un intento de recrear un prado devorado por las ovejas, confiriendo así a sus propietarios la condición de nobleza rural. Pues bien, cuando llegué a Escocia lo entendí. Para llegar al refugio había que atravesar un valle llamado Glen Devon.

El coche salió de Edimburgo y subió más y más, cruzando verdes praderas y senderos rurales, hasta que la tierra desapareció por el lado izquierdo y contemplé una de las vistas más espectaculares que he tenido el placer de ver en mi vida.

Vi un empinado valle de montaña y, al otro lado, una ladera cubierta de ovejas, miles de tapias de piedra que se cruzaban entre sí, y una hierba mordida hasta dejarla como el césped mejor y más cuidado del mundo; como si, en homenaje al señor Veblen y sin pensárselo dos
veces
, lo hubieran segado hasta conseguir que adquiriera aquel aspecto.

Luego vi el campo de golf, al que sin duda habían aplicado tan primoroso y caro tratamiento, y a mis ojos inexpertos les pareció idéntico a las laderas devoradas por las ovejas que había más allá. Pero creo que fue Coco Chanel la que dijo que existen dos buenas razones para comprar una cosa: porque sea muy barata o porque sea muy cara.

Y pensé que, en mi caso, la dedicación al golf era una muestra de lo que el señor Veblen llamaba «consumo conspicuo» de tierra y energía.

Ya sé que no soy quién para hablar, porque estoy seguro de que ningún golfista, a excepción de los más obsesos y empedernidos, habrá gastado tanto en sus palos como he gastado yo apostando por una pareja de ochos que no tenía ninguna posibilidad de ganar. Y me siento orgulloso de haber dilapidado la más preciosa de mis posesiones, la juventud, encerrado en un recinto que —ya ven cómo es la condición humana— he llegado a identificar como el escenario más estéticamente adecuado para practicar deportes: una habitación pequeña y llena de humo.

Así que id en paz, golfistas. Vosotros por vuestro camino y yo por el mío. Recibí una nueva lección, que debía unificar deportivamente las partes superior e inferior de mi cuerpo, y creo que aprendí una o dos cosas, y hasta confieso que aguardaba expectante mi encuentro con el profesional para jugar al golf.

Pero aquel día llovía a cántaros, y el profesional y yo no llegamos a jugar.

Pasé media hora muy agradable sentado con él en su despacho. Le comenté que había visto pájaros en el campo de golf y le pregunté si alguna vez sufrían percances.

Me dijo que, a lo largo de los años, había derribado algún que otro pájaro; y que, cuando era joven, solía llevárselos a casa y guisarlos.

Me explicó que una pelota de golf puede volar a casi 200 kilómetros por hora, y que esas cosas suceden. Incluso me contó que una vez había abatido una oveja.

Can aquello tuve bastante. Me desabroché la chaqueta, me relajé y mantuvimos una amena charla sobre el deporte, el juego y las apuestas, y de lo bien que estaría el mundo si le dejaran a uno ganarse la vida haciendo lo que le gusta.

Me podría haber pasado allí todo el día, pero el hombre tenía cosas que hacer, así que me disculpé, le agradecí sus atenciones y me largué. Seguía lloviendo, y el encargado del refugio me preguntó si me gustaría probar alguna de las otras actividades didácticas y prácticas que tanta fama les habían dado.

Me pareció bien y salí bajo la lluvia a su campo de tiro, donde, bajo la tutela de otro excelente instructor, me divertí rompiendo varios platos de arcilla negra. Regresé al refugio al cabo de un rato, mojado, helado y radiante, en busca de un trago de whisky y sintiéndome como un auténtico deportista.

La lluvia empezó a aflojar un poquito, y los golfistas se prepararon para jugar. Como ya he dicho, no es mi deporte, pero desde luego la gente que lo practica se lo toma en serio, y cuando los vi colocar las pelotas bajo la lluvia pensé que cualquier entretenimiento que pueda llegar a convertirse en monomanía merece un respeto, y me sentí reconfortado tanto por el whisky como por mi propia generosidad.

Mi casa

Durante mis años juveniles en Nueva York, toda la gente que conocía vivía en casas de pisos sin ascensor y no conocía a nadie que viviera por debajo del quinto piso.

O, por lo menos, así es como lo pinta mi memoria.

Recuerdo los carretes de cable industrial que se utilizaban como mesas de café, y las tablas con las que todos construían estanterías. Por las paredes había colchas indias rojas y amarillas, y todo el mundo tenía aquel póster de Milton Glaser que representaba a Bob Dylan con pelos de Medusa.

Este era el aspecto que presentaba la contracultura de los sesenta en Greenwich Village. Nos considerábamos evolucionados hasta el punto de poder prescindir de las comodidades materiales, y las botellas de Chianti con una vela encima que utilizaba la anterior generación nos parecían una mariconada que daba risa.

Los hijos de la clase media jugábamos a proletarios y, durante el proceso aprendíamos por cuenta propia las reglas del más burgués de los juegos: la Decoración de Interiores.

En este juego, tal como lo jugábamos nosotros, se concedían puntuaciones al precio, la procedencia, la integridad del diseño y la solidaridad de clase.

