Una profesión de putas (42 page)

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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
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En lo que sí estaban de acuerdo todos los clientes de la ferretería era en que
no
se trataba de un punzón, pero que a falta de una identificación incontrovertible, cuanto más viejo fuera el individuo que reclamara el dólar, más posibilidades tenía de acertar. Ahora la herramienta está colgada en la pared de la trastienda.

La corona de laurel

Roy Jones, un boxeador norteamericano, se abrió camino a brazo partido hacia una decisiva victoria sobre el surcoreano Park Si Hun en la ronda final de los Juegos Olímpicos. Entonces, unos jueces corruptos y parciales le arrebataron su medalla de oro. Jones había boxeado más, peleado más y brillado más sobre el ring que el otro hombre.

Los comentaristas norteamericanos describían la pelea como una victoria fácil; y la radio surcoreana, durante el último asalto, comentó con mucha razón que Park necesitaría un K.O. para ganar el oro, ya que iba perdiendo sin remedio a los puntos.

Al terminar el combate, Jones y su esquina estaban orgullosos y emocionados, esperando a que los jueces anunciaran oficialmente su victoria. Entonces se anunció que los jueces, por tres votos contra dos, concedían el oro a Park. El arbitro se quedó boquiabierto. Jones y su equipo se quedaron primero estupefactos, después escandalizados, por último furiosos.

Jones llevaba años peleando y entrenándose. Había derrotado a su adversario, sólo para comprobar que la venalidad, la trampa y la corrupción no respetan ningún lugar, que hasta en la arena más sacrosanta, su dedicación, sufrimiento, esfuerzo y victoria se le podían negar descaradamente, sin vergüenza alguna.

En la actualidad, el mayor galardón olímpico es la medalla de oro. En los Juegos Olímpicos de la antigüedad era la corona de laurel. Dicha corona tiene sus raíces en la mitología.

Apolo estaba encaprichado de la ninfa Dafne y la acosaba sin cesar. A ella le resultaba aborrecible la mera idea del matrimonio, y huyó del dios, que la persiguió sin tregua. Al darse cuenta de que iba a caer en sus manos, la ninfa invocó a su padre, Peneo, para que la protegiera, quitándole aquella forma que tanto seducía a Apolo. Su mego fue atendido y Dafne quedó transformada en un laurel.

La corona de laurel, con la que se condecoraba a los vencedores en la guerra y en los Juegos Olímpicos, se interpretaba como un recordatorio irónico de que toda victoria es una cosa vacía: que muchas veces, una vez conseguido nuestro objetivo, nos damos cuenta de que ha cambiado y ya no es lo que perseguíamos; que muchas veces nosotros mismos hemos cambiado durante la empresa.

Estoy seguro de que muchos de nosotros dijimos: «Rechaza la medalla de plata. No subas al podio para refrendar esta vergonzosa farsa.» Pero Jones hizo frente a las cámaras y aceptó la medalla de plata. Su presencia en el podio constituyó una acusación irrefutable contra sus jueces.

Fue también una magnífica lección: quedó claro que su deportividad y su excelencia le habían llevado al triunfo en los Juegos y le llevarían al triunfo después de los Juegos; que es más fácil descubrir el verdadero significado de la victoria en la corona de laurel, aunque se marchite, que en la aparentemente incorruptible medalla de oro.

Se supone que los Juegos Olímpicos constituyen una celebración del espíritu. No se ha visto mejor ejemplo de ello que el de Jones y su victoria.

Algunas lecciones de la televisión

Clase de actuación de Bill Macy, Lincoln Cerner, 1988

Anoche estuve mirando el programa de televisión
Canción triste de Hill Street
. Una mujer representaba el papel de un transexual; esto es, una mujer representaba el papel de una mujer que antes había sido un hombre. Mientras miraba pensé: «¡Qué brillante caracterización!» La caracterización, por supuesto, consistía en tener la suficiente comprensión y autodominio
para no hacer nada
. La actriz dejaba que el guión hiciera su trabajo. El guión nos decía que ella antes había sido un hombre. ¿Y por qué no hemos de creer en lo que nos dicen? Así que nosotros, el público, lo aceptamos, y la correcta comprensión por parte de la actriz contribuyó a nuestro disfrute del guión.
No torturó al público para apaciguar su propio sentimiento de no haberse esforzado lo suficiente
.

Por extensión, ¿cómo habría que caracterizar a un rey, un policía, un médico, un ladrón? Bien, por extensión, habría que caracterizarlos de la misma manera: dejando la caracterización en manos del escritor, que es su lugar, el único lugar donde se puede resolver sin peligro. ¿Por qué? Porque el concepto de «rey» no tiene significado.
Rey
es un título, no un personaje, y, como el Bardo nos recuerda en
Soche de epifanía: «Cucullus non facit Monacum
.». El hábito no hace al monje, el título no hace al hombre ni a la mujer.

