Si la obra tiene que pagar el alquiler, creo que uno queda bastante inmune a los encantos de la alternativa (b), que responde al nombre de Arrogancia.
Enfrentarse a la reacción de la crítica resulta un poco más difícil. Yo creo que los críticos en general son un hatajo de desgraciados, que deberían avergonzarse de sí mismos. ¿Significa esto que soy filosóficamente inmune al deseo de que me elogien? Ya habrán adivinado la respuesta, que es «no».
He intentado durante años liberarme de este deseo. Me he repetido con fervor y frecuencia las sabias palabras de Epícteto, que dijo: «¿Persigues la buena opinión de esta gente? ¿Acaso no es esa misma gente que ayer tachabas de farsantes e imbéciles? ¿Te interesa, pues, la buena opinión de unos farsantes imbéciles?»
Pues creo que sí, aunque procuro que no.
Durante unos cuantos años, no leí las críticas.
Casi todos los que andamos en este bullicioso mundo de la farándula decimos que no leemos las críticas, y los demás hacen como que se lo creen. Pero, lo crean o no, durante un par de años no leí las críticas y me sentí mucho mejor.
Pues bien: la reducción al absurdo de esta guerra artista-crítico es el concurso conjurado.
Incluye los peores elementos de la autocracia crítica y del compromiso de comité.
¿Qué sentido tiene decir que tal película u obra teatral es mejor que las demás, y que podemos estar seguros de su calidad porque lo dice un grupillo de personajes? ¿Qué significa eso? No significa
nada
. A menos, naturalmente, que ganes tú.
Y por eso me he bajado del púlpito y he traído mi película a Cannes, y por eso estoy aquí sentado como una puta, mirando mi película con otras 2.500 personas vestidas de lo que antes se llamaba «de etiqueta».
Al terminar la película dirigieron los focos a la zona aproximada donde me sentaba yo y la gente aplaudió. (Un crítico, cuya obra conozco por haberla leído, dijo que el público ovacionó la película puesto en píe. Yo recuerdo más bien lo contrario, pero…)
Me puse en pie, preguntándome si debía pedirle a la señorita Pidgeon que saludara conmigo. Me volví a sentar, el público aplaudió un poco más y me levanté de nuevo, preguntándome otra vez si pedirle que se levantara conmigo. Tenía serias dudas al respecto. Me volví a sentar. Apagaron las luces. Tenía que haberle dicho que se pusiera en pie conmigo. Nuestro grupillo salió escoltado de la sala a la antesala, donde nos colocaron en medio de un cuadrado humano formado por gendarmes. Dichos gendarmes, unos quince por banda, se quedaron de espaldas a nosotros, manteniéndonos apartados de otro grupo, el público, que ya no sentía el más mínimo interés por nosotros.
Los guardaespaldas de paisano, que se habían cambiado otra vez de chaqueta y ahora lucían unas prendas a cuadros rojizos muy bonitas, nos escoltaron a un sitio apartado del festival, junto al puerto, donde se había montado una enorme carpa.
Pasamos bajo varias marquesinas azotadas por la lluvia. Las marquesinas estaban a punto de salir volando y hacía frío.
Nos metimos bajo la carpa, donde había asientos para unas setecientas u ochocientas personas.
Nos indicaron nuestra mesa y nos sentamos. Yo había jurado, por motivos de salud en general, no beber nada durante el viaje, pero me acometió un deseo existencial de anular el juramento y pregunté a quien quiso escucharme si sabía dónde podía conseguir un pelotazo doble de lo que fuera. Todos dijeron que lo tenía mal, pero los camareros empezaron a traer vino a la mesa y yo empecé a beberlo.
Jack Lang, el ministro de Cultura de Francia, estaba sentado en la misma mesa. Mi productor me había dado una chuchería conmemorativa de la película para que se la regalara, pero no llegué a dársela. También Robert Mitchum estaba en nuestra mesa. Me acerqué a decirle lo mucho que me alegraba conocerlo y él asintió.
Yo me sentaba entre la señorita Pidgeon y mi amigo y agente, Howard.
Casi al extremo de nuestra mesa se sentaba una estrella de cine francesa con su acompañante, un director de ópera. La estrella había quedado cautivada por la película y habló de ella largo y tendido, lo cual me sentó de maravilla.
Seguimos sentados, charlando y bebiendo vino. Los camareros trajeron la comida, que era muy francesa, y magnífica, y sobre todo muy caliente, lo cual me pareció toda una proeza, tratándose de una comida para ochocientas personas, servida en una carpa bajo la lluvia.
Unos tipos que me parecieron productores empezaron a moverse de una mesa a otra y a formar grupillos en los estrechos y abarrotados pasillos. Muchos de estos hombres fumaban puros.
Anunciaron a un cantante africano, que subió al escenario y tocó una música muy bonita en un instrumento nativo de cuerda con el que acompañaba su canto.
