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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (24 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Tanto en la alta costura como en la moda de calle nos encontramos con rotos, rasgados, abolsamientos, colores desteñidos.

En los vídeos musicales vemos una y otra vez niños demacrados moviéndose espasmódicamente con la mirada vacía en escenas de desolación. Estos vídeos transmiten una fantasía de autismo. Representan nuestra visión de nosotros mismos como niños maltratados, abandonados, golpeados, tan imbuidos de rabia que somos incapaces de movemos, como si el más ligero movimiento fuera a desencadenar una furia tan incontrolable que nos destruiría a nosotros, a los que nos rodean y al mundo entero. Esta fantasía de autismo enmascara la ira que nos domina, lo mismo que nuestra aceptación y ratificación del no libro, el no drama, la pintura fotorrealista.

Y de esta manera, el arte, cuyo propósito social es
crear
, ha acabado utilizándose como
censor
, cuyo propósito es
controlar
. El espectro de expresión que nos queda se reduce a: lo Radical, que pretende destruir (lienzos en blanco,
graffiti
); lo Liberal, que pretende reformar (dramas, libros y películas sobre la homosexualidad, el feminismo… que tratan de
condiciones
y no de
caracteres
); lo Conservador, que pretende sosegar, distraer, sentimentalizar (E.T., los Teleñecos); lo Fascista, que pretende controlar y manipular (el mundo de Walt Disney, Viva la Gente).

Este espectro de nuestra Mentalidad Nacional, este sistema de partido único, no es una conspiración, sino una
tendencia
. Una tendencia que expresa nuestro profundo deseo de negar. Una tendencia que suprime la excitación, detiene la investigación, y que en ningún momento permite que se lleve a cabo el propósito del verdadero arte, que es
crear
.

La ausencia del impulso creador es la decadencia.

Vacaciones en familia

A mi pueblo siempre le han provocado ansiedad los viajes. Yo creo que esto se remonta a los tiempos del exilio en Babilonia. Sea como sea, cuando yo era pequeño, el menor desplazamiento iba acompañado de miedos, alborotos y diversas manifestaciones de nerviosismo. Mi padre y mi madre se peleaban, nosotros nos extraviábamos invariablemente, nos perdíamos comidas y horas de sueño y nos equivocábamos por completo de destino.

Los temores de mis padres adoptaban numerosas formas, según el momento: miedo a la polio, a la contaminación por beber agua de las fuentes, a ahogarse por bañarse después de comer… y todas ellas no eran más que convenientes disfraces de una absoluta xenofobia, que yo observaba a mi alrededor, tanto en mi casa como en las casas de mis amigos.

Ahora comprendo que ese miedo a lo desconocido que yo advertía a mi alrededor era comprensible, y cuando lo describo como un rasgo cultural lo digo sólo medio en broma. A mis padres y a los padres de mis amigos sólo les separaba una breve generación de la empalizada del barrio judío en Rusia o Polonia; y para
sus
padres, el más mínimo desplazamiento fuera de sus casas representaba una clara ocasión de problemas reales: dificultades para obtener comida aceptable según sus leyes religiosas, confusiones con las costumbres locales, persecución e incluso asesinato.

Esta fue la bonita carga que mis padres heredaron de los suyos y me transmitieron a mí; y aunque me separaban ya setenta años de los cosacos seguía siendo incapaz de irme de vacaciones.

En nuestra luna de miel mi mujer y yo fuimos a París, y yo me pasé dos días acurrucado en la cama. Sí, ya sé que van a decir —y con razón— que algo debió influir el hecho de acabarme de casar, pero ¿acaso eso no es también una forma de viajar?

A pesar de esta engañosa información en sentido contrario, en ocho años de matrimonio, y basándonos en nuestra instructiva experiencia de la luna de miel, no hemos tenido unas auténticas vacaciones.

Pero este año se nos ocurrió que no íbamos a vivir eternamente, que nuestra hija no iba a seguir siendo para siempre una fascinante y cariñosa niña de tres años, y que era muy improbable que en nuestros respectivos lechos de muerte dijéramos «Me alegro de lo mucho que progresé en mi carrera en 1986».

Así pues, mi esposa, actuando no por cuenta propia sino en nombre del grupo, nos contrató unas vacaciones. Como es natural, a mí, el esposo modelo, me pareció muy bien y la felicité por su decisión, sabiendo que cuando llegara el momento de partir podría encontrar algún trabajo urgente que me retuviera en casa o, en el mejor de los casos, fingirme enfermo, y si todo esto fallaba,
enfermar
de verdad.

Esta última era una táctica que ya había empleado antes con excelentes resultados. «Id vosotras y no os preocupéis por mí, que lo paséis bien», y en cuanto se iban yo me tumbaba en la cama, estirándome hasta ocuparla entera, y me dedicaba a fumar puros en el cuarto de estar.

