Sin duda, ésta es una versión algo idealizada, pero creo que refleja bastante bien la esencia de una de nuestras negociaciones escolares allá por 1959; y sólo se diferencia en pequeñísimos detalles de dicción, no de espíritu, de las negociaciones adultas, tanto formales como informales.
Thorstein Veblen decía que cuanta más jerga y lenguaje técnico se utilice en una actividad, más podemos suponer que dicha actividad es, básicamente, fingimiento.
Eso se aplica al Derecho, al Comercio, a la Guerra. Lo mismo en Vietnam que en Jackson Park.
En el Lado Sur de Chicago, el grito que utilizábamos para rematar nuestra versión del juego de «tú la llevas» era
Olley Olley Ocean Free
. Yo creo que, de niños, aquella frase nos daba miedo.
Sabíamos que una tarde de «tú la llevas» o de «policías y ladrones» sólo podía concluir definitivamente con la invocación
Olley Olley Ocean Free
, pero ninguno de nosotros tenía la menor idea de lo que significaban las palabras
en sí mismas
. Sólo sabíamos que poseían el poder mágico de abolir las restricciones del juego (de liberarnos de nuestros votos) y permitirnos marcharnos a cenar. (Lo de
free
parece coherente en este sentido, y el
olley
podría ser tan sólo un añadido a modo de ayuda rítmica, pero ¿qué demonios quería decir eso de
ocean
?)
El Universo de los Escolares no estaba corrompido por la palabra escrita, y se regía por el poder de los sonidos: «Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita.» Nuestro lenguaje tenía peso y significado en tanto que fuera rítmico y agradable, y su poder se basaba en la yuxtaposición de sonidos en un mundo de panteístas declarados.
El encantamiento que sellaba los asuntos de trueque era «American Eagle». Lo pronunciaba, al cerrar un trato, la parte que consideraba haber sacado más beneficio del mismo, y significaba que el trato ya no podía anularse.
El juramento definitivo en cuestiones de honor, a las que no se aplicaran las normas del deporte o el comercio, era «Palabra de honor de judío». Por ejemplo:
MAURICE:
Tommy Lentz ha dicho que tu hermana es una puta.
YO:
¿Lo juras?
MAURICE:
Sí.
YO:
¿Lo juras por Dios?
MAURICE:
Sí.
YO:
¿Palabra de honor de judío?
MAURICE:
Sí
(Pausa)
.
YO:
Dilo.
MAURICE:
Acabo de decirlo.
YO:
Que lo digas.
MAURICE:
No quiero decir «tu hermana es una puta».
YO:
Pues di sólo que él lo dijo.
MAURICE:
Palabra de honor de judío que Tommy Lentz dijo que tu hermana es una puta.
Eso dejaba las cosas claras. Hasta que un día descubríamos que es posible jurar en falso y que, en definitiva, no existen fórmulas mágicas capaces de garantizar la veracidad en uno mismo o en otros, y de ese modo nos hacíamos adultos y muy serios y monoteístas, de la noche a la mañana.
El otro día por la mañana vino un tipo a correr al YMCA de McBumey. Le dijeron que la pista de carreras estaba cerrada hasta el mediodía. Le sentó fatal haber ido hasta el YMCA y no poder correr, y le estaba echando una bronca a uno de los empleados por no haber puesto un aviso el día anterior para informarle de que ese día no podría correr hasta el mediodía. Pretendía que el empleado pronunciara alguna palabra o frase de explicación o disculpa, que tuviera el poder de colocar un aviso el día anterior.
Su indignación le había hecho regresar a un universo en el que las palabras tenían claros poderes mágicos, en el que todas las cosas poseían espíritu y donde todo era posible.
Respondemos a una obra teatral en la medida en que se corresponde con nuestra vida onírica.
La vida de la obra es la vida del inconsciente, el protagonista nos representa a nosotros mismos y la acción principal de la obra constituye el tema del sueño o el mico. No es al tema de la obra a lo que respondemos, sino a su
acción
: el desarrollo de las acciones del protagonista y el apoyo concomitante de los personajes secundarios, un apoyo que se expresa por medio de las acciones pertinentes.
La obra es la búsqueda de una solución.
Al igual que en nuestros sueños, en ella rige también la ley de la economía psíquica. En los sueños no buscamos respuestas que nuestra mente consciente (racional) puede suministramos; buscamos respuestas a aquellas cuestiones con las que la mente consciente es incapaz de tratar. Lo mismo sucede en una obra teatral. Si la cuestión planteada puede resolverse racionalmente —por ejemplo: cómo se arregla un automóvil, si los blancos deben ser amables con los negros, si los minusválidos tienen derecho a nuestro respeto, etcétera—, nuestro disfrute de la obra no es completo; puede entretenemos, pero no nos deja satisfechos. Solamente si la cuestión que se plantea ofrece cal complejidad y profundidad que no resulta susceptible de un análisis racional puede parecernos adecuado el tratamiento dramático y esclarecedora la solución dramática.
