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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (46 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Pero la mayoría de nosotros hemos estado en el lado malo del abuso de autoridad: se nos ha azotado, humillado y mentido, y sabemos que no se gana nada, que no se obtiene ningún beneficio, que no se aprende ninguna lección de los que nos tratan con desprecio, abusando de su posición de poder sobre nosotros.

La otra noche estaba contando un cuento para dormir a mi hija, dejando vagar la mente para crear una fantasía. Cuando me acercaba al final de la historia descubrí que estaba empezando a elaborar una moraleja, encauzando la fantasía libre para que tuviera un «significado» que se pudiera reducir a un lema. Más tarde, esa misma noche, me acordé de una frase de Cari Jung que había leído hacía algún tiempo. Jung decía que el analista debe penetrar en la fantasía/neurosis/sueño del paciente.

Con anterioridad, la frase me había parecido una bonita expresión de sentido común, una idea buena pero técnicamente inútil. Sin embargo, al pensar en mi tentación de insertar una moraleja en la fantasía, en mi intento de convertir una historia improvisada sobre «osos» en un anuncio de «seguridad», me sentí incómodo. Sentía que, «actuando por el bien de mi hija», le había robado su tiempo para cumplir con mi propia agenda; y esto me dio una pista del verdadero significado de la frase de Jung.

Yo creo que Jung quería decir lo siguiente: Que es
concretamente
la renuncia del analista al
deseo de controlar
lo que proporciona al paciente
y
al doctor el respeto de sí mismo y la fuerza para participar en el intercambio terapéutico.

De acuerdo: la técnica analítica, la filosofía y el método son, desde luego, fundamentales; pero sin el acto de renuncia, con el que el analista ratifica la posición del paciente, no tendrían la menor oportunidad de progresar.

La renuncia
misma
, el acto de respeto por parte de la autoridad hacia los que dependen de ella, constituye el primer y más importante beneficio que se le puede hacer al paciente; porque, al fin y al cabo, el paciente tiene que curarse a sí mismo, de la misma manera que, en último término, el país debe gobernarse a sí mismo.

Cuando el analista penetra en la fantasía del paciente (es decir, cuando renuncia al deseo de controlar), todos los poderes, conocimientos e ideas que pueda tener quedan relegados a una posición
secundaria
con respecto a su respaldo de las necesidades del paciente, y también con respecto a la aceptación y ratificación de su contrato. El paciente sentirá la renuncia en proporción directa al esfuerzo que le cuesta al analista. Porque el paciente es testigo de un acto de
valor
realizado en beneficio suyo. Dicho acto, que también es un acto de humildad, de deferencia, de respeto, establece un orden. Es lo contrario del acto de corrupción, que engendra miedo.

Si el cuento hubiera tenido un contenido político —«y así, los niños salieron del bosque, habiendo aprendido que nunca debían desobedecer a su abuelita»— podría parecer que la niña quedaba claramente tranquilizada y reconfortada, pero en el fondo, y esto es mucho más importante, se sentiría traicionada, y con razón, porque su padre había hecho mal uso de su posición de poder, actuando en contra de los intereses de la niña, la cual no sacaría de la historia la información y orientación que supuestamente contenía, sino una idea mucho más poderosa: que su padre pretende dirigir y ejercer control en terrenos inadecuados; que el padre no renuncia a su poder en favor de la legítima necesidad de autoestima del hijo. Lo que hubiera «en el corazón del padre» no tiene importancia; lo importante es que el padre consideró que los
dictados
de su corazón valían más que los legítimos intereses de su hijo.

El mal padre dice: «Yo decidiré qué es lo que necesitas, y no sólo te voy a explotar sino que espero que estés agradecido por el trabajo que me tomo en explotarte.»

Es el mismo truco de la «información reservada» que utiliza el político corrupto cuando dice: «Yo, y sólo yo, estoy en posesión de una información que vosotros desconocéis: dicha información es tan trascendental, y vosotros corréis un peligro tan inmediato y apremiante, que es preciso suspender todas las leyes y métodos de comunicación legales, y
sólo yo
decidiré las medidas que debéis adoptar.»

Es la demagogia del político de tercera, del médico de tercera: O me crees y vives, o dudas de mí y mueres.

En el teatro funciona el mismo mecanismo. Sólo cuando el artista renuncia al deseo de controlar al público consigue una auténtica comunicación con dicho público: no tiene poder
sobre
ellos, sino poder
junto con
ellos.

En las artes, lo mismo que en la política, existe la corrupción que abusa de la confianza del público con el fin de ganar dinero (escribir o que el público «quiere»), y existe corrupción «en interés del público»: obras, producciones, actuaciones cuya intención es
cambiar, motivar
e incluso
informar
.

