Una profesión de putas (37 page)

Read Una profesión de putas Online

Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: Una profesión de putas
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Biblia dice que Dios nos ama a rodos.

La decoración de las casas judías

Mis padres eran hijos de inmigrantes askenazíes. En el hogar de mi infancia, y en las casas de mis amigos de similares orígenes, se notaba una sensación de inconsistencia que se manifestaba en los adornos materiales. Ninguna de las amas de casa sabía a ciencia cierta el aspecto que debía tener un hogar. Carecían de tradición en cuanto a decoración, y sus elecciones no podían evitar ser arbitrarias.

Cuando nuestros abuelos abandonaron el
shtetl
no trajeron nada. A decir verdad, ¿qué podrían haber traído? En sus aldeas no existía un «estilo judío» de decoración ni de mobiliario. No existían adornos y el diseño de los artefactos domésticos venía dictado por la pobreza.

No había arte en los hogares askenazíes. Y como eran judíos, no había adornos religiosos, aparte de alguna copa de
kaddisb
o algún
menorah
.

¿Qué trajeron consigo nuestros abuelos inmigrantes? Puede que una o dos fotografías, tal vez un samovar; en pocas palabras: nada. Y los hijos de aquellos inmigrantes, la generación de mis padres, se criaron en el Nuevo Mundo, y también en diversos grados de pobreza. Los ahorros se dedicaban a la educación de los jóvenes, para ayudarlos a Salir Adelante. Y ya lo creo que salieron adelante. Llegaron a sobresalir, a la manera judía, en las profesiones que, desde los tiempos del antiguo Egipto, les eran accesibles de modo intermitente; la medicina, el derecho, la mediación, el comercio, la banca, el espectáculo.

La generación de mis padres se dedicó con todo su empeño a lograr primero una educación y después el éxito, y fueron grandes asimiladores. Por lo que yo veía, eran en su mayoría reformistas y se consideraban judíos «de raza» pero no «religiosos». Mantenían una serie de rituales religiosos, cada vez menos, con una franca actitud de estar haciendo una tontería, como sí dijeran «No sé por qué estoy haciendo esto, y estoy de acuerdo con vosotros ("vosotros" era el mundo en general, es decir, el mundo cristiano) en que toda esta tontería no tiene ningún sentido y sólo sirve para acentuar las diferencias entre nosotros, cuando deberíamos estar concentrándonos en las similitudes».

¿Qué significaba, entonces, ser judío «de raza»? Significaba que todos nosotros compartíamos los maravillosos, cálidos y reconfortantes códigos, lenguaje, chistes y actitudes que sirven de consuelo a los extranjeros en tierra extraña. Todos nosotros compartíamos el humor judío, el orgullo por los logros de nuestros compañeros, una sensación de superioridad, a veces moral y a veces intelectual, respecto a la población en general. ¿Acaso no teníamos, como grupo, conciencia social, compromiso social, actividad social? ¿Acaso no defendíamos la igualdad de derechos y consideración para todas las razas y naciones? Sí, eso hacíamos. Para todas las razas, excepto para la nuestra, que era inferior.

En la película de Mel Brooks
La loca historia del mundo
, Cloris Leachman, en el papel de madame Defarge, arenga al populacho con un acento francés maravillosamente espantoso: «No tenemos casa, no tenemos pan, ni
siquiera
tenemos idioma… lo único que tenemos es este
guidículo asento

De manera similar, nuestra segunda generación carecía de idioma. Nuestros padres evitaban el yídish, idioma de pobres y de esclavos, y el hebreo, el idioma muerto de los rituales sin sentido. Sí, bueno, se hablaba en Israel, y uno siempre podía ir allá, pero, como dice el viejo chiste, «¿qué clase de trabajo es ése para un buen chico judío?»

Para mi generación, la cultura judía consistía en la comida judía y los chistes judíos, y la verdad es que ninguna de las dos cosas nos servía de mucho.