El ambiente se había llenado de humo, o eso parecía, y sentí que bajo la carpa se iba fraguando una cierta —¿me atreveré a decirlo?— atmósfera orgiástica. Nosotros, los sacerdotes levíticos, habíamos celebrado nuestra ceremonia y nos habíamos retirado al tabernáculo, donde los no ungidos no podían acercarse bajo pena de muerte, y allí nos habíamos quitado nuestros ceñidores.
¿Qué extraño, salvaje e imprevisible festejo iba a tener lugar mientras la noche continuaba su inevitable avance hacia el alba? ¿Con qué jóvenes
starlettes
se irían a dormir los productores?
¿Qué magnífica diversión, recién traída de los fumaderos de opio de Indochina, elegiría y practicaría aquella gente tan sofisticada? ¿Se darían de cuchilladas unos a otros y se beberían la sangre? ¿Se jugarían al póquer mentiroso las almas de los aún no nacidos? ¿Se abrazarían y se besarían?
No podría decirlo, porque no soy muy amigo de fiestas, y me retiré con la señorita Pidgeon.
Nos despedimos de la estrella de cine y del director de ópera, que formaban una pareja encantadora, a la que agradecimos su amistad y su hospitalidad farandulera, y salimos a la lluvia, que ya he descrito antes, y al viento, que podría describir como «un monstruo rabioso, que daba zarpazos primero por aquí y luego por allá».
Sé que no van a creerme, pero los guardaespaldas se habían cambiado de chaqueta una vez más y ahora vestían chupas de piqué blanco. Nos acompañaron bajo la serle de marquesinas, ahora desiertas, hasta un coche que nos llevó de regreso al hotel.
La señorita Pidgeon y yo nos pusimos sendos albornoces y nos dispusimos a diseccionar los acontecimientos de la velada.
Sonó el teléfono. Era nuestra amiga Brigitte. Estaba abajo, en el vestíbulo,
y
no había conseguido encontramos en las sucesivas etapas de las celebraciones. La invitamos a subir. Dijo que estaba con varios miembros del equipo de producción/distribución de la película. Los invitamos a ellos también. Subieron, Teníamos en la habitación una botella de champán verdaderamente espléndido, enviada por un agente amigo nuestro, con una nota que decía: «Hoy, Carines: mañana, el Mundo; y después, la Agencia de Artistas Creativos.»
Brigitte y los acompañantes antes mencionados se sentaron en el suelo, y los hombres se aflojaron las pajaritas, se quitaron las chaquetas y íumaron puros. Nos bebimos el champán y vaciamos el minibar, y Brigitte sacó fotos de la señorita Pidgeon y yo, sentados en la cama en albornoz.
A la mañana siguiente, viernes, cuando la señorita Pidgeon y yo nos despertamos, la habitación olía a humo de cigarro.
Decidimos archivar en nuestra memoria colectiva los eventos de las últimas horas como «la Noche de los Pingüinos». Bajamos a tomar café.
Aquel viernes, el mediodía nos pilló en el Hotel du Cap, aquel sitio que, según el productor, había servido de cuartel general de los nazis del sur de Francia.
Comimos y conversamos en tono franco y amistoso con varios periodistas, muchos de los cuales, fieles a su responsabilidad con sus lectores, seguramente nos pusieron de vuelta y media en cuanto nos separamos; pero fue una comida muy agradable.
Aquella tarde la pasamos charlando con varios grupos de periodistas internacionales, y no recuerdo lo que hicimos por la noche.
El día siguiente amaneció cálido y despejado, un día magnífico para sentarse en la playa mirando el puerto. Pero teníamos otros planes.
Brigitte tenía que fotografiar a la señorita Pidgeon y yo tenía que matar un par de horas. Di un paseo por La Croisette y pasé por la zona del Salón del Festival, que ahora, como es natural, estaba desierta.
Cerca del Ayuntamiento encontré un mercadillo y me sentí como en el cielo durante una media hora.
Compré un broche para el pelo en forma de gallo, para regalárselo a Harriet, mi ayudante.
Compré una bonita jarra de cerámica en forma de cuervo, con la leyenda
HOTEL DU COURBEAU
.
Volví andando al hotel y compré camisetas y chucherías conmemorativas para niños y amigos.
El vendedor era un hombre muy viejo y muy educado. Se pasó conmigo un montón de tiempo, abriendo una a una las camisetas envueltas en plástico, para mostrar la diferencia entre la idea que tienen los franceses de «mediano» y la que tienen de «grande». Me ofreció unas pastillas de menta y se las acepté. Hacia el final de la transacción entró en la tienda una mujer madura con un caniche francés y, sin que el hombre le hiciera ningún caso, se metió detrás del mostrador. La mujer apenas prestaba atención al anciano, que iba repitiendo los detalles de nuestra transacción y le enseñaba a la mujer la factura que me estaba preparando.
Ella siguió sin prestarle atención y me dijo el precio total. Le pagué y me llevé mis recuerdos. Al salir de la tienda, el hombre me dio otra cajita de pastillas de menta y yo le di las gracias.