El deseo por parte del artista de informar, cambiar o motivar puede ser encomiable, pero está fuera de lugar en un contexto teatral. El público ha venido para disfrutar de un
drama
, y antes de que pueda opinar sobre la verdad o utilidad de las «ideas» del artista, se ve insultado y decepcionado por la incapacidad de los artistas
en cuyas manos se ha puesto voluntariamente
para subordinar sus propios intereses a los intereses del público que está a su cargo.

El director puede situar
Macbeth
en El Salvador; el espectador puede decir «qué fascinante», pero en el fondo se siente insultado y piensa subconscientemente: «¿Quién es este director para enseñarme lecciones, y qué le hace creer que su
idea
"la situación en El Salvador no es muy diferente de la situación descrita en
Macbeth
" es más importante que su responsabilidad ante mí y ante Shakespeare de limitarse a contar la historia?» (Y si existen paralelismos entre la situación en El Salvador y el argumento de
Macbeth
, seguro que el espectador es tan capaz de percibirlos como lo fue el director.)

La capacidad de servicio de una persona está en proporción directa a la fuerza de su resistencia al afán de control. No depende de nosotros sentir o no sentir ese ansia de controlar a los demás: podemos tenerla o no, puede surgir de repente como consecuencia de un ascenso o un aumento de nuestro supuesto «poder». Lo que sí está en nuestra mano es la decisión de actuar o no actuar cuando sentimos ese ansia. La persona que ocupa un puesto de autoridad y renuncia al pernicioso deseo de control no transmite un
mensaje
, sino que destaca como un
ejemplo
de fortaleza, abnegación y amor. Un ejemplo que posee el poder de hacernos más fácil la vida y conseguir que perdamos el miedo; un ejemplo de fortaleza que respalda nuestros deseos de autonomía y amor, y actúa como un bálsamo para el dolor que nos provoca la búsqueda de esos objetivos, a veces tan divergentes.

Pero la persona que quebranta las reglas que, como individuos o como cultura, hemos creado para nuestras relaciones interpersonales (terapéuticas, dramáticas, familiares, políticas); la persona que se coloca a sí misma «por encima del vulgo», que no está dispuesta a renunciar al deseo de controlar a los demás, que es incapaz de librarse de la idea de que actúa «por las mejores razones del mundo» y, por tanto, puede excederse de sus atribuciones, esa persona hace mucho daño.

Es cierto que podemos idolatrar a ese padre, médico, profesor, dirigente político; de hecho, por lo general lo idolatramos. Con frecuencia, sentimos necesidad de idolatrar a los que nos oprimen… la alternativa es sentir el constante dolor de su traición. El tirano establece un pacto secreto con el tiranizado: «Identifícate conmigo, obedéceme sin pestañear, y yo te haré este precioso servicio: no le diré a nadie lo despreciable que eres.»

Idolatramos a esta gente en proporción inversa a la medida en que creemos en ellos. Sin embargo, respetamos y amamos a los que actúan como parte de la comunidad, a los que respetan y aman a sus semejantes hasta el punto de atenerse a sus compromisos con nosotros, renunciando al deseo de controlarnos.

Que Reagan llorara en Bítburg, que llore cada vez que se le menciona el Holocausto, que su corazón le dijera que no canjeó armas por rehenes… todas esas manifestaciones no nos importan lo más mínimo, y un hombre con dignidad procuraría ahorrárnoslas. Equivalen a lo que dicen esos padres que pegan a sus hijos, asegurando «Esto me duele a mí más que a ti».

Siempre es la persona en posición de superioridad la que dice «No me río de ti, me río
contigo
», y el inferior sabe siempre que eso significa «Me río de ti, y además te miento».

Una comunidad de grupos

Desde los comienzos del teatro de Bob Sickenger en la Hull House, a principios de los sesenta, el teatro de Chicago ha sido una comunidad, no de aspirantes, sino de ciudadanos. Su progreso y evolución —desde los comienzos en el Centro Jane Adams, pasando por los primeros tiempos del Body Politic, Kingston Mines y la época de esplendor de la avenida Lincoln, hasta nuestros días— ha sido el progreso de
grupos
: de individuos dedicados al progreso de un colectivo teatral.

Esto ha generado una cierta seguridad en los miembros individuales de la comunidad teatral (o al menos, una mayor posibilidad de ello), y constituye una diferencia entre la comunidad teatral de Chicago y la de Nueva York. En Chicago, el trabajador individual se esfuerza por mejorar y perfeccionar su oficio en el seno de, y en beneficio de, un pequeño grupo cuyos objetivos coinciden con los suyos (la compañía), en lugar de trabajar para un grupo ajeno y numeroso, que sólo es capaz de percibir resultados (y que se guía por la reacción del público y los intereses comerciales de la producción).