En aquellos tiempos, el artículo que más puntuaba era el que menos hubiera costado; en cuanto a la procedencia, la categoría más alta era la de los artículos robados, seguidos de cerca por los encontrados en la basura; los simplemente prestados y no devueltos se conformaban con un miserable tercer puesto.

Los objetos aceptables para formar parte del
ensemble
tenían que ser consecuencia de, o hacer referencia a, la Lucha por un Mundo Mejor; y se puntuaban más los artículos más esotéricos, tanto en lo geográfico como en lo político.

Ahora miro mi cuarto de estar y compruebo que, como era de esperar, no ha cambiado ninguna de las normas. Siguen tal como las describió Thorstein Veblen hace cien años. En la decoración del lugar donde vivimos compiten y se complementan el afán de comodidad y la exhibición de estatus, y yo sigo fingiendo.

Sin embargo, ahora finjo que llevo mucho tiempo perteneciendo a una clase diferente.

Vivo en una vieja casa de Boston.

La casa se encuentra en una zona llamada el Extremo Sur, concretamente en la parte conocida como Las Ocho Calles. Son calles formadas por hileras de casas casi idénticas, con fachada de ladrillo y tejado inclinado, construidas hacia 1870 con la idea de que sirvieran como residencias unifamiliares. La crisis de 1873 afectó al mercado de viviendas, y casi todas las casas de la zona fueron divididas para alquilarlas por habitaciones.

Mi casa, según me cuenta la asociación histórica del barrio, es una de las pocas que no se dividieron. En consecuencia, conserva casi todos los detalles arquitectónicos que la adornaban hace ciento y pico años. Tiene bonitas balaustradas de caoba, escaleras de caracol con postes ornamentales, molduras de escayola en el pozo de la escalera y en las habitaciones de la planta principal, puertas con cristales tallados… La casa se construyó con las nuevas técnicas de construcción en masa que permitieron a los pequeñoburgueses hacerse la ilusión de que vivían como los ricos.

Compré la casa creyendo que iba a disfrutar con la restauración de una grandeza victoriana que, seguramente, jamás poseyó. Recordé las lecciones aprendidas en los sesenta y contraté los servicios de un decorador que, en este caso, no era una de esas empresas de construcción que desprecian la seguridad, sino una mujer inglesa de mucho talento llamada Susan Reddick.

Ahora bien: si la moda es un intento de la clase media por participar en la tragedia, la decoración de casas es su intento de atribuirse una historia.

Me crié en el Lado Sur de Chicago, rodeado de sofás con fundas de plástico transparente. Mis padres y los padres de mis amigos eran hijos de inmigrantes, y fundaron sus hogares del Sueño Americano sin ningún artificio y sin ninguna orientación. Así que, como es natural, la historia en la que yo pretendía integrarme era la época victoriana de las Artes y Oficios.

Esa es la época que finjo que me engendró y me respalda: una época elegante y a la vez mundana, victoriana en su respeto a la propiedad, pero cuyo respeto a la artesanía conectaba con la eterna necesidad doméstica de utilidad y la manifestación de esa verdad en la cerámica y los tejidos. Menudo papanatas, ¿no?

Pero eso es lo que finjo ser, un moderno William Morris, que opina como él que un hombre debe ser capaz de componer un poema épico y tejer un tapiz al mismo tiempo.

Y, seguramente, ésa es la fantasía que mi casa expresa. Hay un montón de telas tejidas en un telar manual por una vecina de Vermont, algunas bellas muestras de cerámica norteamericana y habitaciones pintadas de colores poco corrientes, aplicados con diversas y sofisticadas técnicas de punteado, estriado y lo que podría o debería llamarse moteado.

Mi mujer y yo estamos muy a gusto aquí. Pasamos mucho tiempo recostados en muebles supermullidos y leyendo, escribiendo o charlando en nuestro salón Bloomsbury bipersonal.

Como habríamos dicho en Chicago, es una casa verdaderamente bonita.

Calle 71, esquina con Jeffery

Cuando yo era joven, la zona comprendida entre la calle 71 norte y el parque era un barrio judío.

Mi abuela me llevaba de compras y hablaba con varios tenderos de la calle 71 en algo que debía ser yídish, polaco o tal vez ruso. Incluso conocía a uno o dos de ellos de la Vieja Patria, que era la población de Hrubieszów, en la frontera ruso-polaca. Vivíamos en la avenida Euclides, en una casa de ladrillo.

Había un policía o vigilante, contratado por una especie de asociación vecinal, que se llamaba Tex. Patrullaba la calle con dos revólveres con cachas de asta de ciervo al cinto, uno con la culata hacia delante y el otro con la culata hacia atrás. Solía pararse con frecuencia a charlar con los niños.

Los niños nos pasábamos el mayor tiempo posible en la calle. Las tapas de las alcantarillas servían de segunda base y meta, o de porterías, según la temporada.

En verano nos quedábamos en la calle hasta después de anochecer, persiguiéndonos unos a otros por todo el barrio, en lo que llamábamos «persecución de motos», que, si la memoria no me falla, era una variante del juego de guerra que los neoyorquinos llamaban «ringalevio».

íbamos al campo de golf municipal de Jackson Parle, a cuatro manzanas más al norte, a buscar pelotas perdidas. Y nos adentrábamos en el parque hasta llegar al lago, para quedarnos mirando el Club de Campo de la Orilla Sur.

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