La señorita Pidgeon y yo fuimos en coche al aeropuerto de Niza.
Para empezar, me gustaría hablar de los Topperwein.
Ad Topperwein y su esposa Plinky eran tiradores de fantasía. Actuaban en las variedades y también hacían giras patrocinadas por la Compañía Winchester de Armas de Repetición, cuyos productos usaban y promocionaban.
Una vez fui a una subasta en Nueva York, en beneficio de la colección de armas y armaduras del Metropolitan Museum of Art. Entre los muchos artículos hermosos y belicófilos puestos a la venta estaba el baúl de los Topperwein.
Contenía muchos de sus programas y carteles; contenía varios de sus sombreros y otras prendas de ropa; contenía dos rifles de aire comprimido Winchester 63 del calibre 22, uno de ellos con la garantía de ser uno de los que utilizó Ad para acertar en el aire a cuarenta y tres mil cubos de madera de cinco centímetros. Como si no bastara con todo esto, contenía varios de los «retratos a rifle» que Plinky y Ad realizaban a tiros en sus diversas exhibiciones.
Estos retratos eran planchas de cobre de 60 x 90 centímetros, que los tiradores colocaban a cierta distancia y en los que grababan, a tiros del calibre 22, un retrato a elegir de su repertorio: George Washington, un jefe indio, Abraham Lincoln y otros.
Había oído hablar mucho de esas planchas de cobre, pero la única que había visto antes de la subasta estaba en el taller de un famoso armero de Luisiana, y desde luego no estaba a la venta.
Yo contemplaba asombrado cómo iban saliendo del baúl, uno tras otro, bellos artefactos eduardianos: recuerdos de los tiradores y de las variedades y, en general, material onírico de «otros tiempos»; y por alguna razón que no sabría explicar, no pujé por el baúl.
Creo que era una de las pocas personas del público que habían oído hablar de los Topperwein (un conocimiento que se debía más a mi pertenencia al mundo del espectáculo que a mi experiencia como tirador), de manera que las pujas no subieron mucho. El baúl se vendió barato y se lo llevó algún otro.
Me pregunto qué habría significado —como seguramente se lo preguntarán todos los que coleccionen una cosa u otra—, qué habría significado poseer aquel baúl, aquella curiosidad, aquella conexión con otra época, aquella sugerencia de otro aspecto de nosotros mismos. Qué habría significado, y por qué la añoranza de lo inconseguible es peor que la transmutación de lo inconseguible en cotidiano. (Porque, en último término, al negarme a pujar por el baúl me estaba negando a contribuir a esa transmutación.)
En cualquier caso, varios años más tarde encontré en una tienda de antigüedades una chapa de promoción de los Topperwein, de dos centímetros y medio de diámetro, y la compré. La chapa lleva una fotografía de los dos: ella con aspecto tosco y corpulento, camisa blanca y chalina negra, una boca muy grande y el pelo oscuro; él está junto a ella con un traje oscuro y un frondoso bigote, y parece el miembro pasivo de la pareja. Los dos llevan sombreros de ala ancha, el de él con copa de estilo «soldado de caballería».
En la chapa dice
LOS MARAVILLOSOS TOPPERWEIN, QUE SIEMPRE USAN ARMAS Y MUNICIÓN WINCHESTER
.
Por detrás de la chapa está la marca del fabricante:
WHITEHEAD AND HOAG COMPANY (CHAPAS, INSIGNIAS, BISUTERÍA, LETREROS). NEWARK, NUEVA JERSEY
.
Whitehead y Hoag inventaron y patentaron la chapa-prendedor en la última década del siglo pasado. Esta modalidad publicitaria tuvo un éxito inmediato, y pronto se utilizó para promocionar cualquier cosa remotamente promocionable. Había chapas de políticos, personajes de tiras cómicas, periódicos, asociaciones religiosas, fraternales o de templanza, y anunciando cualquier mercancía o servicio de la época. Durante muchos años he coleccionado, exhibido, cambiado y atesorado chapas. Las he gastado a fuerza de llevarlas y las he regalado como si fueran joyas. Incluso he encargado fabricar algunas.
Desde que empezaron a gustarme, las he tenido clavadas en las paredes, las molduras, o los tablones de avisos y anotaciones que siempre tengo junto a cualquier escritorio que utilice durante un cierto tiempo.
Se observará que el párrafo anterior contiene un circunloquio muy forzado, que revela mi incapacidad para utilizar la palabra
despacho
. Puede que haya sido esta incapacidad, o negativa a afrontar la indignidad de saber cómo soy, lo que me ha llevado, a lo largo de los años, a adornar mi lugar de trabajo con objetos que a mí me parecen románticos.
No quiero estar en mi escritorio. Quiero estar en el lugar y la época que representan esos recuerdos. Más que un credo es una
toma de postura
: cuando estoy en mi despacho o mi escritorio estoy «en cualquier sitio menos aquí».