Pero esta vez no iba a ser así. Al acercarse el día de la partida le dije a mi mujer que estaba desolado, pero que no iba a poder acompañarlas; a lo cual ella replicó que había mirado mi agenda y no había visto que yo tuviera nada que hacer la semana en cuestión, aparte de una cita con el peluquero, que ya se había ocupado de cancelar por mí. Y que ya le había dicho a la niña que papá iba a venir a pasar una semana «sin trabajar».

En fin, traté de resistirme cuestionando su derecho a cancelar unilateralmente mi cita con el peluquero y apelando al efecto colateral de mi reconocida incapacidad para pasarlo bien cuando llevo el pelo demasiado largo. Argumentos a los que mi esposa respondió con un «Qué pena». Y allá nos fuimos, a divertirnos y regodearnos a orillas del Caribe.

Camino del aeropuerto, el taxista nos preguntó que cómo íbamos de vacaciones a una isla que estaba siendo arrasada por un huracán. Ajá, pensé, aquí llega la caballería. Pero mi mujer dijo «Vamos allá y ya veremos. Si el huracán no ha pasado, volveremos a casa, y ya está». Nos dispusimos a embarcar en el avión.

Expliqué a mi mujer que durante el viaje en avión tendría que hacer un estudio y ella dijo «Muy bien». Mi estudio consistía en leer las galeradas de una novela policíaca que alguien quería llevar al cine, y lo habría disfrutado mucho más si ella se hubiera resistido, pero no se resistió. Así que forcejeé con el libro, mi hija vio
Tras el corazón verde
y mi mujer coloreó el libro de colorear de la niña durante tres horas y media.

En la isla comprobamos que el huracán había pasado ya, así que puse cara de mal humor y fuimos al hotel. Llegamos al hotel y me preparé para el consabido sainete que todo Viajero Semita reconocerá al instante: aquí me tienen, pagando un montón de dinero, y todo va mal. O todo cambia inmediatamente para mejor, o me voy a morir.

El botones llevó el equipaje a la habitación, yo abrí las puertas que daban a un patio, más allá del cual se veían la arena de la playa y el Caribe, y un balón de fútbol cayó al agua frente a mí, con un fuerte «plof».

Estupendo, pensé. Aquí estoy, pagando un montón de dinero por un poco de paz y tranquilidad, y algún pelmazo evidentemente norteamericano, incapaz de salir de su casa sin sus juguetes, me va a fastidiar las vacaciones.

Y entonces, ante mis ojos, el balón desplegó las alas y se reveló como un pelícano que se había zambullido a capturar un pez.

Está bien, pensé, lo intentaré. Y lo intenté. Me cambié de ropa y me senté en la playa. Pensé en Somerset Maugham y sus relatos marinos. Pensé en Joseph Conrad. Cogí una concha y pensé en lo victoriana que parecía, y me maravillé ante la Multiplicidad de la Naturaleza.

Se puso el sol, metimos a la niña en la cama y mí mujer y yo salimos a cenar. Estuvimos en un restaurante muy bonito, que colgaba de un acantilado sobre la playa. Debajo de nosotros se oía un ruido como de fuegos artificiales muy lejanos. Miré hacia abajo y vi que el ruido lo hacía la resaca, que arrastraba las piedras de la orilla. Dije: «Las piedras de la playa, al ser arrastradas por la marea, suenan como fuegos artificiales muy lejanos.» Mi mujer no dijo nada. Yo insistí: «Esto me hace pensar que la literatura se enseña de una forma completamente
equivocada
. Aquí tenemos un símil muy bonito, pero lo que importa no es el
símil
, y tampoco la habilidad del escritor para hacer
comparaciones
. Lo que importa es la
piedra

Mi mujer dijo: «¿Por qué no te tomas unas vacaciones?»

En fin, bebimos otra copa, y yo me bebí otra más, y volvimos a nuestra habitación y nos quedamos dormidos, y cada uno de los dos días siguientes dormí dieciocho horas seguidas. Y al tercer día, ya no pensaba en Joseph Conrad.

Mi hija me pidió que saliera a hacer «harina» y en lugar de responder «espera un momento» salí e hice harina. Hacer harina consistía en verter arena sobre una hoja de palma, y me sorprendió descubrir que resultaba tan divertido como (y desde luego, más productivo que) una comida de negocios en el Russian Tea Room.

El caso es que nos lo pasamos de maravilla. Nadamos, hicimos esquí acuático, desayunábamos en el patio. La niña estuvo una semana andando desnuda por la playa con una sarta de cuentas al cuello, y el pelo se le puso más rubio y con mechas.

Teníamos unos amigos de vacaciones en una isla cercana, y un día vinieron a vernos y nos emborrachamos y salimos a bañamos desnudos a la luz de la luna; mi hija y yo nos pasábamos dos horas al día pegando botes en un trampolín y, en resumen, aquél fue el viaje de mí vida.