No creíamos y seguimos sin creer en la
existencia
—y mucho menos en la
excelencia
— de algo que pudiera ni remotamente llamarse «cultura judía». Los judíos norteamericanos siempre hemos estado dispuestos, y seguimos estándolo, a permitir que el resto de la población nos considere ciudadanos de segunda clase; ciudadanos de segunda clase que en muchos aspectos son envidiados y despreciados, en lugar de oprimidos y despreciados, pero aun así…

Los judíos consideramos natural, por ejemplo, que nunca haya habido un candidato judío a Vicepresidente.

Es tanta nuestra falta de autoestima que, como raza, nos sentimos satisfechos y orgullosos de que nuestro país haya progresado hasta el punto de que Jesse Jackson pueda ser un candidato serio a la presidencia. Y eso
a pesar
del insultante antisemitismo del señor Jackson.

Su carrera despierta profundos sentimientos de satisfacción porque se está haciendo justicia social, y sentimientos de alivio porque el terrible racismo en el que todos nos criamos está empezando a desaparecer. Pero escuchamos sus comentarios antisemitas, vemos cómo apoya a los políticos antisemitas, oímos sus insultantes descalificaciones y pensamos «Está bien, para mantener la
paz
, vamos a fingir que no querías decir eso». Y curiosamente, en este aspecto de nuestra vida social, nos portamos como idiotas.

¿Por qué, amigos judíos, nunca hemos apoyado ni pensado en apoyar, e incluso somos incapaces de
concebir
una candidatura seria de un judío a la presidencia? ¿Por qué esta posibilidad nos parece irrelevante y un poco ridícula? ¿Por la misma razón por la que nos parece un poco ridículo pretender que las calles principales de nuestras ciudades se llamen Bimbaum o Schwartz?

Los judíos conocemos, incluso tras un lapso de Setenta Años —el tiempo transcurrido desde que mis abuelos llegaron a Nueva York procedentes de la Empalizada—, conocemos, digo, la cálida camaradería del exilio, conocemos el calor del autodesprecio. Conocemos la cálida sensación de superioridad secreta y del éxito personal en circunstancias adversas. Pero no sabemos gran cosa de la exigencia, ni siquiera de la sensación de
rectitud
de la exigencia de igualdad social absoluta.

Sabemos que lo Negro es Hermoso. Vimos a las jóvenes judías de mi generación matricularse
en masa
en cursos de Estudios Negros en nuestras universidades, y dijimos «Sí, claro, las atrae, y con razón, la fuerza de una causa justa y revolucionaria. Dios las bendiga»; y las apoyábamos en su apoyo a la autoafirmación de los negros, y al mismo tiempo las apoyábamos cuando remodelaban quirúrgicamente sus rostros para que parecieran «menos judíos».

Como judíos norteamericanos, nos resultaba imposible sentir que lo Judío es Hermoso, que teníamos posibilidades de plantear una demanda justa, sensual, vital, esencial, del mismo modo que la planteaban los indios, los esquimales o los negros norteamericanos. Los judíos
nunca
hemos pensado, y mucho menos declarado «Sí, soy hermoso, pertenezco a una raza hermosa». Tendemos a decir, con esa ironía que ha sido nuestra más apreciada y útil posesión durante unos cuantos milenios: «No voy a decir
eso
… es demasiado
arrogante
»; es decir, «demasiado judío».

Con nuestro apoyo a los derechos morales, sociales y emocionales de los oprimidos, los judíos no sólo nos hemos situado detrás de todos
los
demás grupos raciales, sino incluso detrás de las focas y las ballenas. Y tú, amable lector, si tan gracioso te parece esto, atrévete a decirme que estoy equivocado.

¿De qué nos enorgullecemos? ¿Qué símbolos y que modelos tenemos?