Por esta razón, es posible que en Chicago no estemos tan obsesionados por la cuestión de la
alienación
o la
identidad
. Se ha dado satisfacción a una necesidad básica del trabajador, y esto le permite (representado por el
grupo
) prestar atención al exterior, interesarse por la vida de la ciudad.

En gran medida, en Chicago somos chauvinistas. No percibimos la ciudad como un adversario, o como una arena de combate, sino (muy adecuadamente) como una prolongación de nuestra vida onírica. Esta característica sirve también para identificar al artista del Medio Oeste, que se esfuerza por explicarse a sí mismo el
hecho
de Chicago, en entenderlo como una manifestación de sí mismo. Ejemplos:
The Pit, Sister Carrie, Una tragedia americana, Lucy Gayheart, El hombre del brazo de oro, Herzog, Bleacher Bums, The Wonderful Ice Cream Suit, Boss, Some Kind of Life? All I Want, Sexual Perversity, Orease, Working
, etc.

Como ciudadanos —que equivale a decir como individuos seguros de lo que valen— hemos sido capaces de dirigir la energía hacia fuera, hacia la expresión y
realización
, en lugar de dirigirla hacia la comercialización, la consolidación y el envase de presentación. Esta liberación respecto a intereses tan pueriles ha tenido como consecuencia un gran crecimiento, una gran vitalidad y mucha creación artística.

El teatro se ha estado formando y reformando tanto en el aspecto geográfico como en el artístico. La improvisación del año pasado en el club parroquial es la institución del año que viene.

Durante los últimos quince años hemos presenciado el desarrollo del concepto de la fuerza y la importancia fundamental de los grupos de individuos unidos por un objetivo estético común; este concepto ha cambiado en la conciencia colectiva, dejando de ser una idea bonita pero poco práctica para convertirse en la norma necesaria.

Se trata de un gran logro, que puede dar origen a grandes logros.

En Chicago estamos orgullosos de nuestros profesionales del teatro, del mismo modo que en Nápoles lo están de sus cantantes y en el estado de Washington de sus manzanas, si se me permite decirlo: «Sí, esto lo cultivamos aquí. ¿No te parecen preciosas?»

Pensamientos casuales

XXV Aniversario de
Backstage
(1985)

En 1960 fue mi
bar mitzvah
. Hasta 1963 no me volvió a ocurrir ninguna otra cosa importante.

En 1963 estaba trabajando en bastidores en el Second City y oí a Fred Willard presentar una escena diciendo: «Vamos a hacer un recorrido en trineo por los bosques nevados del Espectáculo.»

Aquél fue mi primer encuentro personal con la Grandeza, y en aquel momento supe que me debía a mí mismo no llegar a ser abogado laboralista, siguiendo la tradición de mi familia. Mi primer hito verdadero en el Teatro Profesional llegó en 1967. Había estado trabajando de acomodador y luego de gerente de sala en el Playhouse de la calle Sullivan de Nueva York. En aquel momento estaban representando
The Fantasticks
. Un día, el ayudante del director de escena se puso enfermo y tuve que cubrir su ausencia manejando el cuadro de luces. En aquellos tiempos anteriores al microchip teníamos verdaderas baterías de control de focos, con enormes esferas, botones y palancas, y algunos de los cambios de luces exigían enchufar, girar, ajustar, volver a enchufar, etc., en secuencias que parecían de ballet.

Mi primera y única noche al frente del cuadro de luces transcurrió bastante satisfactoriamente hasta el final del espectáculo. Todos los contendientes se reunieron en escena. El Gallo dijo «Así, que recordad…», que daba entrada a una repetición de la canción
Try to Remember
, y que era mi señal para efectuar el más complicado cambio de luces de Greenwich Village, diseñado para «mandarlos a casa con una sonrisa en los labios». Pero como siempre he sido un innovador, le di con el codo al control maestro, y sumergí el escenario, el teatro y la cabina de luces en la más absoluta oscuridad, durante un período que sólo puede describirse como «muchísimo tiempo».

Durante los dieciocho años siguientes no ha sucedido gran cosa. Una vez que estaba muy deprimido y en New Haven (perdón por la redundancia), paseando arriba y abajo por delante del Teatro de Repertorio de Yale, se me acercó una anciana y me dijo: «Dios le bendiga. Es usted el Salvador del Teatro Americano. He visto su obra seis veces.» Me sentí muy animado y le di las gracias por sacarme de mi ridículo y egocéntrico estupor. Le dije que me había dado esperanzas y que ahora mismo me iba a ir a casa a escribir. Le di las gracias una vez más. «No hay de qué, señor Durang», me respondió.

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