Pensé: somos gente urbana, y la solución urbana a casi todos los problemas consiste en hacer más: encontrar alguna nueva comida que nos haga perder peso; añadir un sonido más para relajamos; complicarte más la vida para estar más cómodo; comprar más, comer más, hacer más negocios. Aquí en la isla, no teníamos nada que hacer. Habían suprimido todo, excepto lo puramente natural.

Nos sentíamos cansados cuando el sol se ponía y activos cuando salía; todo el día escuchábamos el ritmo de las olas; el calor y la sal renovaron nuestros cuerpos.

Descubrimos que en lugar de lograr la paz mediante la adición de una
nueva idea
(aprovechamiento del tiempo, unidad conyugal, responsabilidad) habíamos suprimido de la manera más natural el mido y las distracciones de una vida demasiado atareada,
y ya no tentamos

necesidad
de una nueva idea. Descubrimos que bastaba con una idea mucho más básica: la unidad de la familia.

Me marché de la isla dos días antes que ellas, porque tenía que estar en Los Angeles para un asunto de negocios. Al subir al avión sentía una secreta alegría por mi inminente retomo a los hábitos de la vida atareada: tendría reuniones, y hablaría por teléfono, y haraganearía en la cama, y fumaría puros en la habitación del hotel.

Dije adiós con la mano por la ventanilla del avión, me puse el sombrero de escritor y se me ocurrieron varias ideas. Primero pensé en Thorstein Veblen, que dijo que a las personas que viajan en viaje de negocios nunca se las echaría de menos si no llegaran. Y me dije: ¿Sabes? Pues es verdad.

Y pensé en Hipócrates y su hospital de la isla de Cos, donde los enfermos eran tratados en un paisaje apacible, con vientos cálidos y el ritmo regenerador de las olas: un lugar donde uno podía curarse porque facilitaba la restauración del orden natural; y eché de menos a mi familia y me sentí muy agradecido por la semana que habíamos pasado juntos en la playa.

Gallinas semánticas

En nuestros cines, grandes y terroríficos monstruos negros acosan a
starlettes
blancas.

Enormes y persistentes tiburones devoran remolcadores.

Las cosas arden, se derrumban y/o se inundan con desagradables cantidades de agua.

Estos son nuestros sueños de destrucción del mundo. En nuestra vida onírica no existe la certidumbre. Objetivizamos nuestra inseguridad y el asco que nos damos en forma de fuerzas externas dispuestas a castigarnos.

Puede que
ellos
no sepan lo que hemos hecho, pero
nosotros
lo sabemos.

Encendemos la televisión y vemos un programa tras otro glorificando a nuestras fuerzas de la ley.

Somos un libro abierto.

Tratamos de atraernos el favor de las fuerzas destinadas a reprimir a los que se atrevan a extender su campo eléctrico fuera de la cocina.

Rendimos homenaje a la profesión médica, glorificando a los médicos como seres superiores, capaces no sólo de
entender
las dolencias de los enfermos y afligidos, sino también de
preocuparse
por ellas.

Así creemos librarnos de los terrores corporales y sociales. El Poli de Patrulla y el Médico de Guardia nos protegen. Zeus es grande.

Nuestro tenue monoteísmo se deshace ante nuestras grandes inseguridades, y vivimos de nuevo en un universo claramente animista, poblado por superseres.

No existe seguridad. ¿De qué sirve la discriminación en un mundo en el que puede suceder cualquier cosa?

Nuestras revistas están repletas de fotografías de hombres y mujeres desnudos. Nuestra literatura popular es el mismo cuento contado una y otra vez: se acerca el fin del mundo, y sólo un hombre o una mujer (un espía, un soldado, una periodista o un ciudadano vulgar y corriente) está capacitado para salvarlo.

Dichos personajes recorren a trompicones el libro, echan algún que otro polvo, son golpeados en la cabeza, salvan el mundo y se marchan a casa.

¿Qué nos estamos diciendo por medio de esta cultura popular?

¿A qué viene tanto empeño en el fin del mundo, tanto a nivel de nación como a través de las personalidades y habilidades de nuestros artistas?

Esta es mi pregunta. Desde luego, esto índica una rabia intensa, incipiente y persistente.

Como decía el señor Chayefsky de manera tan brillante en
Un mundo implacable
, lo que nos gustaría es decir: «Estamos hasta los cojones y ya no aguantamos más.»

Pero vamos a aguantar más, y lo aguantamos, y tenemos un montón de problemas para expresarlo, porque no nos fiamos de las palabras. Nuestra rabia es tan grande que sólo podemos patalear y balbucear. Nuestras gallinas semánticas se han echado a dormir.

Hemos comprado tantas cosas con la etiqueta
mejorado
y que en realidad sólo estaban metidas en un nuevo envase, que ya no nos creemos que nada se pueda mejorar.

Hemos visto a nuestro gobierno constitucional corrompido por hombres y mujeres insignificantes y malignos que habían jurado obedecer la ley, y los hemos oído calificar sus delitos como acciones emprendidas en interés público. En consecuencia, hemos acabado dudando de que sea posible actuar en interés público.

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