Señalamos con orgullo a algún que otro atleta judío. Pero ¿qué pasa con los financieros y los profesionales judíos? ¿Y la gente del espectáculo? Esos no producen ningún orgullo racial. ¿Por qué no? Porque, simplemente, están haciendo lo que se esperaba de ellos. Se espera que todos nosotros nos esforcemos y destaquemos en las profesiones tradicionales de un pueblo sin tierra; en ocupaciones intelectuales.

Pero un
futbolista
judío… esa persona sí que destacaría como un fenómeno magnífico y bienvenido. Esa persona sería una imagen capaz de hacer que el corazón latiera un poco más deprisa a causa del orgullo. Lo mismo que el éxito de un criptojudío.

«¿Sabes quién es judío?» era una frase recurrente en mi casa y en las casas de mis contemporáneos. El hecho de que un judío pudiera ascender al estrellato,
sobre todo
en la industria del espectáculo,
sin
ser abiertamente judío, sin representar papeles de judío, sin incurrir en estereotipos, eso nos llenaba de alegría secreta. ¿Por qué? Porque aquella persona
había escapado
. Aquella persona había hecho realidad una loca fantasía personal: había «pasado» sin esfuerzo y, por tanto, sin culpa, del mundo inferior al superior. (Por cierto, me pregunto por qué nunca se suele comentar que, cuando en una película hay un personaje
incontrovertiblemente
«judío»,
siempre
se le adjudica el papel a un actor no judío. ¿Por qué? Porque un judío parecería y actuaría «demasiado judío».)

En cambio, las personas que, siendo obviamente judías, pretendían negarlo, principalmente mediante la adopción de una religión cristiana, provocaban asombro y desprecio en nuestras casas. A esas personas se las denigraba por su debilidad, y pensábamos (1) Si
yo
puedo aguantarlo, ¿por qué tú no?; y (2) ¿Cómo puedes ser tan rematadamente idiota como para cambiar tu condición de judío por una mayor aceptación en una comunidad de extraños, que (3) de todas maneras, no vas a conseguir?

En resumen: ¿Qué te ha inducido a renunciar a la única gente que te quiere?

Porque nos queremos mucho unos a otros. Me parece muy curioso que
no
hayamos observado que tendemos a no amamos a nosotros mismos.

Tenemos algún que otro jugador de pelota, tenemos nuestras historias sobre Charlie Chaplin y Cary Grant, tenemos el
menorah
o el samovar, lo tuvimos hasta que papá lo transformó en una lámpara, tenemos nuestra comida judía (que va desapareciendo con la generación de las abuelas) y tenemos nuestro humor autodenigrante (sí, ya sé que es gracioso, es el humor más gracioso del mundo, con él me he ganado el pan toda mi vida, y
es
autodenigrante).

Pero en nuestras casas, en lo que se refiere a reposo e identidad, no tenemos símbolos. No sabemos qué aspecto debe tener un hogar judío (ni, puestos a ello, un
judío
).

Vemos en nuestras casas alguna que otra «cita» vagamente semita: un refrán en inglés hebraizado, una mesita de café de mosaico, un recuerdo de un viaje a Israel o, en los casos más avanzados, algún motivo judaico. Y hasta ahí llega el hogar judío. El hogar de un forastero. Equipamos nuestras viviendas como si fuéramos yanquis, presentamos a Laurence Olivier y Klaus Kinski como judíos prototípicos. Nunca hemos conocido nada mejor.

Dios bendiga a todos aquellos que, en todas las generaciones, han aceptado con orgullo su condición de judíos. Somos un pueblo hermoso, un buen pueblo, y una magnífica y antigua tradición de pensamiento y acción vive en nuestra literatura
y vive en nuestra sangre
. Y me acuerdo de la retórica de Marcus Garvey, cuando se dirigía al público negro: «Alzate, Raza Poderosa, Raza de Reyes, ponte en pie, puedes conseguir lo que desees.»

Nosotros responderíamos «eso ya lo sabía», como hemos hecho siempre. Conseguir cosas no es el problema, es un problema de orgullo y disfrute.