Pero, se objetará, sin duda existe lo que se llama «un porte regio». Sí, claro que existe, y lo posee mucha gente que no lleva sangre real, y a muchos reyes les falta, y, de hecho, el que un rey tenga porte regio no es más que una coincidencia.

Vosotros y yo, es decir, el público, aceptaremos todo aquello que no tengamos motivos para poner en duda. Por eso los actores deben estudiar técnicas físicas y de vocalización. Estas técnicas se estudian únicamente para despojar al actor de toda inflexión, de manera que el público pueda aceptarlo en una diversidad de papeles.

¿Qué más podemos aprender de esta mujer de
Canción triste de Hill Street
? Esto: juzgamos a la gente por las primeras impresiones.

Todos hemos tenido la experiencia de que nos caiga bien un chico o una chica, vistos de lejos, y que un amigo comente entonces: «Oh, es un (o una) esnob», o de un posible socio comercial: «Es un pirata», etcétera, y a partir de aquí nos resulta casi imposible separar esa etiqueta de nuestros sentimientos hacia la persona en cuestión,
con independencia de cómo se porte esa persona
.

¿Cómo puede el actor utilizar este fenómeno? Bien, como ya he dicho, comprendiendo que el público aceptará lo que El Guión le ha presentado como cierto, y que el actor no necesita tocarlo. Además, el actor también puede aprovecharlo de otra manera:
dotando
a los demás actores, aquellos con los que actúa, de las características esenciales de la escena.

Subrayo que se trata de las características
esenciales
de la escena, no las
superficiales
. Es decir, no importa que el otro actor sea un rey, pero puede tener importancia que sea
como si
pudiera darte un empleo. Tal vez no importe que el guión caracterice a alguien como un lacayo, pero puede tener importancia que sea
como si
estuviera en deuda contigo.

Nuestra mente aceptará estas dotaciones, lo mismo que el público, si las formulamos con sencillez. No aceptará tales sugerencias si las
representamos
, pero sí las aceptará si
actuamos
a partir de ellas. No hace falta que las
creamos
(ni que las crea el público), sólo hemos de actuar
como si
.

Todos hemos experimentado cómo una
dotación
cambia nuestra percepción de otra persona. Por ejemplo, cuando nos dicen que el jefe es un héroe de guerra con numerosas condecoraciones, o que aquel subordinado es un brillante pianista, o que el don nadie del bar tiene un éxito infalible con las mujeres, o que la aprendiza posee más de cinco millones de dólares. Constantemente estamos oyendo este tipo de cosas y
actuamos
a partir de ellas. Si nos dicen que la aprendiza es enormemente rica, ya no podemos seguir viéndola de la misma manera que antes, ¿o sí?

Esta es la parte divertida de actuar. Esto es «jugar»
[2]
. Es la solución sencilla a un problema complejo, el problema de la «caracterización». Para un actor no existe cosa tal como la caracterización. El carácter, como nos recordó Aristóteles, no es más que la acción habitual. Conocemos el carácter de las personas
-por lo que hacen
, y tendemos a pasar por alto lo que dicen de ellas mismas, sobre todo cuando las cosas que dicen de ellas mismas están evidentemente calculadas para inducimos a responder de una manera que redunde en su propio interés. No somos tontos. Sabemos cuándo alguien está jactándose a fin de llevarnos a la cama o echar mano de nuestra cartera. Sabemos que nos reservaremos la opinión sobre el carácter de una persona hasta que veamos
cómo actúa
. Lo sabemos cuando nos encontramos con esta persona en una fiesta, y lo sabemos igualmente cuando nos la encontramos en el teatro.

Es el autor quien debe ocuparse de la
caracterización
, y si el autor sabe lo que se lleva entre manos, también él la evitará como a la peste, y nos mostrará
¿o que hace el personaje
en lugar de recibir su aparición con un: «Vaya, vaya, si es mi hermanastro, el bala perdida, recién llegado de Nueva Zelanda.»

No olvidemos que la psicología de quienes componen el publico es exactamente igual que la psicología de los que están en el escenario.

La sencilla magia del teatro reside en la naturaleza de la percepción humana, en el hecho de que a todos nos gusta escuchar historias.

Y las historias que más nos gustan son las que están explicadas con mayor sencillez.

Esta magia, bien entendida, deja satisfechos a los actores y al público. Es un don de Dios, no las aburridas manipulaciones técnicas de un «artista» espabilado lleno de buenas ideas. Como nos advirtió Stanislavsky, cualquier director que crea que tiene que hacer algo «interesante» con el texto no ha comprendido el texto.