Eclesiastés, 9,12: «Pues el hombre tampoco conoce su tiempo: como los peces capturados en una red maligna, y como los pájaros atrapados en una trampa, así se hallan los hijos del hombre atrapados en un tiempo maligno cuando de pronto cae sobre ellos.» La solución —es decir, la solución que nos permitirá funcionar alegremente en plena incertidumbre racional ante un problema psicológico personal y en apariencia insoluble- es el sueño; la solución a un problema social (ético) en apariencia insoluble es la obra dramática (el poema). Pues la condición
sine qua non
tanto del sueño como de la obra dramática es la suspensión de las restricciones racionales en ayuda de la felicidad.
El teatro estadounidense, que actúa como mentalidad colectiva, opera de manera muy semejante al inconsciente del individuo en la elección de los temas merecedores de tratamiento y en la elección del tratamiento que ha de darse a estos temas. Las elecciones que efectúa el dramaturgo acerca del tema, la acción y demás, la medida en que las obras resultantes de estas elecciones son juzgadas aceptables por los productores y la elección de actores y diseñadores se realizan según criterios artísticos (lo que equivale a decir
inconscientes
) y, por más que se intente racionalizarlas
a posteriori
, se basan en consideraciones muy próximas a aquellas que determinan la elección individual del material onírico: «El examen de esta idea, de esta acción, ¿parece ofrecer una solución a una confusión mía inconsciente en el momento actual?»
[1]
.
Sin duda, algunas elecciones en particular no responden al proceso descrito e incluso pueden servir para contrarrestarlo, pero si consideramos el desarrollo de la obra, desde su incubación en el inconsciente del escritor hasta su presentación ante el público, como un todo, como una
empresa de la comunidad
, el proceso de elección colectiva es la fuerza predominante y decisiva. Por medio de ella, la comunidad artística elige y configura (subconscientemente) nuestros sueños nacionales.
En muy gran medida, nosotros, en un tiempo maligno, que es como decir un tiempo en el que no deseamos examinarnos a nosotros mismos ni a nuestra infelicidad, nosotros, pues, el cuerpo de la comunidad artística, elegimos un material onírico (obras de teatro) que tiende a satisfacer un nivel muy bajo de fantasía. Nos proyectamos (pues al escribir, al producir y al contemplar una obra de teatro no podemos dejar de identificarnos con el protagonista) en sueños que quieren dar cumplimiento a nuestros deseos. Estos sueños —incluso, y quizá especialmente, aquellos que en apariencia son más burgueses y conservadores— parecen ofrecer soluciones a nuestras preocupaciones basándose en la idea de que las preocupaciones mismas no existen, que sólo son aberraciones pasajeras de un universo esencialmente benigno, o (y aquí está, tal vez, el postulado oculto y engañoso en nuestra elección de la obra con final feliz) de un universo que decididamente
responde
en el momento en que nuestros méritos (o insuficiencias, que viene a ser lo mismo) son sometidos a su atención. Tras asistir a una de tales obras salimos del teatro tan pagados de nosotros mismos como después de un satisfactorio ensueño diurno. Nuestros prejuicios han sido aplacados y se nos ha asegurado que todo va bien, pero, en último término, no somos más felices.
En un tiempo menos maligno somos más capaces, en cuanto comunidad artística, de crear y ratificar obras de teatro en las que elegimos como temas de nuestros sueños unas cuestiones relacionadas con incertidumbres más profundas. Todos soñamos cada noche, pero en algunas épocas nos sentimos renuentes a recordar nuestros sueños; del mismo modo, nosotros, en cuanto unidad artística creativa, creamos sueños poéticos (teatrales), pero en algunas épocas nos sentimos renuentes a recordarlos (ponerlos en escena, aceptarlos, apoyarlos…). Muchas veces se nos oculta la verdadera naturaleza de nuestros sueños, y del mismo modo, en el teatro, las obras elegidas y llevadas a escena pueden representar un intento de eludir o negar nuestra vida onírica. En términos de economía psíquica, estas ocasiones pueden corresponder a un período de introversión nacional y una preocupación hipocondríaca del teatro por la impedimenta de nuestras vidas (el realismo), o bien a una colérica y absoluta negativa de la existencia de todas las inquietudes no superficiales (el «teatro experimental»).
Una experiencia dramática preocupada por lo mundano puede informar, pero no liberar; una experiencia preocupada esencialmente por la
política estética
de sus creadores puede divertir o enojar, pero no iluminar.