Cada vez que dejamos pasar un comentario antisemita pensando en silencio «Qué persona tan patética y equivocada»; cada vez que nos encogemos de hombros disgustados por Jesse Jackson; cada vez que suspiramos en una fiesta en la que un «amigo» dice «Si habéis sido perseguidos todos estos miles de años, ¿no podría ser que hayáis hecho algo para provocarlo?»; cada vez que adoptamos, apoyamos y defendemos
cualquier causa social
excepto la nuestra, estamos contribuyendo al antisemitismo.

Estoy harto de los banquetes de Pascua a los que invitamos a amigos no judíos para enzarzarnos en coloquios sociales, y que inevitablemente degeneran en santurronas discusiones sobre lo
auténtico
que es ser judío, lo
auténtico
que es el Estado de Israel, y quién tiene la culpa del sufrimiento histórico de los judíos. ¿Tan pobres somos que no podemos ni celebrar nuestras propias fiestas sin utilizarlas como
ofrenda
social al grupo mayoritario? Porque, en último término, el activismo social, el apoyo a las causas liberales, la invitación por Pascua a los amigos no judíos… lo siento mucho, pero todo esto, en último término, por mucho «bien» que pueda hacer, apesta a «toma esto, pero no me pegues».

No sé qué aspecto tiene un hogar judío.

Nunca he estado en Israel. Como todos nosotros, les deseo lo mejor a mis hermanos y hermanas israelitas. Estaría muy bien que también nosotros pudiéramos dar por terminado nuestro exilio en este país.

Un discreto envoltorio de papel marrón

La llegada periódica del material de Charles Atlas me trastornaba muchísimo. Yo tenía nueve o diez años y había respondido a un anuncio suyo en un tebeo. El anuncio aseguraba que podía recibir información gratuita sobre el sistema de Tensión Dinámica, el sistema capaz de transformar a cualquier alfeñique en el hombre forzudo y bien proporcionado de los anuncios. Además, el anuncio aseguraba que el material llegaría en un discreto envoltorio de papel marrón.

Tal como decía el anuncio, el material llegó envuelto en papel marrón. Pero no me hizo fuerte. Me aterrorizaba, porque cada entrega gratuita trataba de una sola cosa y nada más: mi obligación para con la Compañía Charles Atlas, y mi cada vez más intransigente, incomprensible
y
criminal negativa a pagar por los materiales recibidos.

Me aterraba la llegada de aquellos sobres, y cuando llegaban, me hundía en la vergüenza y la desesperación. Me odiaba a mí mismo por haberme metido en aquel lío.

¿Estaba toda la publicidad de Charles Atlas dirigida a idiotas y a niños? Pensándolo
a posteriori
, me parece que debía ser así. El Método de Tensión Dinámica prometía fuerza y belleza instantáneas sin ningún coste para el consumidor. Y las continuas, crueles y apremiantes cartas jugaban magistralmente con el ego subdesarrollado de aquel idiota o niño. Yo, que era uno de aquellos niños, pensaba al recibir sus amenazas: «Claro que están decepcionados conmigo. Soy débil y feo. ¿Cómo pude atreverme a suponer que podía seguir el camino de esa gente tan estupenda y tan fuerte? ¿Cómo puede aspirar alguien tan indigno como yo a poseer los secretos de la fuerza y la belleza? Como era de esperar, la gente de Charles Atlas se ha dado cuenta de mi ridícula indignidad, y m¡ única defensa contra ellos consiste en rezar.»

Other books

Slave to Sensation by Nalini Singh
Malarkey by Sheila Simonson
Cody's Army by Jim Case
Centuries of June by Keith Donohue
Crimson Rapture by Jennifer Horsman
Rebel of Antares by Alan Burt Akers
THE DREAM CHILD by Daniels, Emma
B00Z637D2Y (R) by Marissa Clarke