Estuve viendo también
Cagney y Lacey
. Aquí aparece Tyne Daly, sin duda una de nuestras mejores actrices, una artista modelo a la que da gusto ver en el papel que sea. En este episodio, ella y su compañera policía, interpretada por Sharon Gless, entran en un edificio al que un cartel identifica como una fábrica de conservas cárnicas.

Cuando Tyne entra en el lugar, y por indicación del director, hace el gesto de olfatear. ¿Por qué? El director le indicó que olfateara para confirmar el hecho de que se hallaba en una fábrica de conservas cárnicas. Bueno. Eso ya lo sabíamos. Todos vimos el cartel. Y nadie necesita que le digan las cosas dos veces. Es como decir: «Te amo.
(Pausa)
Y lo digo en serio.» Si creímos el «te amo», dejamos inmediatamente de creerlo cuando oímos el añadido.

Hemos visto el cartel, hemos visto los pedazos de carne colgados de sus ganchos. Sabemos que estamos en una fábrica de conservas cárnicas. ¿Por qué el director se sintió en la necesidad de ayudarnos? ¿Para decirnos cómo
olía
el lugar? ¿Por qué? El olor del lugar no intervenía en la obra. ¿Que cómo lo sé? Porque no intervenía en la
acción
de la obra. Tyne estaba representando el papel de una mujer En Gran Peligro. ¿Por qué una mujer en esta situación habría de pararse a
comentar
(pues eso es lo que el director le hizo hacer) el olor de un sitio cuyo elemento esencial y predominante era:
Este es un lugar en el que pueden matarme
?

No. Además, no nos habíamos preguntado cómo olía el lugar
hasta que ella olfateó
. Y cuando olfateó, comenzamos a dudar de que estuviera en el lugar donde el cartel decía que estaba. ¿Por qué? Porque olfateamos para identificar un olor sorprendente y, por lo general, desconocido. Por eso olfateamos. Y a Tyne se le indicó que hiciera lo contrario:
no
identificar, sino
comentar
. Ahí la tenemos, resuelta a Capturar A Un Asesino Peligroso, cuando el director le pide que haga una pausa para comentar que «su personaje» encuentra desagradable el olor de la carne cruda. Y cuando ella lo hace, no sólo dudamos del
lugar
, sino que dudamos también de la
acción
, aunque esté interpretada por esta magnífica artista.

Más aún, sí el lugar de la acción no es relevante para el argumento (por ejemplo, El Cuarto Donde Mi Hermana Ocultó Mi Parte De La Herencia),
dejadlo al margen
, escritores. Estaremos mucho mejor en un Bosque Oscuro, en un Bosque Claro o en una Sala de Estar. ¿Por qué? Porque entonces observaremos la Acción.

Y el realismo, en esta época actual, es un intento de
convencer
, no un intento de
expresar
(como lo era en la época de Stanislavsky).

Por eso la actuación «realista» nos suena a falsa. El «realismo» —la preocupación por las minucias, en cuanto reveladoras de la verdad— fue un invento del siglo XIX, cuando Lo Material parecía ser, y tal vez era, el aspecto central de la vida. Nuestra época está comprensiblemente harta de Lo Material y necesita tratar con cosas del Espíritu.

Así pues, debemos dejar sencillamente de lado nuestra aburrida e infructuosa persecución de lo superficial y dedicarnos a la Acción, lo que equivale a decir la
Voluntad
, como expresión que es del Espíritu. No necesitamos caracterizar. Solamente necesitamos, de la manera más sencilla posible,
elegir
y
hacer
lo que elijamos hacer.

Jimmy Stewart, al recibir un Oscar de la Academia, manifestó su agradecimiento hacia todos los directores que, a lo largo de los años, le habían obligado a desprenderse de sus «buenas intenciones».

¿Qué quiere decir esto? Los actores que desean hacerse cargo de aspectos
que escapan al ámbito de su tarea
se hacen un mal servicio a ellos mismos y al público. (Tal y como la buena intención del director cuando hizo que Tyne Daly olfateara, su deseo de «ayudar» al público, sólo sirvió para perjudicar la escena.)

Los actores que quieren modificar el guión, que quieren corregir al director, dirigir a los otros actores o criticar al público, están esforzándose demasiado, y completamente en vano. Sólo disponemos de cierta cantidad de energía psíquica. Cualquier energía que se dedique a una tarea sustraída de otra.

Del mismo modo, el público sólo dispone de cierta cantidad de energía. Cuando contempla cómo la heroína avanza cautelosamente a través de una Noche Oscura de Peligro lo hace con toda su atención. Si entonces mostramos a estas personas tan atentas que la heroína olfatea ante el olor de la carne, sin duda concederán a este dato tanta importancia como al crujido inesperado de una puerta, y quedarán decepcionados y confundidos cuando descubran que no es un dato en absoluto, sino simplemente un
comentario
.

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