Según vamos entrando en una época en que, como nación, volvemos a percibir una vez más la posibilidad de una autoestima racional, el teatro anuncia y favorece al mismo tiempo la posibilidad de obtener el mayor beneficio de esta autoimagen razonada, una satisfacción individual nacida del equilibrio. En estos momentos parece existir tal posibilidad en nuestra mentalidad nacional y nuestro teatro nacional. Freud dijo que «la única forma de olvidar es recordar», y puede verse una confirmación de esta creencia —de este deseo de limpiar y renovar— en el actual resurgir del interés por el drama Poético y su incipiente despertar; y este despertar es nuestro deseo como nación de recordar nuestros sueños.
Los domingos por la tarde íbamos de visita y, de regreso a casa en el coche, escuchábamos la radio. Era de noche y rodábamos por las praderas de los alrededores de Chicago. Emitían «Suspense», de la CBS, o «Suyo afectísimo, Johnny Dollar; el hombre con la cuenta de gastos de un millón de dólares». El viaje de regreso siempre se nos hacía demasiado corto, y permanecíamos en el coche hasta que mi padre nos sacaba a rastras; queríamos saber cómo terminaba el relato, queríamos que el trayecto no tuviera fin, siempre rodando por las praderas y escuchando aquellas voces íntimas. Pero entrábamos en casa.
Una vez en casa jamás se nos ocurría conectar la radio. La nuestra fue la primerísima generación de la televisión. Mi padre se sentía orgulloso de la televisión, y crecimos considerando que la radio estaba superada: se la utilizaba para obtener información y música de fondo, pero no como entretenimiento.
Crecimos entre lemas oídos a nuestros padres y sus amigos, contraseñas enigmáticas de su juventud: «Boston Blackie, el enemigo de quienes
hacen
de él su enemigo, el amigo de quienes no
tienen
amigos.» «¿Quién sabe el mal que acecha en los corazones de los hombres?
La Sombra
lo sabe…» (Esa maravillosa transposición apócrifa.) «¡Gangbusters!» «¿Puede una joven de Ohio encontrar la felicidad…?» Etcétera.
Yo había escrito una pieza titulada
The Water Engine
. Estaba ambientada en el Chicago de 1933, durante la Exposición del siglo del progreso, y trataba de un joven que había inventado un motor que funcionaba únicamente con agua.
La escribí como relato breve, y fue rechazada por numerosas revistas. Le di un tratamiento cinematográfico y fue rechazada por diversos estudios. La arrojé a la papelera y aquel mismo día alguien me presentó a Howard Gelman, que era el productor de Earplay, un equipo que encarga, produce y distribuye espacios dramáticos para la red de la National Public Radio.
Howard estaba enterado de que yo escribía obras de teatro en Chicago y me preguntó si quería escribir para la radio. Le respondí que sí, regresé a casa y rescaté
The Water Engine
de la papelera.
Desde entonces, Earplay ha producido otras obras mías:
Reunión, A Sermón
y
Prairie Du Chien
. Escribiendo para la radio aprendí muchas cosas sobre las obras de teatro.
Bruno Bettelheim, en
Psicoanálisis de los cuentos de hadas
, escribe que el cuento de hadas (y, de manera semejante, el teatro dramático) posee la capacidad de calmar, de incitar, de apaciguar y, en último término, de
afectar
, porque lo escuchamos sin emitir juicio alguno. De un modo subconsciente (acrítico) nos identificamos con el protagonista.
Esto es posible, añade, porque el protagonista y, de hecho, las
situaciones
carecen de toda caracterización aparte sus elementos más esenciales.
Cuando nos dicen, por ejemplo, que un Apuesto Príncipe se internó en el bosque nos damos cuenta de que ese Apuesto Príncipe somos nosotros. En cuanto se caracteriza al príncipe, «un Apuesto Príncipe rubio de mirada chispeante y con una ligera insinuación de bigote en el labio superior…», si nos falta el pelo rubio, la mirada chispeante y demás, nos decimos: «Vaya príncipe más interesante. Claro que no se parece a nadie que yo conozca…», y comenzamos a escuchar el relato como
críticos
en vez de
participantes
.
La función esencial de la obra dramática (como la del cuento de hadas) consiste en ofrecer una solución a un problema que no es asequible a la razón. Para que sea eficaz, la obra dramática debe inducimos a dejar en suspenso nuestro juicio racional para seguir la lógica
interna
de la obra, de forma que nuestro
placer
(nuestra «cura») sea la sensación de liberación al final de la historia. Disfrutamos la satisfacción de ser partícipes en el proceso de
solución
antes que el logro intelectual de haber observado el proceso de construcción.